En estos días se sucederán en los medios de comunicación numerosas intervenciones acerca del papa Francisco. Unas serán de personas relevantes, y otras, serán opiniones de personas que sólo las escuchará el Señor porque son de personas a las que nadie pregunta, que están ocultas a los ojos y oídos del “mundo”. Precisamente a esas personas son a las que estaba urgido el Papa a escuchar. No podría hacer un cálculo de las personas a las que Francisco ha dirigido una palabra, una sonrisa, una caricia, y hasta alguna reprimenda… Solo sé que, en la última cita que tuve con él, la mañana del ocho de febrero de este año, cuando estaba ya muy enfermo, casi de soslayo pude ver cinco audiencias de grupos de personas “relevantes”. ¡Qué barbaridad! ¿Qué energía puede sostener esto en una persona mayor durante los casi trece años de su pontificado? ¿Quién debe mover las entretelas de una persona mayor a tener una mirada hambrienta del alma de quien se tiene delante?
La urgencia del Papa respondía a atender la necesidad que expresaban los ojos atónitos de quienes acudían a él por ser el sucesor de Pedro, como aquel mendigo que a la salida de la Puerta Hermosa del Templo de Jerusalén pedía un poco de atención. El sucesor, llegado desde Argentina, también dedicó a tantos y tantos ojos, el instante de atención que reclaman una mirada que no nace de él, sino que es el reflejo de quien es mirado por el Hijo de Dios. No hay fuerza humana, ni oro ni plata suficiente para levantar a un paralítico tras otro de su postración. Sólo puede la mirada de Dios, que atraviesa la débil carne del sucesor de Pedro, aquel que lloró amargamente su traición, y fue mirado con misericordia por Jesús. Sólo una mirada atravesada por el Señor puede servir para levantar al mundo. Su lema, precisamente habla de esta urgencia de Dios: “Lo miró con misericordia y lo eligió”.
La urgencia del Papa ha sido la de prestar atención a los que necesitaban misericordia. Ha recorrido los lugares más recónditos, como si siguiera las preferencias del “apóstol de las gentes” hacia los lugares donde no había sido proclamado el Evangelio. Es lógico que nos extrañemos de las preferencias de quien ha venido para una misión que no es de este mundo. Así lo vivieron los habitantes de Belén, Jerusalén y de Roma. Sin embargo, la urgencia de Dios no es la del mundo. Por eso, el Señor se fijó en la viuda pobre del Templo. Dios se detuvo, la miró con misericordia, y su figura resuena por los siglos. Así, el sucesor de Pedro, aprendió la lección, y su urgencia fue para mirar, con preferencia, a los que no cuentan para nadie, pero son imprescindibles para Dios.
En el día en que el Señor les dice a las mujeres temblorosas: “Alegraos”, en ese día, el Señor ha llamado, con urgencia, a su servidor. No en vano, su carta programática se llamó precisamente Evangelii Gaudium. Ahora, pedimos al Señor, que su mirada contemple cara a cara al Creador, y como siempre, se detenga ante las súplicas de quienes reclaman un poco de tiempo, un poco de amor.
Monseñor Ramón Valdivia, obispo auxiliar de Sevilla
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