Domingo de la Procesión de Nuestra Señora del Mar, Patrona la ciudad de Almería

Homilía del Obispo de Almería, Mons. Adolfo González Montes, pronunciada el 28 de agosto de 2011 en el Santuario de la Patrona.

Queridos sacerdotes,

Miembros del Excmo. Cabildo Catedral y de la Comunidad de la Orden de Predicadores;

Ilustrísimo Sr. Alcalde y respetadas Autoridades civiles y militares;

Cofrades de la Virgen y fieles todos;

Hermanos y hermanas: 

La solemnidad de la Santísima Virgen del Mar, nuestra Patrona, se prolonga hoy, domingo de la procesión con su sagrada imagen. Como cada día del Señor, la palabra de Dios ilumina la vida de fe de los cristianos, para que, buscándole sólo a él y amándole sobre todas las cosas, su amor dé fundamento sólido al amor que debemos a nuestro prójimo. La Virgen María, fiel oyente de la palabra de Dios nos invita a acoger esta palabra de vida y nos ofrece su propio ejemplo como figura de la Iglesia.

Dios, en efecto, es el valor absoluto que puede orientar la vida humana a su fin, que es Dios mismo, fundamento y término del desarrollo de la existencia del hombre sobre la tierra. Lo más grave de cuanto acontece en la sociedad de nuestro tiempo es el olvido de Dios, porque sin Dios el hombre se desvanece. El II Concilio del Vaticano declaraba con objetiva percepción de la realidad de nuestro tiempo que “sin el Creador la creatura se diluye” (Vaticano II: Const. Gaudium et spes, n.36).

En la lectura de la profecía, Jeremías nos viene a recordar que, siendo la fe tan determinante de la vida humana, la fe en Dios puede complicar nuestra vida y ponerla en riesgo. El profeta lamenta que la incredulidad del entorno en el que vive hace de él un “hazmerreír” (Jer 20,7) de cuantos se burlan de la palabra de Dios y de sus ministros. Las confesiones del profeta nos muestran la permanente contradicción a que puede verse abocado el creyente en una sociedad sin Dios, donde se rechaza la palabra divina como orientación y criterio de la vida. El desamparo a que se ve llevado el profeta amedrenta a tantos cristianos que se tornan incapaces de un testimonio consecuente con su fe en Dios y en Cristo.

Nosotros somos cristianos y no podemos vivir como si no hubiéramos sido agraciados con la predicación del Evangelio de Cristo. También nosotros, como el profeta Jeremías, hemos sido seducidos por Dios; y, en el desarrollo cotidiano de nuestra vida de fe, hemos experimentado que el amor divino se nos manifiesta lleno de ternura, vivido en la compañía maternal de la Santísima Virgen, verdadero amparo de nuestra soledad, signo y señal de esperanza para cuantos se fían de Dios como ella misma se fió, porque los que se dejan conducir por Dios nunca serán defraudados.

Dios es la roca firme sobre la que se ha de edificar la vida del hombre y, porque esa edificación es obra de la fe en Dios, sólo la gracia divina puede sostenernos como cristianos. Ahora bien, para ser sostenidos por la gracia de Dios es necesario suplicar de Dios, origen de toda gracia, la fe que alimenta la existencia del hombre en el mundo, en espera de alcanzar la meta definitiva de la fe que un día será visión de Dios y el gozo inefable de vivir eternamente de la vida divina.

En esta empresa, que es fidelidad a la palabra de Dios y obediencia al designio divino sobre cada uno de nosotros, hemos de basar nuestra vida de cristianos. Un modo de existir en la presencia de Dios y de los hombres que transforma nuestra vida, como dice san Pablo a los Romanos, en “hostia viva, santa, agradable a Dios (… que es) culto razonable” (Rom 12,1-2). Mucha veces pretendemos ganar a Dios para nuestra causa de otra manera, con promesas y propósitos, pero lo que Dios quiere de nosotros es que como María creamos en él y nos fiemos plenamente de su palabra; que dejemos descansar nuestro corazón inquieto en él, sólido fundamento de nuestra vida que nadie ni nada puede desplazar o suplir: ni la disposición de dinero, ni la apariencia o aprecio de uno mismo y de la imagen social que pueda ofrecer ante los demás, ni el mismo bienestar, ni siquiera la salud. Nada es comparable al amor de Dios y de su gracia, dones con los que bendice a quienes se apoyan en él y no en los hombres.

