Querida comunidad, Sra. Alcaldesa, autoridades civiles, militares y judiciales. Hermanas y hermanos de la vida consagrada, Hermandades que mantenéis vivas las tradiciones de la fe, asociaciones y movimientos del apostolado seglar, catequistas, trabajadores y voluntarios de Cáritas en la diócesis y en cada una de nuestras parroquias, queridos seminaristas, diácono y diáconos permanentes, sacerdotes y párrocos, cabildo de esta Iglesia Madre, nuestra Santa y Apostólica Catedral, Sr. Deán, Sr. Vicario General… y sobre todo, vosotros niñas y niños que habéis venido engalanados con el traje de vuestra primera comunión, para festejar el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Querida Comunidad: ¿Pensáis que la Iglesia tenía necesidad de instituir esta fiesta? ¿No recordamos la institución de la Eucaristía el Jueves Santo? ¿Acaso no la celebramos cada domingo y, más aún, todos los días del año? Pues sí era necesario, para evitar un peligro: el de acostumbrarse a su presencia y dejar de hacerle caso, mereciendo así el reproche que Juan Bautista dirigía a sus contemporáneos: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!».
Podemos decir que esta fiesta también llamada del Santísimo Sacramento, es una de las más populares del calendario cristiano, llevamos celebrándola 705 años. Es una fiesta popular porque fue el pueblo quien con insistencia la comenzó a celebrar, apoyado por los monasterios benedictinos. Urbano IV la extendió a toda la Iglesia en 1264, pero fue el papa Juan XXII en el año 1318 quien ordenó llevar la Eucaristía el día del Cuerpo de Cristo, en cortejo solemne por las calles y por los caminos para recibir la bendición del Señor. Y pidió a Santo Tomás de Aquino que hiciera los textos: las oraciones de la Misa, Tatum Ergo… ¡este admirable misterio! Fue el Concilio de Trento, tres siglos después, quien aprobó esta procesión como una manifestación pública de profesión de fe en la presencia de Cristo en este trozo endeble de pan.
Por mucho tiempo la procesión del Corpus Christi fue la única en toda la cristiandad que se hacía por las calles, y también la más solemne (las Candelas y los Ramos se celebraban dentro de las iglesias y en los claustros). Pero estemos atentos, no debe ser tanto la grandeza y la majestad de Dios la causa de nuestra admiración ante el misterio eucarístico, sino ante todo su humilde condescendencia y su amor para con nosotros. La Eucaristía es sobre todo esto, el memorial del AMOR MAYOR, ¡entregar la vida!
La grandeza de la liturgia no está en la ceremonia ritual, sino en esta caricia de Dios, que por medio de gestos, signos, símbolos y palabras nos va introduciendo gradualmente en el misterio de su existencia y de su amor hacia cada uno de nosotros.
He dicho esta frase de seguido, pero es la clave de todo. Si nosotros gradualmente entramos en el ser de Dios que nos ama a cada uno como somos, ¿cómo podemos permitirnos no amar nosotros a los demás? ¿Somos o no somos de Dios? Si no amamos a los demás, como él (recordad el mandamiento del amor en la última cena) estamos haciendo una farsa o somos unos egoístas que queremos a Dios para nosotros solos. Ese Dios que no quieres compartir es un ídolo. Ese Dios que te mantiene en la indiferencia ante el sufrimiento de los demás no pasa de ser un amuleto de la suerte. Pueden extrañaros estas afirmaciones, pero cuanto más ahondamos en la Palabra de Dios, más nos vemos al descubierto en nuestras incoherencias.
Por eso hoy, ante este Dios que se humilla tanto en un pequeño trozo de pan, debemos de revisar nuestra fe, la imagen del Dios en quien creemos, nuestros compromisos y nuestra entrega. Y cuando le saquemos rodeado del esplendor de la historia, en una hermosa carroza de plata, expresión de la fe de nuestros antepasados, tú imagínatelo, cómo siendo el Cristo Glorificado es empujado como un pobre inválido por nuestras calles. Entonces y sólo entonces piensa en tu fe, mira los rincones más recónditos de tu corazón y descubre qué te falta, ¡todo lo que me falta! para ser más como él.
Si hoy, cuando elevemos nuestra mirada a este trozo humilde de nuestro pan, amasado con nuestras manos, sabemos trascender nuestra ceguera y contemplamos a Jesús acariciando a los niños, perdonando a los pecadores, levantando a los paralíticos, sanando toda clase de lepras, dando alegría y esperanza a los humillados, mirando a los ojos a los que se prostituyeron o se vendieron, confundiendo a los soberbios y a los que de su vida habían hecho una farsa, podremos, de una vez por todas, unirnos a él y seguirle por las calles, con aquellos buscadores de la verdad, con aquellos pobres y sencillos que no tenían, como él, donde reclinar su cabeza.
Quizás hoy también debemos repensar desde la óptica de los pobres las palabras de San Pablo: «Examínese, pues, cada cual a sí mismo y después coma el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo». Ésta, querida comunidad, es la labor de la Iglesia, es tu tarea de cristiano, expresada en CÁRITAS, en beneficio de todos los necesitados, sean de la raza, creencia o nación que sean. Cáritas, es la campana que despierta nuestro corazón dormido para que no vivamos encerrados en nosotros mismos y para que no hagamos de nuestra fe un salvoconducto personal. Si vivimos esta entrega, hemos comprendido la fiesta del Cuerpo de Cristo y la esencia de nuestro Dios. Hagámonos como Jesús, alimento de salvación para todos, comenzando por los más necesitados. ¡Quien tenga oídos para oír, que escuche!
+ Antonio, vuestro obispo