Homilía del obispo de Guadix, Mons. Ginés García
Ofrezcamos, queridos hermanos y hermanas, la ofrenda de alabanza al Padre a gloria de la Víctima propicia de la Pascua, que es nuestro Señor, vencedor de la muerte e inmortal por los siglos.
“Lucharon vida y muerte en singular batalla, y, muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”, hemos cantado en la Secuencia. La vida que había muerto en la cruz, ahora se ha levantado triunfante. Por eso, nuestro anuncio pascual devuelve la esperanza a los que la dejaron encerrada en una tumba, en tantas tumbas que los hombres han escavado con la ausencia de Dios y la exclusión del otro. El anuncio pascual devuelve también la alegría a los que la dejaron colgada en el madero de la desilusión y la derrota. Cristo Resucitado es la causa de nuestra esperanza y de nuestra alegría, porque ha vencido, porque le ha ganado la batalla al mal que es la falta de amor.
Por toda la tierra se extiende el canto de alegría, el aleluya de la salvación de Jesucristo; un canto que llega a cada rincón, también a los rincones donde la muerte se ha instalado, donde el egoísmo impide que el hombre pueda responder al amor de Dios que se ha derramado sobre el mundo en la Pascua del Señor, donde el hombre es considerado y tratado como un ser para la muerte y no como un ser con vocación de resurrección.
La resurrección del Señor no es una bella idea, ni el fruto de la imaginación y el deseo de los discípulos; ni siquiera una utopía de futuro. La resurrección del Señor ha acontecido en la historia, en nuestra historia. Con sencillez nos lo transmiten sus testigos, como hemos escuchado en las lecturas de la Palabra de Dios.
Aquel amanecer, fueron las mujeres al sepulcro para custodiar la memoria de un cadáver; las movía el amor que ya sólo podía guardar el recuerdo del aquel a quien amaron en la tierra, y llorar su desaparición de la escena de este mundo. Sin embargo, ha ocurrido algo, la losa está corrida y la tumba está vacía, dentro no hay nadie. Ellas corrieron asustadas ante los signos que les anunciaban que el Señor no estaba; se han llevado del sepulcro al Señor, se decían. El Señor no está, pero, ¿cómo van a imaginar que ha resucitado?. Tienen que ir a la comunidad, a contarlos a los apóstoles. Entonces Pedro, cabeza de la Iglesia, y Juan, el discípulo amado, fueron de prisa al sepulcro, allí comprobaron que las mujeres tenían razón, la tumba estaba vacía. Juan deja que sea Pedro quien entre primero, y con su autoridad ratifique lo que están viendo; después entra él que “Vio y creyó”.
Como podemos ver, mis queridos hermanos y hermanas, es el amor el que mueve a la fe. Todos van por amor, por puro amor al Maestro. Van las mujeres y ven los primeros signos de la resurrección; después entra Pedro, por el que la Iglesia entera anuncia la resurrección del Señor. Pero es Juan, el discípulo al que tanto quería Jesús, el que nos muestra que el único camino de la fe es el amor a Jesús. Nunca creeremos en Jesús si no lo amamos primero, si no sentimos pasión por él y por su Evangelio. No es suficiente la admiración o el interés por Jesús, hemos de amarlo de corazón.
Cada uno de los testigos de la resurrección; las mujeres, Pedro y Juan, tienen su propio camino de encuentro con el Resucitado. Así, cada uno de nosotros tenemos también que hacer nuestro propio camino de encuentro con el Señor. El camino de la fe es un camino personal que ha de hacer cada uno, nadie lo puede hacer por ti, ni siquiera la costumbre o la tradición; el encuentro con el Señor Resucitado es un momento que cada uno ha de vivir en su corazón, y lo ha de hacer desde el amor, porque sólo el que ama vive.
Esta experiencia del encuentro con el Señor Resucitado es la que ha llevado, y sigue llevando, a la Iglesia a anunciar el Evangelio de Jesucristo. Así lo hizo Pedro, como hemos escuchado en el libro de los Hechos de los Apóstoles. El kerigma, es decir, el primer anuncio, es sencillo pero convincente. Pedro resume toda la existencia terrena de Jesús con las palabras: “pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él”.
Jesús es el que pasó haciendo el bien y curando. La vida del Señor es el mejor testimonio de una vida vivida en el bien. Su existencia es una pro-existencia, es decir, una existencia para los demás. Pasar haciendo el bien es vivir mirando el bien de los demás; mostrando la luz de la verdad y ofreciendo siempre la posibilidad de andar por una vida nueva. Jesús muestra el bien especialmente curando a todos los oprimidos por el diablo. Hay muchos tipos de opresión, pero quizás la más dura es la que oprime el alma del hombre, la que le impide reconocer y reconocerse en el proyecto de Dios, la que trata a la humanidad con algo y no como alguien, la que reduce al hombre a un objeto de consumo, tantas veces desechable.
Y ellos son testigos, dice también el apóstol en su anuncio. Ser testigo de la resurrección es lo que identifica a cada discípulo, a cada apóstol. La fe de la Iglesia es consecuencia del testimonio de los apóstoles. Lo que han visto y oído, lo que han experimentado, es lo que es lo que ahora anuncian. Y esta es también la misión de la Iglesia, la de todos los que hemos creído en él: Anunciar al Señor Resucitado desde el testimonio de la propia vida y curar a los oprimidos con Su poder.
En la Pascua hacemos memoria de nuestro renacer en Cristo. El bautismo es una nueva creación que nos llama a vivir como hombres y mujeres nuevos. Por eso, “Hoy es el primer día de otra creación. En este día, Dios crea un cielo nuevo y una tierra nueva. En este día es creado el hombre verdadero, hecho a imagen y semejanza de Dios (..) ¡Qué bella y buena noticia! El que por nosotros se hizo como nosotros, con el fin de hacernos sus hermanos, atrae a todo el género humano con él hacia el Padre verdadero” (S. Gregorio de Nisa, 2ª Homilía de Pascua).
Esta fiesta de la Resurrección es siempre una invitación a vivir como hombres y mujeres de resurrección; a vivir en la nueva vida que mira al futuro con esperanza, poniendo nuestras manos y nuestro corazón en la construcción del mundo nuevo que ha comenzado en la Pascua del Señor.
“La buena noticia de la resurrección debería transparentarse en nuestro rostro, en nuestro sentimiento y actos, en el modo cómo tratamos a los otros (..) Nosotros anunciamos la resurrección de Cristo cuando su luz ilumina los momentos oscuros de nuestra existencia y podemos compartirla con los otros: cuando sabemos reír con quien ríe, y llorar con quien llora; cuando caminamos junto a quien está triste y está a punto de perder la esperanza, cuando contamos nuestra experiencia de fe a quien está en la búsqueda de sentido y de felicidad” (Papa Francisco, Ángelus 6 de abril 2015).
Miremos ahora a la Virgen María que como nadie ha custodiado la alegría y la esperanza en medio de la prueba. Ella esperó contra toda esperanza, por eso la a
legría no desapareció nunca de su corazón. Que ella nos ayude a custodiar esa esperanza y esa alegría también en nuestro corazón. A su protección y amparo nos acogemos.
+ Ginés García
Obispo de Guadix.