En la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo

Homilía del Obispo de Guadix en la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo 2017

HOMILÍA EN EL JUEVES SANTO
DE LA CENA DEL SEÑOR

Guadix, 13 de abril de 2017.

Es difícil definir el amor, diría que es casi imposible. Vemos sus obras, contemplamos sus manifestaciones, pero el amor es siempre más. Es el misterio que sustenta y da sentido a la vida del hombre. Ya lo dijo San Pablo, “si no tengo amor no soy nada (..) de nada me sirve”. El amor es una realidad para gustar y no para entender, porque las razones del amor, si las hubiera, son un misterio. San Juan de Ávila comienza su tratado sobre el Amor de Dios reconociendo que “Más mueve el corazón a amar que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene; mas el que ama, da a sí mesmo con todo lo que tiene, sin que le quede nada por dar” (n.1). La esencia y la grandeza del amor no está en dar, sino en darse. Por eso, San Ignacio, en la contemplación para alcanzar amor de sus Ejercicios Espirituales, dice: “El amor se debe poner más en las obras que en las palabras”.

Sólo desde la contemplación del amor podemos entender lo que nos disponemos a celebrar en el Triduo Pascual, que comienza hoy, en esta memoria de la Cena del Señor.

San Juan comienza su relato de la Pascua con las palabras que acabamos de escuchar en el evangelio: “sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Son estremecedoras estas palabras. Jesús es consciente, sabe, que ha llegado su hora, la hora de la verdad, el momento de consumar la salvación de los hombres. Toda la historia de los hombres mira a este momento, es lo que esperaba desde siempre. Jesús pasa de este mundo al Padre llevando consigo a una humanidad liberada del poder del mal y del pecado. Jesús en su paso, en su Pascua, nos ha amado, y nos ha amado hasta el extremo, hasta la entrega de la propia vida.

1. Jesús manifiesta en su muerte el extremo del amor, su plenitud, como sólo podía hacérnoslo entender: entregando su vida, derramando su sangre en la cruz. Ciertamente es difícil de entender que el amor tenga que pasar por el sufrimiento y por la muerte. Sólo si entramos en el misterio de la lógica del amor se puede entender que cuando uno ama a alguien está dispuesto a hacer cualquier cosa por el amado. El amor no se mira a sí mismo, mira al amado. El mismo Señor nos ha dicho: “No hay amor más grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15,13). Si somos capaces de entender las hermosas historias de amor humano, ¿cómo no vamos a entender la donación del que es el mismo amor? Jesucristo no ha asumido nuestra humanidad para darnos lecciones del buen camino, nos ha dado la gran lección abriendo Él el camino de la salvación. Sólo a través de una vida entregada se llega a la plenitud de la vida que es Dios mismo.

El amor siempre marca la historia, y nunca deja de dar frutos. Por eso, el amor entregado de Jesucristo ha traspasado toda la historia. Lo que realizó en la cruz no es un momento puntual sin más, es la salvación de Dios que se actualiza cada día hasta el fin del mundo. El mismo Señor les mandó a sus apóstoles: “Haced esto en memoria mía”. Y, por eso, la Iglesia renueva cada día el sacrificio de Cristo en la celebración de la Eucaristía.

La Eucaristía es memorial de la Pascua del Señor. En cada Misa actualizamos y nos beneficiamos de la entrega de Jesucristo en la cruz. El amor no pasa nunca, el amor de Dios se derrama en todos aquellos que se abren con corazón sincero al amor extremado de Nuestro Señor. Tendría que conmovernos pensar que Jesucristo se entrega esta tarde por nosotros; que estamos viviendo lo mismo que vivieron los testigos aquel viernes santo en el Calvario. Como el pueblo del Israel salió de Egipto bajo el signo de la sangre de los corderos, nosotros somos liberados de la esclavitud a la que nos ha sometido el pecado, por este sacramento del cuerpo y de la sangre del nuevo Cordero, Jesucristo.

2. El relato de la última cena que hemos escuchado en el evangelio de San Juan, nos da las claves para interpretar los gestos que Jesús realizó aquella noche, delante de unos discípulos desconcertados, que no comprenden lo que están viendo, y que un día después verán realizado en la muerte del amigo.