Es verdad que una vida así vivida ante Dios y para él, conforme a su voluntad, ha de contar con dificultades y sufrimientos, por la incomprensión de los demás y el desafío que supone para una sociedad como la nuestra, que todo lo quiere basar en la propia seguridad como resultado de la posesión permanente de la riqueza y el goce continuo del placer; sin que para obtenerlos cuente mucho la licitud de medios, la solidaridad para con los que sufren más y los más necesitados, o la moralidad de las costumbres. Sin embargo, refiriendo cuanto decimos a la realidad actual que vivimos, la crisis económica y social que padecemos requiere, ciertamente, del esfuerzo humano; necesita de una aplicación inteligente de medios y procedimientos políticos y sociales que ordenen la economía a la superación de las carencias actuales, pero no podrá ser vencida si falta capacidad de sacrificio y persistimos en la obstinada oposición de egoísmos sectoriales, interesados tan sólo en el aprovechamiento oportunista de la debilidad de los adversarios hurtando el bien del cuerpo social en su conjunto.

El bien común se arruina cuando sólo cuenta el mantenimiento en el poder o su conquista para hacer valer el propio interés sectorial de los grupos sociales. La  regeneración de la sociedad requiere, contra todo egoísmo, hacer del bien común él criterio moral de procedimientos y conductas. Sin anteponer el bien común a los egoísmos e intereses propios será imposible la superación segura de una crisis que podría durar hasta hacerse endémica, comprometiendo el futuro al menos inmediato de nuestra sociedad.

Hemos escuchado en el evangelio según san Mateo cómo Jesús antepuso la voluntad de Dios Padre a la suya, recriminando duramente a Pedro, que quería apartarlo de la pasión y de la cruz. El seguimiento de Cristo ha de configurarnos con su obediencia al designio de Dios, que nunca es destructivo para el hombre, sino medio y camino de consumación de la propia vida. El amor que decimos profesar a Dios y a Cristo su Hijo sólo se manifiesta como autentico en la aceptación de la voluntad divina, gobernando nuestra vida por los mandamientos de Dios que hacen el amor de Dios inseparable del amor al prójimo. La negación de uno mismo en aras del bien común y de la vida de todos es el camino de la solidaridad fraterna de los hijos de Dios.

Los cristianos tienen que negarse a sacar provecho propio de las dificultades que acosan a los demás, y siempre han de tener presente la permanente oposición entre Dios y la maldad del mundo pecador. Nunca será posible una adaptación de la vida cristiana, regida por los criterios del evangelio de Cristo, a las exigencias del mundo; por eso, la vida del cristiano tiene una clara dimensión profética que incomoda a q
uienes viven según los criterios del mundo, pero conviene tener presente la preguntad e Cristo: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla?” (Mt 16,26). El seguimiento de Cristo, queridos hermanos, no es posible sin cargar con la propia cruz y acoger la palabra de Cristo, que nos dice: “Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16,25).

En mi carta a los diocesanos con motivo de esta solemnidad patronal de la Virgen del Mar, decía que Dios nos ha ofrecido en María el signo de una vida nueva vivida según Dios: María, en efecto, concebida sin pecado es la imagen de cada cristiano y de la Iglesia entera. La belleza de María como criatura que es enteramente obra sólo de Dios, nos es presentada como resultado de la liberación del pecado, origen del mal, y sólo puede tener por protagonista al Dios santo. Hemos de vivir como María en la presencia de Dios para alcanzar una vida conforme a su voluntad y digna del hombre. Si anteponemos la voluntad y los mandamientos de Dios a todo cuanto pretende desplazarlos de la vida humana, nuestra fidelidad a Dios terminará ejerciendo un influjo regenerador sobre el conjunto de la sociedad, que verá cómo la fe cristiana impulsa la cohesión social y la solidaridad, creando fraternidad y dando sentido a una empresa colectiva que representa el desafío de cada generación.

Que la  santísima Virgen del Mar nuestra Patrona nos ayude a comprenderlo así y llevar adelante el empeño de construir una verdadera paz social, imposible sin sacrificio y abnegado compromiso de servicio; en definitiva, de amor. La Eucaristía que ahora vamos a celebrar es justamente el sacramento del amor de Cristo que entregó su vida por nosotros y por nuestra salvación, fuente y fundamento de la unidad de la Iglesia. 

Almería, a 28 de agosto de 2011 

+ Adolfo González Montes
Obispo de Almería

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