“Gracias, Señor, porque Te has revelado a nosotros”

Homilía en la Eucaristía de la Solemnidad de la Santísima Trinidad, el 7 de junio de 2020.

Muy queridos todos:

Aunque las circunstancias no nos dejen cumplir la indicación de San Pablo de saludarnos unos a otros “con el beso santo de Dios”, es una alegría enorme celebrar la Eucaristía en la salida de este periodo en el que todos hemos estado más unidos interior y espiritualmente, y sin embargo físicamente aislados unos de otros, no pudiendo hacer visible -por así decir- nuestra comunión, que tan visible se hace en toda Eucaristía y tan visible se hace de una manera especial en la Eucaristía del domingo, en la iglesia madre de todos.

Me da una enorme alegría veros. Detrás de las mascarillas conozco muchas de vuestras caras, a otras no las conozco, no soy capaz por la distancia de identificaros lo suficiente, pero estoy seguro de que nos conocemos y que somos, no sólo hermanos y amigos, sino miembros del Cuerpo de Cristo. Y es un gozo estar celebrando la Eucaristía.

La fiesta de hoy es una fiesta preciosa. Es la fiesta que corona el Año Litúrgico: la fiesta de la Santísima Trinidad, donde damos gloria al Dios que ha hecho toda esta historia de salvación a lo largo del año, pero a lo largo de la historia, con nosotros, hasta hoy, hasta este momento presente, en el que Dios se nos da y nos introduce de nuevo, a través del misterio de la Eucaristía, en el Espíritu Santo y por medio de Jesucristo, en la vida divina. Una vez más, un día más. Cómo no dar gracias. Cómo no bendecirTe y alabarte. Todo lo que hace la liturgia de hoy es decirTe: “Gloria a Ti, Señor, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Alabemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Prácticamente, ese es el mensaje directo, inmediato, y sin embargo, no sólo el Espíritu Santo es −como alguien dijo hace ya muchos años, el cardenal de Bruselas− “el gran desconocido” y que veneráramos mucho a Jesús y tal vez suplicábamos al Padre, pero el Espíritu Santo jugaba un papel muy pequeño, mínimo, a veces ninguno en nuestras vidas. Y cuando pensamos en la Trinidad pensamos que el mayor problema es que cómo tres pueden ser uno y cómo uno pueden ser tres. Y pensamos que no tienen realidad y que lo que importa es creer en Dios, y que no tiene ninguna trascendencia para nuestra vida, para mis preocupaciones existenciales, para el drama de mi vida, para el drama que ha provocado que todos tengamos puestas las mascarillas. (Por cierto, ese drama sigue. El hecho de que nosotros estemos en un proceso de salida de la situación, en el mundo sigue, y sigue con situaciones terribles, pienso en los países de América Latina, pienso en otras partes del mundo y estamos tan contento de poder salir nosotros que no pensamos que otros están entrando, y que no tienen, ni de lejos, los respiradores, ni instrumentos, ni salubridad suficiente como para protegerse como nosotros nos hemos protegido. Que no los abandonéis, que no los abandonemos ninguno de nosotros en nuestra oración).

El hecho de que Dios sea Trino -Padre, Hijo y Espíritu Santo- ¿cambia algo en nuestra vida? Yo quisiera deciros que lo cambia todo; que es una relación estrechísima con la posibilidad de nuestra esperanza. Primero, sería una pretensión enorme, una soberbia casi digna de Satán, casi satánica, el pensar que nosotros que nosotros podemos tener acceso a Dios o que tenemos acceso a Dios por medio de nuestro esfuerzo y de nuestras virtudes. Si la distancia −y eso está definido como dogma de fe en el IV Concilio de Letrán, allá hacia finales de la Edad Media−, incluso aquellas cosas en las que Dios se parece a nosotros, por ejemplo cuando decimos que es “padre”, o cuando decimos que es “hijo”, o cuando decimos que es “bueno” −nosotros tenemos una idea de la bondad y se lo aplicamos a Dios, y decimos “Dios es bueno”− o Dios es “misericordioso” (y tenemos una idea de la misericordia); incluso cuando aplicamos esas cosas a Dios, la diferencia entre Dios y la criatura es inmensamente más grande que el parecido. Es decir, la distancia entre Dios y nosotros es infinita. Qué pretensión. Es la pretensión del hombre moderno, con nuestro dominio de las ciencias. Hay un libro reciente que se titula “Jugar a ser dioses”. Pues, jugamos a ser dioses. Tenemos la tentación de jugar a ser dioses en la economía, que nos permite planificar nuestra vida y sentirnos dueños de ella; jugamos a ser dioses sin duda en la política y en las ciencias sociales, y jugamos a ser dioses en la genética y en la biología, y pensamos que podemos fabricarlo todo. En la física menos. Los físicos cuando apenas ves que llegan al límite, se les cruzan todas las neuronas y se pierden, y no están más que midiendo distancias entre cuerpos estelares, tienen menos tentación de sentirse dioses; pero en las otras ciencias, donde manipulamos la realidad creada en unas dimensiones más adecuadas a nuestro tamaño, pues sí.

