Homilía de Mons. Jesús Catalá en la Eucaristía que presidió en el Seminario de Granada durante las Jornadas de Vicarios y Arciprestes de la Provincia Eclesiástica de Granada
JORNADAS DE VICARIOS Y ARCIPRESTES DE LA PROVINCIA ECLESIÁSTICA DE GRANADA
(Seminario-Granada, 5 febrero 2024)
Lecturas: 1 Re 8, 1-7.9-13; Sal 131, 6-10; Mc 6, 53-56.
1.- Convocación de la asamblea
Hemos escuchado en el libro de los Reyes que el rey Salomón congregó a los jefes de las tribus y a los cabezas de familia de Israel en Jerusalén, para subir el Arca de la Alianza del Señor (cf. 1 Re8, 1).
Se trataba de una asamblea sinodal, una convocación (cahal en hebreo, y ekklesia en griego) con una finalidad concreta: el traslado del Arca de la Alianza.
Hicieron una gran fiesta, sacrificando ovejas y bueyes en número incalculable (cf. 1 Re 8, 5). Como veis, nuestra tradición eclesial de convocar al pueblo y de caminar juntos es antigua; como dice el proverbio latino: “Nihil novum sub sole”.
El nuevo pueblo de Dios, la Iglesia instituida por Jesucristo, también se constituye en “asamblea”, sobre todo en “asamblea litúrgica” como lo estamos ahora; éste es el modo más genuino de asamblea eclesial sinodal. Existen muchas formas de asamblea, en las que los fieles se reúnen por motivos diversos: pastorales, catequéticos, caritativos, formativos, que son expresión menor de una asamblea o de una comunidad cristiana.
En esta jornada se nos ha ofrecido una lectura sinodal en la Iglesia de hoy desde el Concilio Vaticano II. Debemos releer y recuperar el Concilio, como nos ha invitado el papa Francisco con motivo del Jubileo de 2025; y como también nos han dicho hoy los dos ponentes.
2.- La presencia divina
El pueblo de Israel era consciente de una presencia divina. El Arca de la Alianza estaba dentro de la Tienda del Encuentro. Este tipo de presencia es figura o sombra de la presencia de Cristo que gozamos ahora.
En el Arca de la Alianza no había «más que las dos tablas de piedra que Moisés depositó allí en el Horeb: las tablas de la alianza que estableció el Señor con los hijos de Israel cuando salieron de la tierra de Egipto» (1 Re 8, 9). Esa presencia era expresión de los mandamientos o normas.
En cambio, en el nuevo pueblo de Dios Cristo está presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica: en el sacrificio de la Misa, en la persona del ministro, bajo las especies eucarísticas. Está presente en los sacramentos, en su palabra, cuando la Iglesia reza y canta salmos (cf. Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 7).
Su presencia no son las Tablas de la ley ni las normas, ni el Decálogo que hay que cumplir; sino que es una presencia personal, sacramental.
3.- La Eucaristía
La Eucaristía es presencia real de Cristo; presencia sacramental en su Iglesia, que es la más importante para nosotros. La Eucaristía es la prolongación de la encarnación, porque realiza el anhelo de Dios de hacerse uno de nosotros, de hacer camino con la humanidad y de ser su verdadero alimento. El Hijo de Dios se hizo niño frágil y pobre. El Señor resucitado se ha hecho pan de vida eterna.
Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm reveló esta unión entre eucaristía y encarnación: «El pan que yo le voy a dar, es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 51).
Creer en el Dios encarnado, haciéndose hombre en la fragilidad y en la pobreza es un gran reto; es una provocación, que para muchos es un escándalo que les impide el salto de la fe, como sucedió a algunos discípulos en Cafarnaúm. Cuando Jesús les dice: «Yo soy el pan de la vida» (Jn 6, 48), se preguntan asombrados: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52). Y muchos discípulos le abandonaron; y el Señor, que veía el titubeo de los apóstoles, les pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Esa misma pregunta nos la hace también el Señor a nosotros esta tarde.
4.- El seguimiento de Jesús
Participar en la Eucaristía conlleva a tomar a Jesús como maestro y hacerse discípulo suyo; dejarse configurar por Él, hasta poder decir como el apóstol Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20).
Tomar a Cristo como modelo es dejarse transformar hasta llegar a ser uno con él; es llegar a ser otro Jesucristo. El conocimiento y el seguimiento de Jesucristo son el núcleo que vertebra la vida del discípulo y también del sacerdote.
No es la observancia de un reglamento o la conformación con un modelo humano, sino una relación personal basada en la fe y en el amor la que hace posible seguir a Jesucristo y vivir su propia vida: «Por tanto, ya que habéis aceptado a Cristo Jesús, el Señor, proceded unidos a él, arraigados y edificados en él, afianzados en la fe que os enseñaron, y rebosando agradecimiento» (Col 2, 6-7). ¡Seamos agradecidos!
5.- Curar enfermos
En el evangelio hemos visto que a Jesús le llevaban enfermos y los curaba (cf. Mc 6, 55-56).
Esta es una hermosa tarea de los sacerdotes: curar las heridas de los fieles. Para ello es necesario acercarse a ellos, escucharles, y ofrecerles el perdón de Dios. Es lo que más sana de la gran enfermedad del hombre, que es el pecado. Debemos animar a nuestros hermanos sacerdotes a ofrecer este sacramento del perdón, de la curación. Podemos curar a mucha más gente, si estamos más disponibles.
Pedimos a la Virgen María su protección maternal para seguir ejerciendo nuestro ministerio sacerdotal con buen fruto, viviendo la fraternidad y caminando juntos, sinodalmente. Amén.