«Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús»

Carta del obispo de Tenerife, Mons. Bernardo Álvarez, con motivo de los 200 años de la Constitución de la Diócesis de San Cristóbal de La Laguna

Queridos diocesanos:

Con motivo del “Bicentenario de la Constitución de nuestra Diócesis de San Cristóbal de La Laguna”, estamos convocados a celebrar el Jubileo de un Año Santo Diocesano, desde el 21 de diciembre de este año 2019, hasta el 20 de diciembre de 2020, coincidentes ambas fechas con el Domingo IV de Adviento. A lo largo del mismo, peregrinando a la Santa Iglesia Catedral y realizando las necesarias acciones espirituales, se podrá obtener el privilegio de la Indulgencia Plenaria que el Papa Francisco nos ha concedido por medio de la Penitenciaria Apostólica.
La palabra «jubileo» significa fiesta, alegría. Nuestra Diócesis cumple 200 de su Constitución, por eso, la Iglesia Diocesana Nivariense se viste de fiesta, para dar gracias a Dios porque, ciertamente, “el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres”.
Todos estamos invitados a “peregrinar” a nuestra Catedral para celebrar con alegría la obra de la salvación realizada por Dios a lo largo de la historia de nuestra Diócesis y, al mismo tiempo, «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús» (Heb. 12,2), estimular y acrecentar en todos un mayor amor a la Iglesia Diocesana.
La celebración de este Año Santo tiene, también, como objetivo, ayudarnos a tomar conciencia viva del valor de la fe que hemos recibido. Una fe que hemos de proteger y cultivar, vivir y difundir; para lo cual es necesario empeñarnos en seguir cada vez con mayor fidelidad a Jesucristo, y a vivir con plenitud sus preceptos evangélicos. En una palabra, celebramos un Año Santo para comenzar con esperanza firme y grandeza de ánimo -bajo la inspiración y el auxilio de Dios- el tercer siglo de nuestra Diócesis.
A lo largo de este Año Santo Diocesano vamos a manifestar con diversas celebraciones que «Somos Iglesia peregrina de Dios»; y, sin duda, una de las más significativas será Peregrinar comunitariamente a la Catedral, que es la «iglesia principal» de la Diócesis y «madre» de las demás iglesias. Así ponemos de manifiesto lo que decimos en un conocido canto litúrgico:

«Todos nacidos en un solo bautismo, unidos en la misma comunión.
Todos viviendo en una misma casa,
Iglesia peregrina de Dios.
Todos prendidos en una misma suerte,
ligados a la misma salvación.
Somos un cuerpo y Cristo es la Cabeza,
Iglesia peregrina de Dios».

UN «AÑO SANTO» PARA RENOVARNOS
Celebrar el Bicentenario de la Diócesis no es sólo mirar al pasado con gratitud, sino – también- vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza. Es decir, es una ocasión privilegiada para poner a punto nuestra vida cristiana, para afinar nuestra identidad de «discípulos misioneros» de Jesucristo. Es ocasión para afianzar nuestra fidelidad al Señor y participar con renovado ánimo en el futuro de nuestra Diócesis. Cada uno de nosotros está llamado a ser una miembro vivo de la Iglesia y lo que corresponde a cada uno, nada lo puede hacer por él. Como dice el Papa Francisco: «Si falta el ladrillo de nuestra vida cristiana, le falta algo a la belleza de la Iglesia».
Con frecuencia se dice que en la Iglesia hay muchas cosas que cambiar, que la Iglesia debe renovarse, ponerse al día, etc. De hecho, la Iglesia, nos dice el concilio Vaticano II, por la debilidad de sus hijos, está siempre necesitada de purificación y ha de buscar incesantemente su renovación (cf. LG 8). Y también, en el decreto sobre Ecumenismo, afirma: “La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a una reforma permanente de la que ella, como institución terrena y humana, necesita continuamente” (UR 5).
Ahora bien, ¿qué es lo que hay que reformar? Por todos lados se oye preguntar: ¿Qué haría Vd. para cambiar la Iglesia?
Hasta al Papa se lo han preguntado. Y él ya ha dado una primera respuesta. Lo hizo en la Vigilia de Oración de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro:
“Una vez le preguntaron a la Madre Teresa de Calcuta qué era lo que debía cambiar en la Iglesia, y para empezar, ¿por qué pared de la Iglesia empezamos? ¿Por dónde hay que empezar?: ‘Por vos y por mí’, contestó ella. Tenía garra esta mujer. Sabía por dónde había que empezar. Yo también, hoy, le robo la palabra a la Madre Teresa, y te digo ¿empezamos?, ¿por dónde? Por vos y por mí. Cada uno pregúntese, si tengo que empezar por mí, ¿Por dónde empiezo? Cada uno abra su corazón para que Jesús le diga por dónde tiene que empezar” (Papa Francisco).

