Hay noches que uno no está para nada al final del día y menos para escribir razonablemente. Dijo el presentador que éramos 300 millones de espectadores. Yo me añadí al final. El espectáculo era maravilloso, con una estudiada y compleja simplicidad. Me atrapó con la primera danza. París, 28 de agosto de 2024. Inauguración de los Juegos Paralímpicos.
No sé por qué, cuando bailaban al unísono, atletas de distintas razas, con diversidad de discapacidades, portando una antorcha encendida, pensé en la Iglesia. Descubrí las diferencias personales, pero también la inclusión de todos al ritmo intenso y penetrante del ‘Bolero’ de Ravel. Una imagen que vale la pena ver de vez en cuando.
Muchas veces nos creemos y queremos perfectos, o buscamos mantener una imagen banal que no nos corresponde. Escuchar a un joven en silla de ruedas, con un brazo amputado, decir que está feliz y acepta su cuerpo como lo mejor que le había podido pasar, porque ha renacido, es para tragarse tanta imbecilidad imperante en todos los estamentos de nuestra sociedad.
Y claro que pienso en la Iglesia, cada uno con su antorcha de la fe, siendo como es, aceptando nuestras propias discapacidades, elevando todo lo que puedas tu llama para iluminar a todos, no tanto a ti mismo, sino a todos, y para dar luz. Esa danza frenética me ha cautivado.
Cuando nos creemos perfectos o aparentamos serlo, siempre intentamos imponernos a los demás, marcar nuestros ritmos, exigir pleitesía, desechar a los diferentes, excluirles del grupo y criticarlos, a veces con una sutileza demoniaca. Entonces, no creamos una comunidad de discípulos, sino una secta de adeptos incondicionales que, a poder ser, no piensen, no tengan arrestos, no opinen, no decidan.
Vivimos en el vacío
Busco los valores fundamentales de los Juegos Paralímpicos: determinación, inspiración, coraje e igualdad. Ante estos parámetros, todos somos discapacitados. Tenemos deficiencia visual y ceguera, algún tipo de paraplejia, bastante discapacidad sensorial e insuficiencia intelectual. No nos libramos ni uno. Nuestro corazón ha perdido sensibilidad, abotagado por los mensajes de egoísmo (personal y colectivo) que nos impiden crecer y mirar el mundo con los ojos de Dios. La falta de complicidad con los demás, de ternura y de perdón, de escucha y acogida, de contemplación y sentido místico de la vida, nos mantiene en la UCI de la vida espiritual, y no reaccionamos, a pesar del cuidado de los demás, a los que somos insensibles. Vivimos en el vacío.
Ojalá que, esta imagen de la danza del ‘Bolero’ de Ravel, ‘in crescendo’, nos despierte a todos de este estado casi vegetativo para elevar nuestra antorcha e iluminar un poco más a este mundo tan fragmentado.
Publicado en REVISTA VIDA NUEVA el 14/09/2024