Ser de nuevo un foco de amor en este mundo enfermo

Homilía en la Eucaristía en la S.I Catedral, presidida por la cruz de Lampedusa que durante el mes de noviembre recorre la Diócesis, el 17 de noviembre, III Jornada Mundial de los Pobres.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Santo Pueblo de Dios;

queridos sacerdotes concelebrantes;

saludo especialmente a D. Manuel Velázquez, que nos acompaña hoy y que es el Delegado diocesano de la Pastoral de Migración;

queridos hermanos y amigos todos:

El Evangelio de hoy nos habla del mal, de la presencia del mal en la historia. Ese mal que desde el comienzo de los relatos bíblicos, en el mismo libro del Génesis, en los primeros capítulos, nos recuerda que desde el comienzo de la historia los hombres hemos hecho mal uso de nuestra libertad y hemos perdido la vida –de algún modo– para la que Dios nos había creado que era una vida de fraternidad, de hermanos entre nosotros, hijos de Dios, amigos de Dios y compañeros en el camino de la vida, repartiendo y compartiendo unos con otros los bienes que el Señor nos da. Desde entonces, desde el principio, la historia ha sido así. Incluso en la historia del Pueblo de Israel, donde el Señor fue educando y preparándose a los hombres, lee uno el Antiguo Testamento y aquello está lleno de sangre, de muerte, de las pasiones humanas, desde la avaricia, la envidia, la lujuria…Y sin embargo, lo que nos enseña el Antiguo Testamento por encima y por delante de cualquier otra cosa es que Dios no se rinde, que Dios no deja de amar al hombre; que a pesar de todas las pequeñeces y las miserias de nuestro corazón, el Señor no deja de ser fiel a Su Alianza con el hombre. Y no deja de ser fiel a Su Promesa de salvación para el que quiera abrir sus ojos y abrir su corazón a Dios. Esta historia culmina en la Encarnación del Hijo de Dios. Y el Hijo de Dios, que asume nuestra pequeñez –es lo que celebramos en la Navidad-; que viene a compartir nuestra condición humana, Dios mismo viene a compartir nuestra condición humana, consuma esa alianza en la cruz, que es a la vez el supremo gesto de amor de Dios por nosotros. La verdadera liberación del poder de la muerte y del pecado donde el Señor ha destruido al pecado y a la muerte, al mal en todas sus formas. Que sigue estando presente en la historia, pero que ya no tiene la última palabra, ni lucha en condiciones de igual a igual con Dios. El Amor de Dios ha vencido ya, ha vencido en Jesucristo y quiera Dios que venza en nosotros que hemos conocido a Jesucristo. Y quiera Dios que pueda vencer en el mundo.

Me diréis: “pero no todos los males que hay en la historia vienen de la libertad humana y del pecado…”. Es cierto. Pienso en los tsunamis, o en las catástrofes naturales, en los terremotos, de las que también habla el Evangelio, pero también es verdad que hay algo ahí que nos tendría que hacer pensar. Y es que hasta el siglo XVIII eso nunca ha sido una catástrofe natural, nunca ha sido un motivo para alejarse de Dios. Y aún hoy en los pueblos que viven fuera de los espacios de la modernidad, al contrario, cuando hubo los últimos terremotos de Haití la respuesta del pueblo haitiano en su gran mayoría fue acercarse a Dios, rezar, pedir misericordia. Y es lo contrario casi de lo que hacemos aquí. Aquí sucede cualquier cosa y siempre inmediatamente tenemos que pensar a quién le echamos las culpas. Si sale mal una operación por lo que sea, y a veces llamamos cruces a cosas que no son cruces. El envejecer no es una cruz. El envejecer es parte de nuestra naturaleza humana. Igual que el morir es parte de nuestra naturaleza humana, de nuestra condición humana. Yo sé que la pregunta del hombre moderno puede resumirse de la manera más aguda, más punzante, de la manera que lo hacía el pensador judío que después de la II Segunda Guerra Mundial se preguntaba “¿y dónde estaba Dios en Auschwitz?”. Y la respuesta es que estaba en Auschwitz, es decir, que estaba en las víctimas.