SENTIDO DEL JUBILEO
Es bajo esta perspectiva, de la necesidad de “nuestra renovación personal”, que se entiende más plenamente el significado del JUBILEO de este Año Santo. Sí, se trata de alegría y acción de gracias, especialmente, porque se nos ofrece la oportunidad de abandonar los caminos equivocados, de poner orden en nuestra vida, de curar las heridas y secuelas de va dejando en nosotros la mala vida que hemos llevado…, es pedir: “Oh Dios restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. No nos alejaremos de Ti, danos vida para que invoquemos tu nombre” (Salmo 79).
Se nos ofrece, por tanto, un tiempo de renovación y conversión, que implica necesariamente dos actitudes operativas: el arrepentimiento como consecuencia de haber tomado conciencia de nuestra condición de pecadores y el retorno a Dios con la firme voluntad de guardar sus mandamientos. Tenemos que destruir los ídolos que hemos puesto en lugar de Dios y darle el lugar que le corresponde en nuestro corazón. El Año Santo debe despertar en nuestra conciencia la necesidad que tenemos de Dios e impulsarnos a buscarle con alma, corazón y vida. Celebramos un «Año Santo para ser más santos».
La celebración de los «años jubilares» se remonta al Pueblo de Israel en el Antiguo Testamento, donde ya tenía el significado de celebrar el perdón de Dios y de renovación de la fe en Él. Es la alegría que viene de la fe y de saber que Dios es siempre fiel en su amor hacia nosotros y nunca nos abandona al poder del pecado, sino que compadecido tiende la mano a todos. Un año jubilar es, por así decir, hacer «borrón y cuenta nueva» porque Dios nos ama, nos perdona, nos regenera y con su salvación nos devuelve la alegría.
Para la Iglesia católica, el Jubileo es un gran suceso religioso. Es el año del perdón y de la remisión de las penas por los pecados, es el año de la reconciliación entre los adversarios, de la conversión y del sacramento de la reconciliación o de la penitencia y, en consecuencia, de la solidaridad, de la esperanza, de la justicia, del empeño por servir a Dios en el gozo y la paz con los hermanos.
Personalmente, para cada uno, el Jubileo de este Año Santo puede ser una experiencia de la misericordia de Dios en su vida y la comprobación de la capacidad de cambio que tiene la persona cuando corresponde, consciente y libremente, a la gracia divina. Cuando una persona está a punto de morir en un accidente o por una enfermedad grave, pero felizmente sobrevive y se salva, se suele decir que «volvió a nacer». Pues bien, el Año Jubilar es un acontecimiento de salvación porque nos permite liberarnos de esos pecados y enfermedades espirituales que ponen en peligro nuestra vida cristiana. Con la gracia de Dios podemos ser espiritualmente curados, renacer y recuperar la frescura de una fe viva.
El «Bicentenario de la Diócesis» es una pro-vocación a renovar nuestra vida cristiana, que es a lo que nos llama el Señor con la proclamación de este Año Santo. Por medio de la Iglesia, nuestro Padre Dios, que no quiere que nadie se pierda, nos ofrece un año de gracia y de perdón, para que nosotros, reconociendo nuestra miseria espiritual y moral, nos volvamos hacia Él. Es la oportunidad, en fin, de ser renovados y rejuvenecidos por el Espíritu Santo.
Con el Jubileo del Año Santo Diocesano, una vez más, se cumplen entre nosotros las palabras de la Virgen María en el Magnificat: «su misericordia llega a sus fieles de generación en generación». En efecto, con ocasión de esta efemérides, Dios Misericordioso nos ofrece, como pueblo suyo, un tiempo de gracia y reconciliación. El Padre nos alienta en Cristo para que volvamos constantemente a Él, obedeciendo más plenamente al Espíritu Santo y nos entreguemos al servicio de todos los hombres (cf. Pref. Plegaria de la Reconciliación I).

