En el uso del lenguaje es habitual encontrarnos con todo tipo de jerga. Una jerga, por definición, es aquel conjunto de palabras y expresiones que suelen usar un grupo de profesionales o los miembros de un estrato social determinado. Aunque en principio este lenguaje pertenece solamente a ese grupo concreto también puede llegar a ser usado por personas ajenas al mismo, extendiéndose al uso general. Sin embargo, lo más probable es que en una conversación entre personas que usan la misma jerga, si nosotros no estamos habituados a usarla, nos quedemos al margen de aquello sobre lo que hablan. Se crea así una suerte de lenguaje críptico que es incomprensible para el común de los mortales y, sin duda, resulta una barrera para la transmisión de la verdad.
Me pregunto si no nos pasa algo similar en la Iglesia. Es bastante conocido el ejemplo que Joseph Ratzinger establecía al principio de su Introducción al cristianismo sobre la incapacidad del lenguaje teológico para hacerse comprensible en nuestro tiempo. Los teólogos, exponía el autor, pueden verse como aquel payaso que intenta advertir de un gran peligro, pero a causa de su atuendo no es tomado en serio. Existen ejemplos sobrados en la vida cotidiana para darnos cuenta de que a menudo hemos construido un lenguaje al margen de la realidad de las personas, un lenguaje que no transmite porque no habla de la realidad sino del mundo paralelo en el que nos hemos guarecido. Un misterio arcano en que iniciamos solo a quien consideramos digno provocando que, por desgracia, deje de anunciarse el evangelio con toda su frescura y su perenne validez.
Este verano escuché, en un convento perdido de Granada, una de las homilías que más me ha ayudado. El sacerdote afirmó que hemos de evitar ser eclesiásticos para ser eclesiales. La diferencia estaba clara, de fondo resuena la constante llamada del Papa Francisco a evitar la autorreferencialidad mirando al encuentro con Cristo que da un nuevo horizonte a nuestra existencia. Parece que nos hubiéramos olvidado de que Dios no deja de hablar al corazón de los hombres suscitando una respuesta. Para que ese anuncio resuene debemos evitar los metalenguajes que solo hacen referencia al mundo cerrado en el que con frecuencia nos movemos y buscar la vía de la Encarnación, tocar tierra en la vida concreta. Ofrecer a los demás el testimonio de una vida plena, una comunidad viva en la que resuena la Palabra por la experiencia de sus miembros y la participación en la liturgia, que es introducción en el misterio de Cristo, orientación de la vida en Dios.
Jesús Martín Gómez
Párroco de Vera
