El tercer domingo de adviento, en la cercanía de la Navidad, es el domingo de la alegría cristiana. El apóstol Pablo nos exhorta: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca” (Flp 4,4). Y el profeta prorrumpe en un grito de júbilo: “Alégrate, hija de Sion, grita de gozo Israel, regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén! (Sof 3,14).
La vida cristiana es una constante invitación a la alegría, a la alegría del Evangelio. Dios te quiere feliz. Caer en la cuenta de este amor de Dios, manifestado plenamente en Cristo Jesús, sacia el corazón humano y le hace capaz de amar de la misma manera. El corazón humano está hecho para ser amado y amar, y hasta que no descubre el amor, no se siente satisfecho y feliz.
La reciente encíclica del Papa Francisco “Dilexit nos” va de eso, de amores. Y ese es el mensaje central del Evangelio: Dios te ama, aunque tú no te hayas enterado. Y porque te ama, te perdona, y te perdona siempre. Dios espera tu respuesta de amor. En el Corazón de Cristo se da ese cruce de amores. Ahí es donde Dios te ha mostrado su amor hasta el extremo, hasta dar la vida, y ahí es donde podemos corresponder con un amor semejante. A eso nos capacita el amor cristiano.
Hasta el color litúrgico de este domingo se cambia en color de aurora, para significar que el día está cerca. Jesucristo es el sol que alumbra nuestra vida, y ya está despuntando. Su cercanía es como la aurora que anuncia el día.
El corazón humano está hecho para la alegría, no para la tristeza. Y si por cualquier motivo llega la tristeza a nuestra vida, o por razones de salud biológica, o salud espiritual o salud moral, el tercer domingo de adviento quiere preparar nuestro corazón a la venida del Señor, motivándolo a la alegría. Porque la Navidad es fiesta de alegría.
Ahora bien, cabe que esa alegría la recibamos o la vivamos torcidamente. Y esa no es la verdadera alegría, la alegría cristiana. Por ejemplo, llegados estos días nos invade la sociedad de consumo, la incitación continua a encontrar la felicidad en el tener, en el placer. Todo a nuestro alrededor nos invita a consumir, a gastar, a disfrutar. Para muchos la Navidad será solamente eso, gastar la paga extraordinaria en darse placeres en la comida, en la bebida, en los regalos, etc. Y esa extorsión de la alegría nos hará llegar a enero con una resaca difícil de remontar, a la cuesta de enero difícil de escalar. Para muchos cristianos incluso, la tentación es muy fuerte a recorrer esa ruta.
Sin embargo, la alegría de la Navidad viene por otro cauce. La alegría cristiana viene porque el Señor está cerca, porque vamos a vivir de nuevo esa cercanía de Dios, que llega a hacerse hombre en un niño indefenso y frágil, que representa a todas las personas frágiles del mundo, y suscita en nosotros una compasión que incita a entregarse.
La liturgia cristiana tiene la capacidad de traernos realmente el misterio que celebramos. Realmente Dios quiere entrar en nuestra vida, realmente el Hijo de Dios hecho niño quiere invitarnos a una amistad duradera. Y vamos a celebrar el nacimiento del Hijo de Dios en la carne humana tomada de su madre virgen. El belén, el Niño y sus padres, los pastores y los reyes magos, vuelven a ocupar el primer plano de nuestra atención. Los niños, sobre todo, disfrutan enormemente de estas fiestas que se acercan, y nos hacen recordar nuestra infancia feliz junto al Niño de Belén. Preparemos nuestro corazón para acoger a Jesús, pidámosle a su Madre un corazón como el suyo, para acogerle como merece. La preparación de estos días nos haga centrarnos en lo esencial, dejando lo accesorio y no permitiendo que eso accesorio nos distraiga del misterio.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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