Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Misa en la Catedral, en el miércoles de ceniza, con la que se inicia la Cuaresma, y con la asistencia, entre otros fieles, de la Junta de Gobierno de la Real Federación de Hermandades y Cofradías de Granada.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
Nos concede un año más el Señor la gracia de comenzar a vivir este periodo de gracia y de salvación. Como nos decía la Segunda Lectura, “hoy es el día de la gracia, hoy es el tiempo de la salvación”. Necesitamos que el Señor nos arranque de la rutina en la que tantas cosas se empolvan, se oxidan, envejecen, se cansan, y no cosas materiales. Yo sé que, probablemente, ya habéis sacado vuestros enseres de vuestras casas de hermandad y ya están sacándoles el brillo para la estación de penitencia. Pues algo parecido necesitamos hacer nosotros con nuestras vidas, en nuestra vida real. Sucede en el matrimonio. Si un matrimonio no se recuerda con frecuencia los orígenes de su amor y la razón de ser de su sí, como don en forma de cheque en blanco al otro, ese matrimonio decae necesariamente. Decae y empieza a convertirse en una especia de sociedad de “toma y daca”, donde el balance al final de mes tiene que estar equilibrado, cosa que jamás sucede en la vida humana. Sucede en las empresas, hasta cierto punto, pero jamás en la vida humana.
Y en nuestra relación con Dios y en nuestras relaciones de unos con otros nos pasa exactamente lo mismo. Se empolva nuestra relación con Dios. Seguimos haciendo las mismas oraciones y hacemos las mismas practicas, pero se oxidan, se llenan de hollín y de verdín con el desuso. Y el Señor nos concede cada año, acomodándose a nuestra humanidad y a los ritmos de nuestra humanidad, un tiempo de gracia y de salvación. Ese tiempo es la Pascua.
Hoy no nos preparamos para vivir la Cuaresma, no. Hoy empezamos la Cuaresma, que es un tiempo de preparación para la Pascua; para el paso del Señor por nuestras vidas, que tiene la forma –como todo lo que Dios hace por nosotros– de un don, de un regalo, en el que Dios nunca nos regala cosas. Dios siempre se regala a Sí mismo, se da siempre a Sí mismo. Y el don supremo de Dios a nosotros, que comienza en la Creación, pero que empieza a ser historia en la historia de Abraham, y luego en la liberación de Su pueblo de la esclavitud de Egipto, y luego en la alianza con David, y así hasta la Purísima Concepción de la Virgen María, culmina en la Encarnación del Hijo de Dios.
Pero la Encarnación misma culmina en el don del Hijo de Dios, de Su vida, de Su Espíritu, de todo lo que Él es en el día de Viernes Santo. Sólo que la historia no termina en el Viernes Santo, en realidad empieza en el Viernes Santo. Si no hubiera mañana de Pascua; si no hubiera esa nueva creación que ha empezado como don y como posibilidad en la mañana de Pascua, nunca habría habido ni Viernes Santo, ni Jueves Santo, ni Domingo de Ramos, ni nada que se le parezca, porque nada de eso tendría nada de extraordinario en las relaciones y en la historia de los hombres donde siempre ha habido víctimas casi inocentes, y donde siempre ha habido intereses y luchas de poder entre los hombres que han acabado con la vida de otros hombres, y siempre ha habido asesinatos. Son cosas que forman de tal manera parte de nuestra historia humana que no nos sorprenden ni llaman la atención, no tienen nada de particular en realidad.
Sólo porque hay una mañana de Pascua, sólo porque en la Pascua empieza una creación nueva, sólo porque en la cruz Cristo ha vencido a la muerte y al pecado, y abre para nosotros realmente el paraíso y la vida eterna, es posible celebrar todo lo demás, y lo celebramos además con música, y lo celebramos de una manera que no es llorona, que no es lamentosa, sino que es realmente agradecida.
Nuestra Semana Santa está llena de gratitud a un amor que merece, porque es un amor infinito y nada, ningún mal, ni nuestro ni del mundo, tiene el poder de destruir, nosotros lo cantamos, lo proclamamos, lo ensalzamos, le tributamos honor y gloria con nuestras estaciones de penitencia. Y Le imploramos por nuestra pequeñez y por nuestra pobreza, y por nuestros pecados. Claro que Le imploramos, pero porque sabemos que tenemos a dónde dirigirnos para pedir perdón. Y sabemos que ese perdón nos está garantizado por el amor y la misericordia infinitas de Dios.
Quiero insistir en que no nos reparamos a vivir la Cuaresma hoy. Nos preparamos a vivir la Pascua. ¿Y cuál es el espíritu de la Pascua? Podría resumirse en esa frase que es del Nuevo Testamento y que recoge la liturgia y que es: “Cristo murió por nosotros para que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para Él que por nosotros murió y resucitó”. No vivir para nosotros mismos. No vivir para acumular para nosotros, sino vivir para Él. Dices, ¿qué significa vivir para Él? Significa acoger Su amor por nosotros de tal manera que nuestro corazón, nuestros deseos, nuestra imaginación de la felicidad, nuestros modos de pensar, nuestros criterios, nuestros juicios sobre las cosas de la vida y del mundo, estén en armonía con los deseos, con los juicios, con las categorías de Dios. Porque es Cristo quien vive en nosotros. Porque es Cristo quien, por su Espíritu que nos ha sido dado en el Bautismo y que se nos da cada vez que lo recibimos en la comunión, vive en nosotros, de tal manera que uno puede decir en verdad eso no es un éxtasis místico de San Pablo, es la realidad ontológica de lo que somos en tanto que cristianos: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi”. Y que los hombres puedan reconocer en nuestros gestos, en nuestras acciones, en nuestras palabras; que puedan reconocer en nuestra mirada algo del rostro de Cristo, del rostro del amor infinito de Cristo por los hombres es la única medicina que cambia el mundo.
