
El comentario de este domingo se sale de la rutina habitual. En este domingo la liturgia concede al presidente de la celebración la atribución de poder elegir las lecturas más convenientes para este domingo que coincide con la conmemoración de todos los fieles difuntos.
El elogio del Martirologio Romano comenta la memoria de los fieles difuntos del modo siguiente: «La santa Madre Iglesia, después de su solicitud para celebrar con las debidas alabanzas la dicha de todos sus hijos bienaventurados en el cielo, se interesa ante el Señor en favor de las almas de cuantos nos precedieron con el signo de la fe y duermen en la esperanza de la resurrección, y por todos los difuntos desde el principio del mundo, cuya fe solo Dios conoce, para que, purificados de toda mancha de pecado y asociados a los ciudadanos celestes, puedan gozar de la visión de la felicidad eterna» (Calendario litúrgico-pastoral 329).
Son fechas, tanto la solemnidad de todos los santos como la conmemoración de los fieles difuntos, de una gran emotividad por el recuerdo de nuestros seres queridos. Son días para orar más intensamente por nuestros difuntos, visitar el camposanto y hacer memoria agradecida de sus vidas. A estas acciones y gestos, que cada día se van difuminando en una sociedad atolondrada, la Iglesia le concede una importancia especial que supera lo humano para asentarse en la trascendencia en ese abrazo perfecto de la comunión de los santos donde la Eucaristía es sala de estar y punto de encuentro de la Iglesia peregrina con la Iglesia purgante y triunfante. La madre Iglesia concede la indulgencia plenaria aplicable a las almas del purgatorio a los que, elevando a Dios su recuerdo agradecido por las personas amadas, interceden y oran por los difuntos.
En mi niñez escuché con mucha atención las meditaciones sobre los novísimos predicadas en el oratorio de la Escuela de Cristo de san Felipe Neri. Allí escuché esta frase que tanto me ha ayudado: «nadie ama tanto la vida como el que tiene conciencia de que va a morir». En efecto, muchos conflictos y “neuras” desaparecerían si tuviéramos conciencia de que hemos de dar cuentas a Dios en cualquier momento.
Vivir, en efecto, supone “ir muriendo todos los días”. Así se renuevan y nacen nuestras células, cambia nuestra mentalidad, pero solo Dios, en palabras de santa Teresa de Jesús, «no se muda ni se cambia».
El amor sobrepasa en verdad la limitación de lo humano: «amar a una persona es decirle tú jamás morirás» (Gabriel Marcel). El amor trasciende, por tanto, los reducidos límites espacio-temporales. Además, el creyente vive en la certeza de que Dios, en su paternidad/maternidad, no «abandona jamás la obra de sus manos» (Salmo 138,8).
Manuel Pozo Oller
Párroco de Montserrat

 
                                    
