Lecturas: Hch 2,1-11. Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30.31 y 34.
Rom 8,8-17 y Jn 14, 15-16.23b-26
Homilía
En la mañana solemne de Pentecostés, en el entorno único de estas marismas de Doñana, justamente en el mismo día de la Coronación Canónica de la Virgen del Rocío hace 106 años, celebramos el Santo Sacrificio de la Misa, la acción más sagrada y sublime que los hombres pueden ofrecer a Dios en la tierra. Como dijera San Juan Pablo II, que pisó estas arenas, “La mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor” (Enc. Ecclesia de Eucharistia, 1). Hemos empezado rogado a Dios en la oración colecta: “no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”.
En el Evangelio proclamado, Jesús dice: “Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros” (Jn 14, 16). El Señor cumple su promesa. Hoy, somos nosotros, la Iglesia, la comunidad de los discípulos del Resucitado, unidos en torno a la Virgen del Rocío, los que pedimos recibir el don del Espíritu en esta aldea almonteña, que se convierte en un nuevo cenáculo.
En un documento que se custodia en el archivo del Obispado de Huelva, el primer Obispo de nuestra Diócesis, Monseñor Pedro Cantero Cuadrado, escribía el 9 de enero de 1962 a un ilustre político de la época: «Estamos dando los primeros pasos para la construcción de la nueva ermita del Rocío. Empiezan a surgir algunas dificultades, como es natural, ya que la realidad es siempre resistencia. Encomendamos a la Blanca Paloma esta nueva obra para Su mayor devoción y glorificación en nuestra querida Andalucía y en España». Sí, habla de dificultades y resistencias en aquella empresa. Éstas bien pueden revelar otra arraigada realidad espiritual presente en todos los tiempos; cual es que, por desgracia, la cercanía y presencia de Dios en el hombre y en el mundo, que nos brinda el don del Espíritu Santo, siempre encuentra resistencia y oposición en nuestra realidad humana.
La resistencia al Espíritu Santo se convierte en rebelión en el terreno moral, porque cada persona puede vivir, como hemos escuchado en la epístola de San Pablo, según la carne, y “los que están en la carne no pueden agradar a Dios” (Rom 8, 8); o la otra opción es “dejándose llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rom 8, 14). En el corazón humano se da esta división: “la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne; efectivamente, hay entre ellos un antagonismo tal que no hacéis lo que quisierais” (Gál 5,17). (Cf. San Juan Pablo II, carta encíclica Dominum et Vivificantem, 55 ss)
Como sigue escribiendo el Apóstol: “las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje … enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo”. (Gal. 5, 19-21a). Y a estas obras se contrapone “el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gal 5, 22).
Estos textos de San Pablo nos permiten conocer y sentir vivamente la fuerza de esa lucha, que tiene lugar en el corazón de cada persona; la cual o bien se abre a la acción del Espíritu Santo, o la resiste, oponiéndose a su don salvífico.
Por desgracia, la resistencia al Espíritu Santo, que tiene lugar en el interior de cada uno, encuentra en las diversas épocas históricas, también en la nuestra, sus manifestaciones externas, tales como las guerras, con la consiguiente carrera armamentista de nuevo reactivada; persistencia de la indigencia y el hambre en extensas regiones del planeta; indiferencia ante los derechos de inmigrantes y refugiados; corrupción en la vida pública; conflictos irresolubles; desprecio de la vida desde el seno materno hasta sus últimos momentos, propiciado cada vez más por iniciativas legislativas que, como ha dicho nuestro Papa León, “invocando la libertad no para dar vida, sino para quitarla; no para proteger, sino para herir” (León, Homilía inicio de su pontificado, 1-6-25); y tantas otras causas de sufrimiento y muerte que se podrían seguir agregando.
Sin embargo, es necesario tomar conciencia y señalar que también existen y se expresan a nuestro alrededor las “apetencias del espíritu”: tantos esfuerzos y sacrificios, a veces, heroicos en la búsqueda de la verdad, la paz, la justicia, la libertad y la solidaridad entre las personas y los pueblos; el amor total, fiel y fecundo en tantos matrimonios, que se irradia en las familias entre padres, hijos y abuelos; la preocupación y el cuidado de los enfermos, los débiles, los niños, los inmigrantes, los ancianos, los exiliados, los refugiados, los pobres, los presos. También, aquí la lista se podría alargar.
En cualquier caso, independientemente del grado de esperanza o de desesperación, de ilusiones o de desengaños que se derivan de las situaciones culturales, sociales, políticas y económicas de nuestros días, siempre queda asegurada la esperanza cristiana, porque el Espíritu Santo se ha revelado, sobre todo, como el que da la vida. Dice San Pablo “Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8, 11). Y, ahora, Dios uno y trino, al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias.
La Iglesia celebra en esta solemnidad de Pentecostés el Día de la Acción Católica y Apostolado Seglar. “Testigos de esperanza en el mundo” es el lema propuesto para la Jornada de este año. Con la alegría que los rocieros mostramos cuando peregrinamos a este Santuario Nacional de la Virgen del Rocío, debemos ser fermento de esperanza. Una esperanza que tiene un nombre, Jesús. Aquel a quien María Santísima del Rocío nos ofrece entre sus benditas manos, Aquel a quien Ella misma nos lleva con su mirada. Con palabras de nuestro Papa León: “Nosotros queremos decirle al mundo, con humildad y alegría: ¡miren a Cristo! ¡Acérquense a Él! ¡Acojan su Palabra que ilumina y consuela! Escuchen su propuesta de amor para formar su única familia: en el único Cristo nosotros somos uno» (Homilía en el Inicio Ministerio Petrino, 18-5-2025).
Con la Virgen, nuestra Madre, abrimos nuestras almas al don divino del Espíritu Santo. Y con los gozos que el pueblo de Almonte ha cantado siempre a su Patrona, decimos:
«Sois María la Esperanza,
y el consuelo del mortal,
y por Vos viene a las almas
el Rocío celestial».
Virgen Santísima, que el Espíritu Santo descienda sobre nosotros y renueve la faz de la tierra. Amén.
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