LOS SIGNOS DEL AÑO JUBILAR
Peregrinación a la Catedral. Todos estamos invitados a visitar la Catedral, no como turistas, sino como peregrinos. Peregrinar es avanzar a través de un camino, hacia una meta. Nuestra vida en este mundo es sólo un paso hacia la eternidad. La vida es como un puente que tenemos que atravesar. En este mundo vivimos como quien va de paso.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos recuerda que “caminamos como peregrinos hacia la Jerusalén Celestial” (Catecismo, 1198) y señala que las peregrinaciones evocan nuestro caminar por la tierra hacia el cielo” (Catecismo, 2691). Es decir, nuestra vida, desde que nacemos hasta que morimos es una peregrinación de fe. Como dice San Pablo: “Caminamos hacia Dios, sin verlo, guiados por la fe” (2Cor. 5,6). Y en la liturgia de la Misa pedimos: “Y, cuando termine nuestra peregrinación por este mundo, recíbenos también a nosotros en tu Reino, donde esperamos gozar de la plenitud eterna de tu gloria” (Plegaria Eucarística V). La peregrinación evoca el camino personal del creyente siguiendo las huellas de Cristo: es ejercicio de ascesis laboriosa, de arrepentimiento por las debilidades humanas, de constante vigilancia de la propia fragilidad y de preparación interior a la conversión del corazón.
La puerta de los peregrinos. La peregrinación va acompañada del signo de la «puerta» de entrada de los peregrinos, que abrimos solemnemente al comienzo del Año Santo. Atravesar la “puerta de los peregrinos” es signo del paso que cada cristiano está llamado a dar: pasar del pecado a la gracia. Jesús dijo: «Yo soy la puerta» (Jn 10, 7), para indicar que nadie puede tener acceso al Padre sino a través suyo. Hay un solo acceso que abre de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios: este acceso es Jesús, única y absoluta vía de salvación. Es la Palabra que nos guía en el camino de la vida, la mano que Dios tiende a los pecadores, el camino que nos conduce a la paz.
La indicación de la «puerta de los peregrinos» recuerda la responsabilidad de cada creyente al cruzar su umbral para entrar al templo. El gesto concreto de pasar por aquella «puerta» significa confesar que Cristo Jesús es el Señor, [el camino que nos conduce a Dios Padre, la verdad que nos hace libres y la vida que nos colma de alegría], fortaleciendo la fe en Él para vivir la vida nueva que nos ha dado.
Es una decisión que supone la libertad de elegir y, al mismo tiempo, el valor de dejar algo, sabiendo que así se alcanza la vida divina. Atravesar la puerta es tomarse en serio lo que dice el Salmo 15:

Señor, ¿quién puede entrar en tu casa
y habitar en tu monte santo?
El que procede honradamente
y practica la justicia;
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua;
el que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino;
el que rechaza la maldad
y honra a los que temen al Señor;
el que cumple lo que prometió
aún en daño propio;
el que no presta dinero a usura
ni acepta sobornos.
El que así obra nunca fallará.

Los sacramentos. Decía Juan Pablo II, al convocar el Jubileo del Año 2000, “Culmen del Jubileo es el encuentro con Dios Padre por medio de Cristo Salvador, presente en su Iglesia, especialmente en sus Sacramentos. Por esto, todo el camino jubilar, preparado por la peregrinación, tiene como punto de partida y de llegada la celebración del sacramento de la Penitencia y de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, nuestra paz y nuestra reconciliación: éste es el encuentro transformador que abre al don de la indulgencia para uno mismo y para los demás”.
Obras de misericordia o caridad. Uno se los aspectos del Jubileo de Año Santo, que ya estaba presente en tiempos del Antiguo Testamento, era el restablecimiento de la justicia que había sido dañada y la ayuda a los empobrecidos y necesitados. A este respecto decía Juan Pablo II: «Las riquezas de la creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de ese modo al restablecimiento de esta justicia social» (Tercer milenio adveniente, n.13).
Por eso, el amor fraterno y solidario, propio de una vida auténticamente cristiana, debe ser una de las expresiones más significativas de nuestra vivencia del Año Jubilar. En este sentido se pueden poner en práctica diversas obras de misericordia:
• Visitar periódicamente, durante un tiempo conveniente, a hermanos necesitados o que atraviesan dificultades (enfermos, presos, ancianos solos, discapacitados, personas dependientes, etc.), “como quien hace una peregrinación” hacia Cristo presente en ellos.
• Apoyar con un donativo significativo obras de carácter religioso o social (en favor de la infancia abandonada, de la juventud en dificultad, de los ancianos necesitados, de quienes están en paro, de los inmigrantes, etc).
• Dedicar una parte conveniente del propio tiempo libre a actividades útiles para la comunidad u otras formas similares de sacrificio personal. Incorporarse como voluntario en proyectos de Cáritas u otras organizaciones que se preocupan por la atención a las personas necesitadas.

