Estamos en el segundo domingo de Pascua de Resurrección del Señor, celebrando el domingo de la Divina Misericordia.
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos presenta los inicios de la Iglesia que está dando sus primeros pasos, muchos son los que poco a poco se van uniendo a la Iglesia, nuevos creyentes que abrazan la fe que los apóstoles predicaban. Y así, quienes se convierten a la fe en Jesús de Nazaret van reuniéndose cada semana.
De esta manera se va configurando la primera comunidad cristiana, que cumple unas características muy concretas:
Una comunidad cristiana, tiene es una comunidad de fe, la fe se vive en comunidad y no por libre y en solitario, lo que mantiene a la comunidad unida a Cristo y a sus pastores, es la fe en Cristo Resucitado.
Una comunidad cristiana es un lugar en el que se vive de la Eucaristía y de la oración. La primera comunidad cristiana era constante en la celebración de la Eucaristía, lafracción del pan y en la oración. Sin Eucaristía viva y eficaz no puede haber una comunidad cristiana. En la Eucaristía culmina también la oración, y la oración ha de ser parte importante de nuestro vivir como cristianos.
Una comunidad cristiana tiene que ser una comunidad misionera. Hay que evangelizar, y esto es una tarea de todo bautizado: anunciar la salvación de Dios y el perdón de los pecados.
Nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles, que el número de los creyentes iba creciendo, y, hoy, ¿crecemos o disminuimos en número? ¿Será que nos vamos alejando cada vez más del estilo de vida de las primitivas comunidades cristianas y por eso cada vez son menos los que viven una fe comprometida?
La 2ª lectura del Apocalipsis de san Juan nos presenta la visión que tiene San Juan de Cristo Resucitado.
Cristo ya no es víctima de los soldados que lo crucificaron. Ahora Cristo es “el primero y el último, el que está vivo, el que murió pero ahora vive”. Cristo es el que tiene “las llaves de la muerte y del más allá”.
Nos llamamos y decimos que somos cristianos, es decir, que creemos en Cristo, lo amamos y confiamos en Él. Y, sin embargo, muchas veces nos olvidamos del Señor, vivimos como si no existiera, nos comportamos como si su persona hubiera desaparecido para siempre, y no es así, Cristo está vivo, está presente de modo real y verdadero en la Eucaristía. Esa lámpara al lado del sagrario nos recuerda la presencia real de Cristo entre nosotros.
No cerremos nuestro corazón a la oportunidad que Dios nos da de salvarnos y de vivir con Él eternamente.
El evangelio de San Juan nos presenta la primera de las apariciones de Jesús resucitado a sus apóstoles, pero faltaba Tomás.
Tomas, es el que necesitaba ver para creer. A nosotros también nos cuesta creer, nosotros también quisiéramos ver y tocar las heridas del Señor.
A veces nos puede parecer que el Señor es como un fantasma que vive en nuestra imaginación, creer no es fácil, por eso el Señor tuvo que decir: “Dichosos los que crean sin haber visto”
Pero ¿cómo creer? ¿Cómo experimentar hoy en nuestro corazón que el Señor está vivo?
El Evangelio nos dice que Tomás no estaba con los discípulos cuando se presentó Jesús. Aquí hay una llamada a no abandonar la comunidad. Hay que ver cómo está nuestra participación en esta comunidad en la que vivimos, quizás estamos abandonando nuestra participación en la misa y en los sacramentos, quizás no rezamos, quizás nuestra vida moral deja mucho que desear.
El Evangelio nos dice que Tomás no creyó a sus compañeros. Y nosotros no nos tendremos que preguntar si a base de tanto criticar a los obispos, a los sacerdotes, a los catequistas, a todos lo que hacen algo en la Iglesia, no hemos terminado desconfiando de aquellos que nos trasmiten el mensaje del Señor. Porque todos somos criticables, ¿pero sabemos criticar con cariño?
El Señor invita a Tomás a tocar sus heridas. El Señor también nos invita a ver y tocar las heridas de todos los que sufren en nuestro mundo para sanarlas.
Este es el camino para creer. Un camino que pasa por permanecer en la comunidad, confiar en el testimonio de los apóstoles y de todos los que a lo largo de los siglos han creído y nos han transmitido su fe, y por último salir a remediar el sufrimiento de nuestros hermanos que sufren.
Quizás entonces, Dios tenga a bien revelarnos su rostro, dejarnos experimentar en el corazón la alegría profunda del Resucitado, quizás entonces, como Tomás, saldrán también de nuestra boca aquellas palabras de adoración y reconocimiento: ¡Señor mío y Dios mío!
P. Emilio Rodríguez Claudio O.S.A. Vicario General
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