Carta dominical del Arzobispo de Sevilla
El corazón humano tiende a una felicidad plena e ilimitada. Cada persona suele tener programas, planes y proyectos concretos que le producen ilusión y que le animan a trabajar con interés pensando que una vez alcanzados le colmarán de felicidad. Trabaja y se sacrifica, se esfuerza por conseguir aquello que es la meta de su existencia. Pero experimenta una y otra vez que cuando logra esos objetivos, no encuentra la plenitud y la felicidad que esperaba, y ha de empezar de nuevo. Experimenta así la finitud de todo cuanto consigue y sufre por ello como una especie de insatisfacción continua que hace de su vida una expectativa incesante, sin encontrar algo o alguien que le llene plenamente, que le satisfaga en totalidad.
El ser humano se plantea el problema de la felicidad en términos de infinito, en términos de trascendencia, y cuando tiene satisfechas con holgura sus necesidades primarias, y ha logrado un estatus de bienestar material, brota del interior la sensación de vacío, de falta de sentido de la vida. El hombre necesita razones para vivir, para sufrir, para entregarse, para dar lo mejor de sí mismo, para morir si llega el caso. La felicidad brota como consecuencia de haber entregado generosamente lo mejor de uno mismo por una causa noble. Esta experiencia no es nueva, es antigua como la vida misma. Este ser humano que busca la felicidad, en el fondo, busca a Dios. La búsqueda de la felicidad desemboca en el deseo de encontrar a Dios. ¿Pero cómo?
Los Evangelios narran muchos encuentros de Jesús con personas de todo tipo y condición. Pero un episodio especialmente significativo es el que nos ofrece el relato de su encuentro con la samaritana junto al pozo de Jacob, en el capítulo cuarto del Evangelio de san Juan. El diálogo entre Jesús y la samaritana uno de los textos más hermosos y profundos de la Biblia. Aquella mujer representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había tenido «cinco maridos» y convivía con otro hombre. Pero todo cambió para ella aquel día gracias al encuentro con un desconocido que le ofrece el agua de la vida.
La existencia humana es como un camino de liberación, como un éxodo, como un paso de la esclavitud a la tierra prometida, de la muerte a la vida. A lo largo de este camino experimentamos todos los componentes de la vida humana, desde los más agradables a los más desconcertantes, incluidos la pérdida de sentido y de esperanza. Así debía sucederle también a la samaritana, pero aquel día se encontró con un hombre que le revela toda la verdad. En un sencillo diálogo, le ofrece el don de Dios: el Espíritu Santo, fuente de agua viva para la vida eterna. Se manifiesta a sí mismo como el Mesías esperado, lleno del Espíritu Santo y capaz de dárselo a los hombres, y le anuncia al Padre, que quiere ser adorado en espíritu y verdad.
Este episodio del encuentro con la mujer samaritana dibuja el itinerario de fe que todos estamos llamados a recorrer. Jesús sigue ofreciendo la fe y el amor al hombre de hoy. Del encuentro personal con Él, reconocido y acogido como Mesías, nace la adhesión a su mensaje de salvación y el deseo de difundirlo en el mundo. Vemos en el relato que el encuentro con Jesús transforma completamente la vida de aquella mujer que, sin demora, como un apóstol más, corre a comunicar la buena noticia a la gente del pueblo. Comenzamos hoy la tercera semana de nuestro camino cuaresmal. Estemos atentos al paso de Dios por nuestra vida; estemos atentos a Cristo, que sale a nuestro encuentro en las más diversas circunstancias. María Santísima nos acompaña en el camino.
+José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla