Cuando el 13 de marzo de 2013 el cardenal Jorge Mario Bergoglio apareció en el balcón de la logia central de la basílica de San Pedro como el nuevo Papa, su primer gesto, una sencilla inclinación pidiendo la oración del pueblo, fue ya toda una declaración de intenciones. Desde entonces, el mundo ha sido testigo de un pontificado radicado en Jesucristo y, por eso, profundamente humano, profético y marcado por una espiritualidad contagiosa. Francisco, el Papa “venido del fin del mundo”, ha encarnado una vida entregada hasta el final, un testimonio de fe que ha dejado huella por igual en creyentes y no creyentes. Su figura, de hecho, ha sido la de un pastor que, a imagen de San Francisco de Asís, ha tomado el Evangelio como su norte y su sentido más profundo; con una confianza inquebrantable en Dios, ha afrontado cada reto de la Iglesia y del mundo con valentía y parresía, con esa libertad del corazón que permite decir la verdad, incluso cuando resulta incómoda. En sus gestos y en sus palabras, Francisco ha ofrecido un testimonio profundo, sencillo, pero siempre exigente, que encierra la pretensión de una vida cristiana auténtica, sin maquillajes ni concesiones al egoísmo.
A lo largo de estos años, su palabra ha sido luz en la oscuridad. Ha hablado con claridad sobre la necesidad de una Iglesia que no se encierre en sí misma, sino que salga al encuentro de los hombres y mujeres de hoy, en particular de los heridos del camino, hasta erigirse en un verdadero “hospital de campaña”. Nos ha urgido además a dejar de lado la comodidad de las estructuras para abrir el corazón a los más pobres, los descartados, los olvidados de una sociedad, que muchas veces prefiere pasar con indiferencia, mirando hacia otro lado. Francisco ha denunciado las injusticias y, al mismo tiempo, ha ofrecido una forma de vivir el Evangelio con fidelidad y alegría. En su Magisterio, encontramos una invitación constante a redescubrir la alegría del Evangelio, esa fuerza interior que brota de saberse amados por Dios. Es esa felicidad la razón interior que nos anima a vivir con una fe luminosa, capaz de esclarecer cada rincón de nuestra vida personal y social. Ha insistido en que somos hermanos, hijos de un mismo Dios, llamados a vivir como una gran familia, en los lazos de la “amistad social” que él mismo ha promovido con sus viajes apostólicos y con los encuentros interreligiosos. Este clamor ha resonado especialmente fuerte en los oídos de un Occidente, encerrado con frecuencia en su riqueza y en su miedo. Con palabras que incomodan, pero conducen al encuentro con la verdad, Francisco ha sacudido la conciencia del mundo para abrir las puertas a quienes lo han dejado todo en busca de una vida digna: los migrantes, los refugiados, los enfermos, los ancianos, los que están solos, los jóvenes sin empleo… Ha sido la voz de los que no tienen voz, el rostro de una Iglesia que quiere ser hogar para todos. En su encíclica Laudato si’, el Papa nos recordó que la creación es un don de Dios, una casa común que no podemos seguir maltratando. Constantemente nos ha urgido a conservarla, a protegerla, a trabajar por una “ecología integral” que entrelace justicia ambiental y justicia social. Su mirada profética ha unido así el grito de la tierra con el clamor de los pobres, mostrando que no hay solución sin conversión.
Francisco también ha llamado con determinación a una conversión misionera de la Iglesia: ser “una Iglesia en salida”, capaz de responder con esperanza a los desafíos del “cambio de época” que vivimos. Ha puesto sobre la mesa la necesidad de anunciar con entusiasmo el Evangelio, de no dejarnos paralizar por el miedo o la nostalgia de un pasado idealizado, de acoger las manifestaciones de la piedad popular como vías “místicas” para el encuentro con Jesucristo. Su visión de Iglesia es clara: una familia abierta en la que nadie puede sentirse excluido del amor de Dios. Eso explica que haya explorado caminos constantes de diálogo, de escucha, de discernimiento comunitario, mostrando que únicamente juntos podemos responder a las llamadas del Señor en el mundo de hoy. De ahí que el Papa urgiera a vivir en comunión, a trabajar en corresponsabilidad y sinodalidad, a caminar juntos como Pueblo de Dios, cada uno desde su vocación y su carisma.
El papa Francisco ha sido y seguirá siendo para la historia de la Iglesia, un testigo creíble del Evangelio. Siguiendo la inspiración del Concilio Vaticano II, su pontificado ha mantenido el rumbo fijo de la Iglesia hacia lo esencial: la misericordia del Dios hecho carne en Cristo Jesús. Desde “el fin del mundo”, llegó un Papa que ha puesto en el centro el Evangelio vivido con radicalidad, con ternura, con valentía; un Papa que ha preferido el polvo del camino, porque quiso hacer de su vida simplemente una parábola palpable del Dios que habita entre nosotros.
+José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla
22 de abril de 2025
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