EL DON DE LA INDULGENCIA PLENARIA
La “indulgencia” consiste en la reconciliación o perdón abundante y generoso, derramado sobre los que se convierten e imploran la remisión total de sus culpas y la restauración de sus vidas y personas. Como nos enseña la Iglesia, en el pecador reconciliado permanecen algunas consecuencias del pecado, que necesitan curación y purificación, para que las secuelas del mal no le arrastren de nuevo a la desobediencia de los mandamientos del Señor.
En este ámbito adquiere relevancia “la indulgencia”, se restañan las heridas (tendencias hacia el mal) que los pecados cometidos dejan en nosotros y nos libera de lo que llamamos “pena temporal”. La purificación que nos reporta “la indulgencia” nos dispone a perseverar en la comunión con Dios y nos deja más dispuestos al bien y más libres para realizarlo. Es algo así como hacer unos “ejercicios de rehabilitación espiritual”.
Cualquier «indulgencia» que, con su autoridad, concede el Papa a los fieles, es un verdadero tiempo de gracia y salvación que Dios nos otorga, pues forma parte del «poder de las llaves» que el Señor concedió a Pedro y sus sucesores: «lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt. 16, 19).
Por tanto, aquí se cumple lo que nos promete el Señor por boca de San Pablo: «En el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé. Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación» (2Cor. 6,2). Haciendo mías las palabras del propio San Pablo, les digo: «como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! (2Cor. 5, 20).
Para vivir plenamente “este año de gracia del Señor” la Iglesia, que es la depositaria de la gracia de Cristo, nos concede esta especial “Indulgencia Plenaria”, y fija las condiciones para recibirla:
1) Excluir del corazón cualquier apego al pecado. Es bueno renovar las renuncias a Satanás, a sus seducciones y a sus obras.
2) Confesarse y comulgar, el mismo día o unos días antes o después de realizar la peregrinación.
3) Peregrinar durante el tiempo del Jubileo del Año Santo, comunitaria o individualmente, a la Santa Iglesia Catedral, con la intención de ganar la indulgencia, entrando por la “puerta de los peregrinos” y participando en alguna celebración litúrgica o, al menos, dediquen un prudente espacio de tiempo a alguna meditación piadosa, finalizando con el rezo del Padrenuestro e invocando a la Santísima Virgen María.
4) Profesar la fe, rezando el credo y hacer una oración por el Papa y sus intenciones.
5) Aunque el don de la Indulgencia Plenaria puede recibirse privadamente, es más expresivo eclesialmente participar comunitariamente en peregrinación. Por ello, es aconsejable la participación en la Misa del Peregrino que se celebra en la Catedral todos los días a la una de la tarde.
6) Compromiso concreto de realizar algunas obras de caridad y de penitencia. Una buena forma o disposición personal sería abandonar cosas superfluas y vivir más austeramente en beneficio de los pobres, dedicar parte de nuestro tiempo practicando las obras de misericordia, etc.
Realizando estos pasos, necesarios para obtener personalmente el don de la Indulgencia Plenaria, expresamos nuestra voluntad de seguir a Cristo, apartándonos del pecado y sirviéndole con santidad y justicia. Como rezamos en el Salmo 50, debemos querer y pedir con perseverancia: «Oh Dios crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu Santo Espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso».