Digo sería una pretensión. ¿Cómo podemos conocer a Dios? Sólo si Dios nos abre sus entrañas. Sólo si Dios nos introduce en la realidad de Dios, o mejor dicho, nos hace conscientes de que estamos introducimos, de que participamos, sólo por el hecho de ser creados. Fuera de Dios no hay nada. La nada no existe. Y cuando hacemos de la nada una cosa, es un retorcimiento de nuestro cerebro y una voluntad de, como no somos capaces de pensar la nada, tenemos que pensar alguna cosa, y hablamos de la nada y la pensamos también como si la nada fuera una cosa, pero la nada no existe. Y todo lo que existe participa del Ser de Dios, en mayor o menor grado. Una hoja de árbol que cae participa del Ser de Dios. Yo sé que me preguntaréis “¿y cuál es el papel de Dios en el mal?”. Lo voy a decir: El Señor no ha creado el mal. El mal es la ausencia de bien, como el frío es la ausencia de calor. Y el mal que hacemos los hombres, y que tiene muchas más repercusiones en el mundo físico de las que estamos acostumbrados a pensar, y ahora mismo hasta la pandemia lo pone mucho de manifiesto que las conductas del hombre con la Creación, cuando no son debidas, corremos unos riesgos tremendos y que no hace falta construir bombas atómicas para que se produzcan efectos diferentes, pero análogos a los de una bomba atómica, o destrucciones de nivel mundial. Pero no somos capaces de imaginarnos lo que sería la vida, nuestra vida aquí abajo, nuestras relaciones, nuestro trabajo, nuestra economía, nuestra amistad, nuestro amor… qué sería todo eso si nuestro destino fuera transparente. Si sin perder la consistencia que tiene nuestro rostro, nuestro cuerpo, nuestra carne, las piedras, la belleza de estas columnas… sin perder nada de eso, hubiera la transparencia de ver a Dios en todo.

Dios está en todo. Eso forma parte de la doctrina de la Iglesia también. Se nos ha olvidado, porque a Dios se le separó de la Creación ya por el siglo XIV y luego después se le ha mantenido cada vez más, y el Dios ese que no es Trino y que está fuera del mundo, que es como un gran emperador de la guerra de las galaxias, para entendernos, manejando una computadora, ese es el Dios de la masonería, pero no es el Dios cristiano; es el Dios del deísmo, pero no es el Dios cristiano. El Dios cristiano, ¿dónde está? Está en todas las cosas. En la hoja de árbol que yo os decía y en la belleza de cualquier rostro humano, hasta el más lleno de sangre y de heridas, sigue siendo la imagen viva de Dios. ¿Es meter a Dios, ahí? ¡No! Dios está ahí. Sólo los hombres modernos, occidentales y ricos nos preguntamos que donde está Dios en estas situaciones de dolor. Quienes han conservado el sentido religioso de sus tradiciones religiosas en otras zonas del mundo y viven en una pobreza sin comparación como la nuestra, no se preguntan dónde está Dios. Es más, cuando hay una desgracia, inmediatamente acuden a Dios, porque saben que le necesitan para hacer frente a la desgracia.

