«Rasgad los corazones, no las vestiduras;
convertíos al Señor Dios vuestro,
porque es compasivo y misericordioso».
Joel 2,13
Queridos fieles diocesanos:
La Cuaresma, que comienza el miércoles de Ceniza, nos pone en marcha hacia un camino que nos conduce a la gran fiesta de los cristianos: la Pascua de Resurrección. Recorremos estos cuarenta días como un retiro ininterrumpido de toda la comunidad cristiana, junto con Jesucristo, en el desierto. Son días de conversión personal y comunitaria que pasan por la oración, el ayuno y la limosna, por la renuncia y la humildad. El rito de la imposición de la ceniza nos introducirá en este espíritu cuaresmal. «Es esencialmente un gesto de humildad, que significa: reconozco lo que soy, una criatura frágil, hecha de tierra y destinada a la tierra, pero hecha también a imagen de Dios y destinada a él. Polvo, sí, pero amado, plasmado por su amor, animado por su soplo vital, capaz de reconocer su voz y de responderle; libre y, por esto, capaz también de desobedecerle, cediendo a la tentación del orgullo y de la autosuficiencia» (Benedicto XVI, 17 de febrero de 2010).
Tiempo para volver
En este tiempo litúrgico se nos concede la gracia de contemplar, ante nuestros ojos, el camino para regresar al Padre, para volver a Dios «de todo corazón» (Jl 2,12); dejar el pecado y llegar a la luz del Señor Resucitado, que se nos concede por medio de su perdón. Como nos dice el Papa Francisco: «La Cuaresma es un viaje que implica toda nuestra vida, todo lo que somos. Es tiempo de verificar las sendas que estamos recorriendo, para volver a encontrar el camino de regreso a casa, para redescubrir el vínculo fundamental con Dios, del que depende todo. La Cuaresma es discernir hacia donde está orientado el corazón. Este es el centro de la Cuaresma: hacia dónde está orientado mi corazón» (Miércoles de Ceniza, 17 de febrero de 2021). Ello conlleva entrar en nosotros mismos; escuchar en lo profundo la Palabra del Señor; y descubrir hacia dónde estamos caminando: qué valores nos dirigen la vida; cuál es la orientación de nuestro vivir: qué ansía y busca nuestro corazón… y, con todo ello, acogernos a su misericordia y compasión.
El hombre, frecuentemente anda errante, fuera de camino, por sendas perdidas. Pero llega un momento en que se vuelve con todo su ser a Dios que lo llama y desanda sus sendas extraviadas, descubriendo la verdadera alegría. La conocida parábola del Hijo pródigo, describe así esta vuelta. El hijo menor emancipado «se marchó a un país lejano y allí despilfarró de mala manera toda su fortuna». Caído en extrema miseria, recapacitó y se dijo: «me pondré en camino y volveré a la casa de mi padre» (Lc 15,11-33). El cuadro de miseria y de abandono en que se ve postrado el hijo pródigo de la parábola es la imagen real de tantos hombres, de tantos cristianos, que han creído poseerlo todo y disfrutarlo todo, lejos de la casa paterna. Lo más grave no consiste solo en caer en una situación de miseria moral y de pecado. Lo más grave es conformarse y acostumbrarse a esas situaciones injustas que nos esclavizan. Volver al hogar de Dios, el Padre, después de haber vagado por tierras lejanas y extrañas a la intemperie, eso es la conversión.
Tiempo para la acción
Este año, en nuestra Diócesis de Jaén estamos trabajando un itinerario para la conversión pastoral. Éste nos exige a todos ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las comunidades parroquiales, de los organismos diocesanos, y transformarlo todo —costumbres, estilos, horarios, lenguaje, espacios, prioridades— para que la Iglesia de Jaén esté más al servicio de la evangelización que de autopreservarse a sí misma (EG 27; 33).
Pero, para llegar a una conversión pastoral tenemos que tener la experiencia de una conversión personal. La conversión está en la base de la vida cristiana y en el centro del mensaje de Jesús, porque representa la apertura de la mente y del corazón del hombre para acoger la gracia divina de la salvación y de la santificación. No obstante, esta apertura de la mente y del corazón es, a su vez, un don de Dios. El hombre por sí solo no puede procurársela ni realizarla, sino que debe responder, dócilmente, a la acción estimulante del Espíritu Santo que transforma los corazones. Por eso, es necesario que pidamos esta gracia con humildad: «Conviértenos a ti, Señor, y nos convertiremos» (Lam 5,21); «conviértenos, Dios, Salvador nuestro» (Sal 84,5).
Este volver a Dios se traduce en actitudes nuevas y vitales de arrepentimiento, de deseos de reparación, de cambio de criterios y de conducta, siempre bajo la moción interna del Espíritu. En cierto sentido, la conversión es dejarnos ayudar por Dios, porque Él quiere contar con nosotros para redimirnos y transformarnos.
Transformarnos para transformar. La conversión es también condición previa para dar paso en nuestro interior a la alegría verdadera, es decir, la alegría que es gozo profundo, pero que se manifiesta también hacia fuera en el optimismo, en el buen humor, en la capacidad de acoger a los demás, y en la disponibilidad para ayudar a los necesitados y para compartir nuestros bienes. Solo, si estamos verdaderamente vueltos a Dios, convertidos a Él, oiremos con más claridad el clamor de los pobres y de los oprimidos. Nuestro pueblo tiene necesidad de que se le ayude a salir de la atonía, de la nostalgia inoperante y de la falta de esperanza.
Podemos preguntarnos, como San Ignacio de Loyola en el libro de sus Ejercicios Espirituales, cuando propone la contemplación de la cruz: «Cristo ha muerto en la cruz por mí. Yo ¿que he hecho por Cristo? ¿Qué hago por Cristo? y ¿Qué estoy dispuesto hacer por Cristo?». Y ¿esta Cuaresma?
Que nuestra Madre, la Virgen María, nos acompañe en este itinerario hacia un nuevo y renovado encuentro con su Hijo en la alegría Pascual.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Sebastián Chico Martínez
Obispo de Jaén