La Navidad sigue siendo la fiesta de la familia por excelencia. Reúne a varias generaciones para vivirla intensamente y qué mejor forma de celebrarla que conociendo el verdadero sentido de ésta justamente cuando hemos celebrado la solemnidad de la Sagrada Familia. Una solemnidad que de la mano de uno de los mayores especialistas de la Diócesis en temas de familia, el rector del Seminario Conciliar “San Pelagio”, Antonio Prieto Lucena, vamos a conocer en las siguientes líneas
En la fiesta de la Sagrada Familia, la liturgia de la Iglesia nos invita a ensanchar nuestra “mirada de fe” desde el Niño Dios, que nos ha nacido, para contemplar a María y a José, que se deshacen en detalles de amor para con el Hijo de Dios a ellos confiado.
Una vida de obediencia
Los padres humanos de Jesús son un ejemplo perfecto de obediencia a la voluntad de Dios, que irrumpe en sus vidas de manera insospechada. El nacimiento del Salvador está precedido por el “sí” de María (cfr. Lc 1,38) y por la docilidad de José a las instrucciones del Ángel del Señor (cfr. Mt 1,24-25), incluso en condiciones nada fáciles para la integridad del Mesías esperado, debido al edicto de César Augusto (cfr. Lc 2,1), que obligó a los jóvenes esposos a realizar un incómodo viaje, y a las intenciones homicidas de Herodes, que condujeron a la Sagrada Familia a emigrar a Egipto (cfr. Mt 2,13). Al mismo tiempo, María y José son un modelo acabado de fidelidad conyugal. A través de estas peripecias que nos relatan los Evangelios, podemos intuir el cariño santo que había entre ellos, su espíritu de servicio, su comprensión mutua y su entrega total.
En este ambiente de virtudes humanas y sobrenaturales, Jesús aprendió a trabajar y a ayudar a su familia con generosidad. Siendo Él todopoderoso, obedecía a sus padres humanos (cfr. Lc 2,51), dedicándose a sus deberes ordinarios durante un largo período de vida oculta a los ojos del mundo. Así creció en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (cfr. Lc 2,40), mostrando, sin embargo, que Dios y su plan de salvación ocupaban el centro de su vida, quedando subordinados los demás vínculos humanos, tal como se expresa en la escena de Jesús entre los doctores del Templo (cfr. Lc 2,41-50).
Un “icono de grupo” en la vida de fe
Contemplada de este modo, la Sagrada Familia se convierte en un “icono de grupo” del que irradia una poderosa luz para que todas las familias del mundo puedan encontrar el camino de su realización más plena (cfr. Juan Pablo II, Meditación dominical, 29-XII-1997). Al comenzar su misión redentora en el seno de una familia, Jesús santificó de manera especial esta comunidad humana, convirtiéndola en una escuela insustituible de las virtudes que más ennoblecen al hombre y al cristiano: la fe, la caridad, fortaleza, sencillez, bondad, humildad y laboriosidad.
Como en la Sagrada Familia, la fidelidad conyugal del matrimonio es roca sólida en la que se apoya la confianza de los hijos, en el momento en el que se forjan los cimientos de su personalidad, su inteligencia y su voluntad. Si, además, Cristo es el centro de la vida matrimonial y en la familia reina el espíritu de fe, se origina toda una fuerza de crecimiento en la familia, sostenida por el amor, que ahuyenta el peligro de recluirse en el propio egoísmo, permite afrontar pruebas difíciles y evita el desánimo en la ardua tarea de la educación de los hijos. La formación humana integral es, de este modo, la contribución insustituible que la familia, que es escuela del más rico humanismo (cfr. GS, n. 52), aporta a la sociedad y a la Iglesia. Es la fragua de todas las virtudes sociales y el lugar en el que primero se ejercita la obediencia, la preocupación por los demás, el sentido de la responsabilidad, la comprensión y la ayuda desinteresada.
La familia, iglesia doméstica
Junto a la formación humana está también la formación cristiana. La familia es el primer ámbito en el que se enseña a los niños el camino hacia Dios y en el que se puede aprender a amar y a sentirse amado, no sólo por otras personas sino también, y ante todo, por Dios (cfr. Juan Pablo II, homilía 10-V-1990). Una familia unida a Cristo es miembro social de la Iglesia, una “Iglesia doméstica” (LG, n. 11; FC, n. 21), llamada a recrear la maravillosa experiencia de la Sagrada Familia. Nazaret, en efecto, como señalara el Papa Pablo VI, “es la escuela donde empieza a entenderse la vida de Jesús, es la escuela donde se inicia el conocimiento de su Evangelio. Aquí aprendemos a observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido profundo y misterioso de esta sencilla, humilde y encantadora manifestación del Hijo de Dios entre los hombres. Aquí se aprende incluso, quizá de una manera casi insensible, a imitar esta vida” (Alocución en Nazaret, 5-I-1964).
El desafío educativo
En medio de una fuerte crisis social y cultural en torno a la integridad de la familia, de la que se hace eco el Papa Francisco en su Exhortación Amoris laetitia (cfr. capítulo II), la fiesta de la Sagrada Familia de este año tiene que ser un revulsivo para no bajar la guardia en la educación humana y cristiana de nuestros hijos, de tal manera que en las nuevas generaciones puedan forjarse personalidades armónicas. Se trata de una tarea decisiva para la persona humana, que no puede reducirse a la mera capacitación técnica de los hijos, para que sepan utilizar las realidades que tiene al alcance de la mano, sino que tiene que ayudarles a buscar y a comprometerse con los ideales y modelos de conducta que les hacen superiores al universo entero (cfr. GS n. 14).
De esta manera, en unos momentos en que se advierte una fuerte disociación entre lo que se dice creer y el modo concreto de vivir y comportarse, los hogares cristianos tienen que ser una fuente de luz para la formación de la conciencia moral de los hijos. Una conciencia que, fortalecida por la gracia de Dios, les ayude a seguir fielmente su voluntad, que se nos ha revelado por medio de Jesucristo, y que ha sido sembrada en lo más íntimo del corazón de cada persona (cfr. GS n. 16).
La fiesta de la Sagrada Familia de este año nos recuerda una vez más que es hora de luchar por la familia, ya que de la salud de ésta depende el futuro de la sociedad. Oremos y mostremos también todo nuestro calor humano y nuestra solidaridad con las familias, por desgracia numerosas, en las que, por varios motivos, falta la paz y la armonía.
Antonio Prieto