Dejo muchos cabos sueltos, lo sé, pero quiero deciros que no metemos a Dios cuando decimos que Dios está en todas las cosas, nos metemos nosotros en Dios. Porque si nosotros estuviéramos fuera de Dios, a pesar de esa distancia infinita, jamás podríamos acceder a Él. En todo caso, y para salvar la distancia, el Señor se ha acercado a nosotros, y el Espíritu Santo, que es el más desconocido, es lo que más tendríamos que pedir, todos los días. Fijaros, el Espíritu Santo es la única persona del Dios Trino que no podemos representarnos, ni ponerla delante de los ojos, sólo lo conocemos por sus frutos. Y hay dos frutos: uno, el conocimiento de Dios. Hasta para conocer a Jesucristo, San Pablo decía “nadie puede decir ‘Jesús es Señor’ si no es en el Espíritu Santo’”. Hasta para decir “Jesús es Señor”, hasta para confesar a Jesucristo, necesitamos el Espíritu Santo, que vive en la Iglesia; que es el alma de la Iglesia. Y como tampoco yo puedo representarme mi alma, porque no puedo salir de mi alma para verla, pues no puedo salir del Espíritu Santo para verlo, pero ¿necesito mi alma? Claro. Necesito el Espíritu Santo, para conocer a Dios y, conociendo a Dios, conocer mi destino.

Hay un pasaje de San Pablo que está en la Liturgia de las Horas de hoy, en la primera Carta a los Corintios dice que necesitamos la Revelación y el Espíritu de Dios para tener conocimiento de la esperanza a la que somos llamados. El Espíritu de Dios, que nos da a conocer a Jesucristo, nos da también a conocer nuestro destino como hijos de Dios, que es el Cielo, que es la vida eterna. Y esa conciencia de la vida eterna, que ya hemos empezado a gustar en la vida de la Iglesia, porque tenemos el Espíritu de Dios. Mis queridos hermanos, eso cambia la vida. Cambia el modo de afrontar la enfermedad; cambia el modo de tratarse, el modo de quererse, el modo de acompañarse en la vida, el modo de ayudarse unos a otros. Cambia todo, porque cambia nuestro corazón. Introduce a Cristo, nos une a Cristo de una manera que “vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. ¿Por qué? Porque me comunica Su Espíritu. Ese Espíritu Santo se convierte en mi yo, un yo de hijo de Dios, que es regalado, que es prestado, que no es como el de Cristo, que es Hijo por naturaleza, pero que me hace hijo de Dios, y me da la realeza de un hijo de Dios, y el acceso a Dios que sólo tenían, antes de Cristo, los sacerdotes. Todos tenemos acceso a Dios. Le vais a recibir en vuestro cuerpo. El sacerdocio cristiano es algo muy diferentes de lo que era el sacerdocio en la antigüedad. Y profetas, porque vuestras vidas, vuestras familias, por el hecho de vivir –no tenéis que convencer a nadie- hablan de Dios. Somos un pueblo de profetas, de sacerdotes y de reyes.

Damos gracias al Señor por haberTe conocido. Y no es lo mismo que seas un solo Dios, solo, a que seas una Comunión de amor. Dios no podría ser amor, si no fuera el Dios Trino. Y la Creación no podría ser obra del amor si Dios no fuera Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque siempre pensaríamos que estaba aburrido Dios y que ha creado este juguete, que es el cosmos, para entretenerse un poco. Pero eso no sería Dios. No sería el Dios más grande que el cual nada podemos pensar.

Gracias, Señor, porque Te has revelado a nosotros, Te has comunicado a nosotros y nos has introducido, con mascarillas y todo, en Tu vida íntima, en Tu vida divina, en el amor y en el flujo infinito de amor que Tú eres. Que eres y que serás hoy y siempre.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

7 de junio de 2020
S. I Catedral de Granada

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Palabras finales en la Santa Misa, antes de la bendición final

En primer lugar, en la homilía yo he usado una palabra al referirme a la infinitud de Dios inadecuada, porque después de haber insistido en que Él no estaba fuera de la Creación, he usado la palabra “distancia”, y si está distante, está muy lejos de nosotros. Tendría que haber usado “inmensidad”: la inmensidad de Dios, porque estamos dentro de Dios, participamos todos de Su vida, por el hecho de ser criaturas. No como participa una hoja de árbol… pero no hay distancia entre Dios y nosotros. Ninguna. Si está fuera y dentro de nosotros mismos, “más íntimo a Dios que yo mismo”, decía San Agustín. Punto. Por lo tanto, es inmenso, es inabarcable, pero no hay distancia. Y he usado la palabra “distancia” tres o cuatro veces, mal usada.

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