Cualquier análisis a vuelapluma del legado del papa Francisco en estos momentos, tan dolorosamente cercanos a su desaparición, conlleva el riesgo de carecer de perspectiva que sólo puede dar el paso del tiempo. No hay que irse muy lejos: el pontificado de san Pablo VI, por ejemplo, tan ennegrecido por el humo de Satanás que se había colado por alguna grieta de la Iglesia de sus últimos meses, sólo ha obtenido el reconocimiento merecido a quien clausuró el Concilio Vaticano II conforme nos alejamos de las contingencias de aquellos dramáticos momentos.
El tiempo que le ha tocado vivir a Francisco como sucesor de Pedro también lo es. Y sólo el distanciamiento temporal nos permitirá calibrar en sus justos términos su acción pastoral. Pero, de entrada, no erraríamos mucho si consideramos a Bergoglio como el Papa de las nuevas fronteras, casi al estilo kennediano que puso al primer hombre en la Luna en el plazo de una década, la prodigiosa en muchos sentidos de los años 60 del pasado siglo.
Francisco ha empujado las fronteras eclesiales y ha redefinido el retrato del “santo y fiel pueblo de Dios en camino” que forman los cristianos para adecuarlo de manera mucho más ajustada al rostro verdadero de la Iglesia Católica: africano, asiático, femenino, pobre… No hay más que echar un vistazo al listado de naciones que ha visitado o al estadillo de cardenales que ha creado para advertir que ha ampliado enormemente la idea de la catolicidad hasta llevarla a las periferias del mundo, por usar una expresión tan cara al romano pontífice.
Probablemente, aunque esto tendrá que confirmarse con el tiempo, Francisco ha sentado las bases de la futura Iglesia para los próximos treinta o cuarenta años en uno de esos virajes históricos casi imperceptibles para una generación que sólo el tiempo puede aquilatar. Lo que veamos a partir de ahora, en la persona de quien lo suceda, puede que sea el afianzamiento de ese movimiento de apertura y extraversión que los jesuitas -y este Papa ha sido ‘muy’ jesuítico- habían hecho como congregación a partir del generalato de Arrupe.
Sus esfuerzos, no del todo fructuosos y muy a menudo incomprendidos, para adelgazar la Curia vaticana y liberar energías para la misión serán provechosos sólo a la vuelta de unos años, cuando se vea que, como le advirtió el cardenal Hume en el momento de su elección, no se ha olvidado de los pobres; esto es, de los migrantes, de los marginados, de los enfermos, de los ancianos, de los que él mismo ha nombrado, con pleno acierto, los descartados de la Tierra.
Junto a todo lo anterior, destacaría la alegría del Evangelio como su aportación fundamental. No en vano es el título de la exhortación programática, ‘Evangelii gaudium’, que ha sido como la clave de interpretación de su pontificado. Esa alegría de quien se ha encontrado con el Señor y ya no se la pueden arrebatar ni tribulaciones, ni angustias, ni persecuciones, ni hambre, ni desnudez, ni espada. La alegría que nace de saber que la misericordia divina, la viga maestra de la Iglesia, arrasa pródigamente con el pecado.
Javier Rubio, periodista
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