¿Por qué esa diferente entre los pueblo que no están expuestos a la modernidad? O entre los hombres de la Edad Antigua o de otros momentos de la historia; entre los hombres que no han sido tocados por el capitalismo y la economía política de la que ha nacido el capitalismo (la cultura de la avaricia si queréis. O como diría Elliot “la cultura del dinero, la lujuria y el poder”, como dioses que han sustituido al Dios verdadero). Para esos otros ámbitos que no están tocados por el mal de esta cultura, Dios está en todas partes. Nos lo decía el Catecismo, sólo que los mismos cristianos lo hemos olvidado. “¿Dónde está Dios? – decía el Catecismo– En el cielo, en la tierra y en todas partes”. Está en nosotros. Está en las cosas. No hay nada que esté fuera de Dios. Estamos hechos de Dios. Y si nuestra mirada fuera transparente y no estuviese herida por siglos y siglos y siglos de historia de pecado, morir tampoco sería ninguna desgracia.

Pensad en un viajero que va al bosque, que tiene su casa, y su hogar, y que se pierde o que le pilla la niebla y que no encuentra el camino para volver, y que luego llega a casa. ¿Vosotros creéis que esa persona se sentiría triste por llegar a casa? Y si el cielo es el hogar al que llegamos, por qué nos duele tanto el pensar en la proximidad de la muerte o en el hecho mismo de la muerte. Si es volver a nuestro origen, si es volver a alguien, a los brazos abiertos del Amor que nos ha creado – en primer lugar– y que no ha dejado nunca de estar con nosotros, y no sólo con nosotros, sino en nosotros. Si el Señor nos diera ganar de nuevo esa perspectiva de que Dios no está fuera del mundo, ni fuera de la creación, sino que está en toda la creación. O mejor, Él está en toda la creación y toda la creación está en Él. Aunque Él trascienda infinitamente, Su Amor es más que la suma de todo el amor humano que puede darse en los ocho mil millones de hombres y mujeres que formamos este mundo, y de los millones de hombres y mujeres que han formado la historia. Todo ese amor no es más que un puntito al lado de la infinitud del amor de Dios, de la misma manera que es el Dios Creador de las galaxias y de los cielos.

¡Dios santo! Si te pudiéramos ver así, si viviéramos dentro de Ti con la conciencia de que estamos siempre dentro de Ti y de que sólo el mal representa una herida en este “vestido tuyo” que es la Creación, que somos nosotros. Criaturas de Tu Amor, creados por amor, por amor a cada uno de nosotros. No como las especies. Se puede decir Dios ama la creación, y Dios ama todo en la creación sin duda, pero a cada uno de nosotros nos ha llamado por su nombre. El Evangelio dice “hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”. Pero el mal más importante, el que más daño nos hace, que brota claramente también de nuestra falta de visión, pero que brota de la libertad humana, es el que brota del pecado. Del pecado brotan las guerras, de las luchas de poder de los hombres; del pecado brotan los campos de concentración; del pecado brotan las terribles diferencias que nuestra economía aparentemente científica, y aparentemente –como piensan algunos y dicen algunos- “la mejor que ha habido nunca en la historia”… nunca los pobres han sido tan pobres, nunca la diferencia entre los ricos y los pobres ha sido tan grade. Eso nace de un pecado; de un pecado colectivo del que ni siquiera a lo mejor tenemos una culpa consciente. Pero de una situación de pecado en la que vivimos, en la que nos acomodamos a vivir.

Cuando uno piensa, y si ha tenido ocasión de verlo alguna vez, que hay pueblos… y pongo dos ejemplos de los que yo he vivido en mi vida, y por lo tanto conozco y que las tenemos muy cerca. Basta acercarse a algunos barrios de nuestra ciudad y podemos ver no exactamente lo mismo pero cosas parecidas. Niños que mueren de colitis por deshidratación, porque no hay suero para darles y los padres no saben, sólo saben que el niño se está muriendo pero no saben que bastaría con darles de beber, o no hay agua para darles de beber. O poblaciones enteras de miles de personas que viven sin agua, sin electricidad, y que tienen, sin embargo, en la mirada, en el fondo de su pobreza, una paz y una alegría que nosotros luchamos y luchamos a base de comprar cosas para conseguir y no conseguimos nunca.

