A Dios le pertenece nuestro corazón y nuestra vida

Homilía en la Santa Misa el martes de la semana de Pentecostés, el 2 de junio de 2020.

Queridísima Iglesia del Señor, muy queridos hermanos y amigos (también saludo a los que, desde vuestras casas, os unís a esta Eucaristía):

La verdad es que la Segunda Carta de San Pedro, que es un texto del Nuevo Testamento casi olvidado, por pequeñito y porque está muy al final, y conocemos mucho más o bien la Primera de San Pedro o las Cartas de San Pablo, y sin embargo es una joyita, como una de esas piedras preciosas que brillan y que nos pone delante nuestra vocación como participar de la naturaleza divina, algo que es nuestra vocación en el Cielo, pero que ya sucede aquí. Como decíamos en el Salmo: “Sácianos de Tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo”.

El Señor nos sacia de Su misericordia con el don de Sí mismo en la Eucaristía. Y la Carta de hoy nos habla del tiempo hasta que lleguen los “cielos nuevos y la tierra nueva” que esperamos, donde habite la Justicia. La justicia no se refiere a la justicia humana, sólo y principalmente. La Justicia es siempre la salvación de Dios, donde la salvación de Dios sea siempre lo que resplandezca. El Apocalipsis lo dirá, “donde no hará falta luz de lámpara o de sol, ni habrá llanto, porque el Señor mismo enjugará nuestras lágrimas y porque el Señor será nuestra luz en todas las cosas”.

Y mientras tanto, nos da un consejo que es precioso: “Tened en cuenta que la paciencia de Dios es vuestra salvación”. El autor sabe perfectamente que hay días muy buenos, días mediocres, días muy malos; días que empieza la mañana y nuestra sensación ya es de que el día es un desastre, hasta por tonterías, porque uno se pone un zapato de un color y otro de otro y parece que eso te ha estropeado el día porque te das cuenta cuando estabas saliendo a la calle. Lo digo por decir una cosa sencilla pero que suceden. Somos así de pequeños y, sin embargo, pensar en eso: “La paciencia de Dios es nuestra salvación”.

Que Dios jamás nos mira de otra manera que no sea con una misericordia infinita. Que Dios nos mira y no puede mirarnos sin ver en nosotros el rostro de Su Hijo, el rostro de su Hijo Amado, cuyo Espíritu está en nosotros, y eso ya empieza en este mundo “el cielo nuevo y la tierra nueva”. No lo esperamos sólo para el final de los tiempos. Desde que Cristo está, ha empezado una cuenta nueva. De hecho, nosotros, si contamos los años por los años de la Encarnación, 2020 años llevamos de paciencia de Dios; 2020 años llevamos de salvación del Señor. Y no sólo es así a lo largo de los años, que mirad que ha habido desastres, catástrofes y dificultades a lo largo de la historia, basta asomarse a la literatura o al cine; y sin embargo, ni un segundo deja el Señor de estar con nosotros. “Hasta los cabellos de vuestra cabeza -decía Jesús- están contados”. Como dice en otro lugar, que conoce el nombre de las estrellas, “a cada una la llama por su nombre”. De la misma manera, yo pienso: “A lo mejor, hasta los cabellos de nuestra cabeza, cada uno tiene un nombre para el Señor”. Porque Dios es tan infinitamente grande y Su amor es tan desproporcionado con nada que nosotros conocemos del amor, a través de nuestra experiencia del amor humano, que todo eso es posible.

En todo caso, tener esa certeza de que Dios espera, de que Dios nos aguarda, de que Dios nos anhela y nos desea. “Señor, Tú has sido nuestro refugio, de generación en generación”. Desde antes que naciesen los montes hasta siempre, lo seguirás siendo. Y nosotros podemos empezar un día muy mal o terminar el día muy mal y, sin embargo, tu paciencia, el hecho de que estemos vivos, simplemente significa… y también para los muertos, porque los muertos ya esperamos que gozan −y esperamos con certeza− de que les ha recibido la misericordia infinita de Dios con los brazos abiertos. Porque, para condenarse, hay que querer condenarse; hay que negarse a dejarse abrazar por los brazos del Señor que nos aguardan justo en el momento donde ya no nos puede acompañar nadie.

Y una brevísima explicación sobre este Evangelio, que tiene mucha miga, de hecho, y que es una de las cosas que más nos dificultan vivir de esa manera que nos explicaba la Carta de San Pedro y prácticamente todo el Nuevo Testamento. Y es que entendemos la frase de Jesús -“dad al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”- como si hubiera que repartir la Creación; que a Dios se le da lo que le damos cuando rezamos o cuando participamos en la Eucaristía, y luego al césar le pertenecen las cosas de este mundo. Eso es una interpretación muy moderna, pero muy falsa. En realidad, ¿qué es lo que quiere decir Jesús? Si a Dios le dais lo que es de Dios, no tengáis ningún problema con dar esto que tiene la imagen grabada del césar. Vosotros sois imagen de Dios, entonces vosotros pertenecéis a Dios. Esto, que es el vil dinero, es lo que pertenece al césar. O como dijo una periodista neoyorquina que está en proceso de beatificación y que el Papa Francisco citó como una de las cuatro figuras americanas grandes, cuando estuvo en el Congreso de los Estados Unidos al principio de su ministerio, Dorothy Day −muy poco conocida entre nosotros, algunas cosas están empezando a salir en español de las cosas que ella escribió. Era periodista y estuvo varias veces en la cárcel porque era una activista en los años de la Depresión, por eso es un modelo que sirve para nuestro mundo, en un momento como éste y el que empezamos. Ella decía: “Si está muy bien. Si se le da a Dios todo lo que es de Dios, al césar no le queda nada, porque todo es de Dios”.

Señor, ayúdanos a darte a Ti lo que te pertenece, que, sobre todo, es nuestro corazón y nuestra vida, y si nosotros somos tuyos, los césares no tienen mucho que preocuparnos. “Dad a Dios lo que es de Dios”, pero no pensemos nunca que hay que repartir la Creación entre Dios y el césar, o repartir nuestro corazón, entre Dios y el césar. Nuestro corazón pertenece a Dios y sólo a Dios. Nuestra libertad pertenece a Dios y sólo a Dios, porque es Él quien nos lo ha dado, la capacidad de ser libres y luego el don, por la Redención de Jesucristo, como dice la Carta a los Gálatas: “Para ser libres, nos ha liberado Cristo”. Para ser libres, nos ha redimido Cristo. Y esa libertad como es el Señor quien nos la da, nadie dispone de ella, y nadie es nadie, y menos que nadie, el césar, porque nosotros somos imagen de Dios, no del césar.

Que el Señor nos ayude a penetrar en la sabiduría y que nos dé el don de la paciencia, de reconocer la paciencia que Dios tiene con nosotros, como una forma exquisita de Su amor, de la que no somos capaces ni siquiera nosotros mismos. Porque somos nosotros los primeros que somos muy impacientes con nosotros mismos, hasta con nuestras debilidades nos ponemos impacientes, porque queremos ser santos ya aquí, como si eso fuera una obra nuestra, en lugar de ponernos en las manos del Señor, que nos ama, nos acompaña, y nos ama y nos acompaña con una paciencia sin límites.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)
2 de junio de 2020

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