Jesús realiza algo verdaderamente escandaloso, podemos decir que revolucionario. Lava los pies a sus discípulos tomando así el encargo del último de los esclavos. Los discípulos, lógicamente, no pueden entenderlo. Pedro se rebela, es intolerable dejarse lavar los pies por el Maestro. Jesús lo entiende, y, por eso, le dice: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Aceptar el gesto de Jesús es entrar en la lógica de la salvación, si no te dejas lavar los pies por Jesús no puedes tener parte con Él. Sólo se entiende la entrega de la propia vida hasta el derramamiento de la sangre como una actitud de amor y de servicio.

El lavatorio de los pies es anuncio de la muerte. Hay que aceptar el escándalo de la muerte para salvar a los hombres. El amor tiene mucho de escándalo, al menos el verdadero amor. Amar es, como muestra Jesús en el gesto profético del lavatorio de los pies, salir de la comodidad que supone lo que somos y tenemos, de lo que hemos adquirido y de lo que consideramos que son nuestros derechos, lo que los demás nos deben. El amor es la aventura de entrar en la vida del otro, no para poseerla sino para hacer el bien. Amar supone quitarnos el manto, es decir, despojarnos de todo aquellos que no hace bien al amado; dejar los títulos y privilegios para saber escuchar, comprender, aceptar y perdonar. Incluso estar dispuestos a agacharse para acercarse al otro y a sus necesidades.

Jesús al lavar los pies a los discípulos les deja, nos deja, un ejemplo: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”. No es, por tanto, un gesto aislado, un gesto provocador sin más; es un estilo de vida, el modo de ser y de estar de los discípulos de Jesús.

3. En este día, y en esta celebración, se unen muchos motivos de acción de gracias. Le agradecemos al Señor el don de su presencia que se hace carne en la Eucaristía, pero también damos gracias por la institución del sacerdocio, y por el don del hermano y la vida en caridad.

La Eucaristía es el don precioso que fecunda cada día a la Iglesia. En la Eucaristía, que es fuente y culmen de toda la vida cristiana, se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, al propio Cristo, nuestra Pascua”, nos enseña el Concilio. ¿Cómo podríamos vivir sin la Eucaristía, sin el don de la presencia real y verdadera del Señor? Sencillamente, no podríamos vivir, como gritaban ya en los primeros siglos de la Iglesia los mártires africanos.

El misterio que celebramos en la Eucaristía vivifica nuestra alma, como vivifica nuestras comunidades, porque infunde la caridad de Cristo y la esperanza en su venida definitiva. A más vida y piedad eucarís
tica, mayor vitalidad de la Iglesia, no lo olvidemos.

El mandato del Señor de hacer esta memoria en su nombre nos regaló también el don del sacerdocio ministerial. Los sacerdotes hacen presente cada día al Señor que acompaña a la Iglesia y se entrega por ella. La misión de los sacerdotes es la misión de Cristo, Cabeza y Pastor de la comunidad. Hoy os repito, queridos hermanos, las mismas palabras del rito de la misa crismal: “orad por vuestros presbíteros, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus bendiciones: que sean ministros fieles de Cristo Sumo sacerdote, y os conduzcan a él, única fuente de salvación”.

Hoy es día del amor fraterno, día de Cáritas. La caridad de Cristo nos enseña que el otro es siempre mi hermano, y que mis relaciones con los demás han de ser, por tanto, fraternas. Para mirar a los otros como hermanos hemos de ponerles rostro. No existe la pobreza como algo abstracto, existe la pobreza porque existen pobres. Muchas veces estamos ciegos, como consecuencia de nuestro apego a lo material, por nuestra vanidad o por la soberbia, por eso no vemos al hermano pobre que está a nuestro lado y tiene un rostro. El Papa, en la canonización de M. Teresa de Calcuta, nos recordó: “No hay alternativa a la caridad: quienes se ponen al servicio de los hermanos, aunque no lo sepan, son quienes aman a Dios (cf. 1Jn 3,16-18; St 2,14-18). No permita Dios que seamos sordos ni ciegos ante el hermano pobre y necesitados; todo lo contrario, que hagamos resplandecer la belleza del rostro de la Iglesia por nuestra vida de caridad.

María estaba presente en la última cena, como estaba al pie la cruz. Hoy está también presente entre nosotros, en este Cenáculo en el que se repiten los mismos gestos del Señor. Que Ella nos ayude a vivir nuestra vida con un estilo eucarístico para cumplir así con la misión que Dios nos ha encomendado en favor de los hombres, nuestros hermanos.

+ Ginés, Obispo de Guadix

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