Por lo tanto, vuelvo a insistir, nos preparamos para la Pascua. A mi me venía esta tarde varias veces el pensamiento de la imagen del gimnasio. Pero un gimnasio en el que no vamos a fortalecer nuestros músculos, o nuestros huesos, o nuestros nervios, nuestro cuerpo, sino que vamos a fortalecer nuestras vidas. Y la Iglesia nos propone tres caminos muy concretos que siempre han sido modos de acercarse al Señor, modos de entrenarse a esa vida nueva que la Pascua nos ofrece. Y esos modos los conocéis: son la oración, el ayuno y la limosna.
Pero subrayo que nuestro acercamiento a Dios es acercamiento a los sentimientos de Dios, de forma que los hombres puedan ver en nosotros algo del amor de Dios, un reflejo. Sé que somos muy pequeños, todos. Y entre el más santo de nosotros y el más pecador de nosotros, lo dijo el Señor, no hay más que una distancia de cien denarios, que es muy poquito lo que nos diferenciamos nosotros entre nosotros, a pesar de los juicios tan grandes y tan solemnes que a veces a hacemos de desprecio o de condena a quien pensamos nosotros que es peor que nosotros o así, o que se está portando mal. Cien denarios de diferencia.
Y los diez mil talentos que hay entre nosotros y Dios esos los ha salvado ya el Señor, los ha pagado por nosotros con Su vida, los paga, se ofrece, está ofrecido permanentemente para que nosotros podamos vivir esa vida en la que Él se injerta en nosotros de forma que viva en nosotros y nosotros podamos reflejar al mundo algo de ese amor de Dios. Porque los hombres no van a encontrar a Cristo sólo ni principalmente en nuestras imágenes. Lo van a encontrar principalmente en nosotros si pueden reconocer en nosotros la imagen viva de Dios.
Y ésa es la que nosotros deseamos cuando empezamos la Cuaresma, reflejar. Esa es la que tenemos que limpiar para que cuando llegue la Pascua pueda resplandecer ante nuestra familia, ante nuestros compañeros de trabajo, ante los hombres. Esa imagen de Dios que somos nosotros, que es la imagen viva del Señor. Que pueda reflejar algo de Su misericordia, reflejar algo de Su amor invencible. Y reflejarlo hoy en las circunstancias de hoy, en el mundo de hoy. Claro que no es un anacronismo celebrar el amor infinito de Dios en el siglo XXI ni en el 2020. Claro que no lo es. Porque si de algo tiene necesidad nuestro mundo, es justo de ese amor; es justo de la conciencia nueva, de la humanidad nueva que brota de la experiencia viva de ese amor. PidámosLe al Señor que en esos tres modos tan sencillos…, (…).
Para nosotros ayunar es casi una práctica olvidada, pero pensar en recortar algo de nuestras comidas y pensar en que ese algo que recortamos podemos dárselo a otros, sino ayudando a otros. Se puede dar tiempo. Tiempo es, probablemente, en nuestro mundo, el bien más escaso. Dar tiempo a quien lo necesita, a quien esta solo, a quien está enfermo, es una manera preciosa de dar. Privarnos a nosotros es una manera de alimentos o de gustos simplemente…, comer de una manera más sencilla, pues es una manera también de ser dueños de la tierra y de ser dueños de nuestro cuerpo, también de nosotros mismos. Y el orar, acercarse al Señor, estar con Él, adorar Su Presencia en la Eucaristía. Pero orar también en lo profundo de nuestra casa, en el silencio de la noche, o en momentos donde uno pueda verdaderamente recogerse y reconocer la necesidad que tenemos de Dios. Es la necesidad más grande de nuestro mundo, y es el bien más escaso de nuestro mundo.
Señor, somos indignos todos, pero concédenos a nosotros ser un reflejo tuyo, un testimonio tuyo, sencillo, pobre, pequeño, humilde. Cuando ese testimonio, el testimonio no lo damos de nuestra perfección, lo damos de que Cristo es nuestro salvador; de que nuestra esperanza está en Cristo; de que Cristo es lo más querido en nuestro corazón, porque sin Cristo la vida misma no valdría nada, como no vale nada ya para muchos de nuestros contemporáneos.
Que el Señor nos conceda este don, también por amor a quienes no tienen el don de la fe o a quienes no conoce a Dios. Que sean conscientes, muy conscientemente, claro que sí, sacamos nuestros pasos, pero todo el significado profundo que esos pasos tienen dependen justamente de un pueblo que los sostiene, de un pueblo que vive agradecido el don infinito que Dios nos ha hecho en Jesucristo.
Vamos a celebrar la Eucaristía. Nos prepararnos con la recepción de la ceniza y que el Señor nos conceda una preciosa Cuaresma y una santa Pascua de Resurrección.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
26 de febrero de 2020
S. I Catedral de Granada