¡Dios santo! No se trata de pensar en el mundo y decir cómo vamos a resolver nosotros si yo casi no llego a resolver las cosas que hay en mi familia y las dificultades que tengo con mi familia, y lo difícil que es vivir en nuestro mundo, cómo voy a preocuparme del mundo entero. ¿Qué os parecería si empezamos por pensar una vez a la semana o al día en ayudar a alguien que tengamos cerca? Tal vez cerca de nosotros hay una familia que no llega a fin de mes y se le puede dar un paseíto por el Mercadona o abrirle el camino hacía el economato y dejarle unos tetra briks de leche en la puerta de su casa sin decir nada; o hay alguien que vive solo y que tiene muchos años, y que se repite siempre, y siempre te cuenta las mismas historias pero lo que necesita es que le escuchen.

Me hablaban no hace mucho de un país donde la gente quería que les ingresasen en la cárcel para tener a alguien con quien hablar. A esos extremos llegamos. Eso son formas de pobreza. (…) Cantábamos “el Señor llega a regir el mundo con justicia”, y a lo mejor no somos responsables de esa soledad, no es culpa nuestra, no conocemos a esa persona o a esa familia. Los tenemos cerca. Vivir con los ojos abiertos. Empezar a interesarse por la pobreza que tenemos más cerca de nosotros, sea del tipo que sea. AbrirLe al Señor el corazón para que Él haga florecer en ese corazón el amor que es nuestra verdadera vocación, que es nuestro verdadero ser, que es realmente nuestro ser imagen de Dios. Es lo que nos hace imagen de Dios; que crezca en nosotros; que pueda crecer y si le vamos sacando gusto a esos gestos de amor, tal vez acabemos viviendo en el amor, que es vivir en la verdad. Porque cuando no vivimos en el amor por muy atareados que estemos por nuestras cosas, por nuestros intereses, por las cosas que nos parecen más importantes o más urgentes y que nos reclaman constantemente… ¿Sabéis a quien obedecemos más que a nada en el mundo todos nosotros que estamos aquí? (…) Obedecemos a Vodafone, a Movistar, al móvil (…).

¿Sabéis cuál es la verdadera medicina? (…) ¿Cómo se cambia el mundo? Abriendo nuestro corazón al amor del Señor y dejando que el amor verdaderamente florezca. Y como estamos hechos para el amor y es más bonito amar que odiar; es más bonita la vida cuando amamos que cuando no amamos, si dejamos que crezca el amor y le vamos sacando gusto, si vamos sembrando el mundo de amor… a lo mejor, al lado mío hay tres metros de tierra liberada; tres metros donde no hacen falta pateras, donde mis brazos están abiertos, donde yo puedo amar a la persona que tengo delante y a quien me encuentro sea quien sea. Interesarme por ella. Tocar. Como dice el Santo Padre, tocar al mendigo, tocar al pobre. Y yo sé que hay mendigos que viven de la mendicidad (…) no podemos escandalizarnos ante nadie. Todos estamos llamados a ser hijos de Dios. Y todos estamos llamados a vivir de la única manera que es digna, de la dignidad que ha puesto en el corazón de cada uno de vosotros y del mío, y es amar. ¿Y la vida para qué es? ¿Y el tiempo que el Señor nos ha dado para vivirla? Para aprender a amar. Para aprender a querernos más y a sentir al más necesitado como el más prójimo, como el más cercano, como el hijo predilecto de la Iglesia. Tendríamos muchos menos documentos que hacer, muchas menos cosas complicadas de las que predicar y explicar si fuese claro que para nosotros, para los cristianos, un pobre, un necesitado, una persona sola, una persona enferma, es siempre el más querido. Porque es siempre la imagen más clara de Cristo sufriente, que ha dado su vida por nosotros. (…)

La única respuesta que tiene este mundo tan enfermo es ésta: que crezca de nuevo un foco de amor. Ésa fue la explosión del cristianismo en los primeros siglos. Y ésa puede volver. Necesita el mundo que sea de nuevo hoy, entre nosotros.

Que el Señor nos ayude. Que la Virgen interceda por nosotros y nos ayude a vivir así.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

S.I Catedral de Granada

17 de noviembre de 2019

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