UN AÑO JUBILAR CON PROYECCIÓN EN EL FUTURO
El Año Jubilar no es un paréntesis en la vida de nuestra Iglesia Diocesana, ni es un mero evento para hacer cosas diferentes, novedosas o llamativas. Por el contrario, debemos verlo como un tiempo fuerte y privilegiado de presencia del Señor, de trabajo interior que ayude a revisar, purificar y potenciar la vida de la Iglesia diocesana. Por eso es muy conveniente volver a experimentar la misericordia de Dios a través de este “año de gracia” que ha de vivirse como una intensa experiencia cristiana de renovación, personal y comunitaria, parroquial y diocesana.
La celebración del Año Santo, al que estamos convocados todos los que formamos la Diócesis Nivariense, es una respuesta adecuada para esta hora de la Iglesia y de la sociedad, en la que se nos exige una renovación espiritual y moral profunda, para ser más eficazmente sacramento o signo de la íntima unión con Dios y de unidad de todos los hombres.
Para conseguirlo haremos bien en guiarnos por la exhortación que nos ofrece la Palabra de Dios en la segunda carta de San Pedro: «Poned todo empeño en añadir a vuestra fe la virtud, a la virtud el criterio, al criterio el dominio propio, al dominio propio la constancia, a la constancia la piedad, a la piedad el cariño fraterno, al cariño fraterno el amor. Estas cualidades, si las poseéis y van creciendo, impiden ser remisos e improductivos en la adquisición del conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. El que no las tiene es un cegato miope que ha echado en olvido la purificación de sus antiguos pecados. Por eso, hermanos, poned cada vez más ahínco en ir ratificando vuestro llamamiento y elección. Si lo hacéis así, no fallaréis nunca, y os abrirán de par en par las puertas del reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2Pe. 5,1-11).
Para que la gracia del Año Santo no caiga en saco roto, tenemos que acudir a la Santa Iglesia Catedral con la necesaria disposición interior: Ir con el corazón arrepentido y regresar después a casa, a nuestros quehaceres y trabajos, a nuestras parroquias y comunidades, con el corazón renovado por la gracia de Dios, con la certeza de haber recibido amor de Cristo y el gozo de ser sus discípulos.
Así será un año de renovación espiritual y en cada uno se realizará la salvación obrada por Cristo, que se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad y nos enseñó a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, llevando a partir de ahora una vida sobria, honrada y religiosa (cf. Tit. 2,11-14).

UN AÑO JUBILAR PARA TODOS
La proclamación del Año Santo es una buena noticia para toda la Diócesis, “es como la invitación a una fiesta de boda”, decía Juan Pablo II, pues se trata del anuncio del “Año de Gracia del Señor”, algo que nos interesa a todos personalmente. La gracia de Dios no sólo perdona los pecados, sino que sana hasta la raíz misma del pecado y penetra en el corazón, lo transforma y nos da la libertad de los hijos de Dios.
Que nadie se sienta excluido o piense que esto no tiene que ver con él. De todos los lugares de la diócesis debemos peregrinar a la Santa Iglesia Catedral para orar por el Papa y la Iglesia Universal, también, por el Obispo y la Iglesia diocesana, así como para obtener las gracias y beneficios espirituales que en forma de Indulgencia Plenaria el Santo Padre nos concede para esta ocasión.
Nos acogemos a la protección del Santo Hermano Pedro, de San José de Anchieta y de los Beatos Mártires de Tazacorte. Que el ejemplo de sus vidas nos estimule en el seguimiento del Señor y que nos ayuden con su intercesión para ser como ellos, verdaderos discípulos misioneros en el mundo que nos ha tocado vivir.
Ponemos, también, nuestra mirada en la Virgen María, que nos acompaña siempre en nuestro camino y que, con su intercesión, ha sido y es siempre para nosotros verdadera Señora de los Remedios y Patrona de Nuestra Diócesis. No dejemos de confiar en Ella, procuremos conocerla mejor como modelo de vida cristiana e invocarla como Madre de nuestra reconciliación: «ruega por nosotros pecadores».
Con el deseo de que quienes participen en este Año Santo del Bicentenario de la Diócesis lo hagan con fe y amor, «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús» (Heb. 12,2), con un profundo deseo de renovación y con un corazón disponible a la voluntad de Dios.

De todo corazón les bendice,

† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense

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