Santos y difuntos, el más allá

“Dichoso mes que empieza por todos los Santos y termina con san Andrés”, dice un refrán popular. Es el mes de los Santos, es el mes de los difuntos, es el mes para pensar y relacionarnos con el más allá. Vivimos enfrascados en las tareas cotidianas, con el horizonte recortado de la actividad, o peor aún, del activismo que nos arrastra. Necesitamos de vez en cuando levantar el vuelo, levantar la mirada y otear el horizonte más amplio que da sentido al vivir de cada día.

Los Santos nos hablan de otra vida mejor, de otra vida que continúa más allá del tiempo, de una vida junto a Dios, en su presencia, saciados de su semblante y abrazados por su amor eternamente. Esa es nuestra vocación, ese es nuestro destino: vivir con Dios para siempre y prepararnos durante esta etapa terrestre para esa comunión plena con él. “Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, nos recuerda san Agustín.

El cielo no es algo que puede esperar, porque el cielo es la unión con Dios Padre en su Hijo Jesucristo, hombre como nosotros, ungidos e impulsados por el Espíritu Santo. Ese trato y esa comunión con las tres Personas divinas ya ha comenzado desde el bautismo en cada uno de nosotros, esa es la dirección de todo nuestro caminar en la tierra. Se trata de alimentar esa comunión, esa relación personal con los Tres, y que vayan empapando cada instante de nuestro caminar.

Cuando prescindimos de ese horizonte, nos estrechamos, nos angustiamos, y nuestra existencia se extorsiona. Cuando contamos con esta perspectiva, la que da el tratar con las Personas divinas, nuestro corazón se ensancha, se dilata, se llena de plenitud. Los Santos nos recuerdan esta manera de caminar por la vida. Ellos van delante, ellos han vivido sensatamente la vida, ellos gozan de Dios a plena luz e interceden por nosotros. Son nuestros hermanos mayores, que nos ayudan en el camino de la vida.

Y entre los que ya han partido de este mundo, se encuentran aquellos que todavía están purificándose antes de disfrutar de Dios en plenitud. El Purgatorio no es un invento de los teólogos. El Purgatorio es la expresión última de la misericordia de Dios con nosotros, que nos hace evidente y palpable su amor y genera en nosotros por contraste el dolor precioso de la contrición. El bien que hagas y el mal que sufras te sirva para reparar tus pecados, nos dice el confesor antes de la absolución. Es decir, nuestro pecado es perdonado instantáneamente por Dios en el sacramento, pero el pecado ha dejado secuelas y cicatrices que solo serán sanadas por el crisol del amor. El Purgatorio es una respuesta de amor sin recortes, donde nuestra alma queda limpia y pura para acceder a la presencia de Dios.

La oración de la Iglesia por sus hijos difuntos, que todavía están en el Purgatorio, es constante. Son sus hijos preferidos, porque son los que más sufren en esa llama de amor por parte de Dios y del corazón humano en su presencia. Es un sufrimiento lleno de esperanza, porque goza ya de la salvación. Pero es un sufrimiento que reclama nuestra colaboración y la de todos los Santos en su favor. Cuando rezamos por un difunto, cuando ofrecemos la Santa Misa por él, estamos haciendo no sólo un acto piadoso, sino un acto de comunión y solidaridad con los que necesitan nuestra ayuda y coparticipación.

Mes de noviembre, mes de Santos y de difuntos. Mes para plantearnos de manera más explícita cuál es el sentido de nuestro caminar por esta vida. Esta peregrinación tiene su término, su final, su desembocadura en Dios. Pero esta peregrinación conlleva sus lágrimas, sus sufrimientos y dolores, porque apartados de Dios nos hemos acarreado la ruina. El amor de Dios irá calando en nuestro corazón abierto a ese amor para que sepamos reparar nuestros desvaríos y podamos retomar el camino del cielo.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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