Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía del II Domingo de Cuaresma, ante la Sagrada Imagen de Nuestro Padre Jesús de la Amargura, con motivo del centenario de la Hermandad del Santo Vía Crucis, que llegó a la Catedral el viernes anterior para participar en el Via Crucis Penitencial de la Real Federación.
Queridísima Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios y Esposa amada de Jesucristo;
queridos amigos todos:
Le pedíamos en la oración de la Misa de hoy al Señor que nos dejase contemplar la Gloria de su Rostro. La verdad es que ese es un pensamiento que atraviesa la Cuaresma, en el sentido de que la Cuaresma es menos un tiempo en que nosotros con nuestras fuerzas, con nuestras buenas intenciones, con nuestros buenos propósitos, luchamos contra el mal que reconocemos que hay en nosotros, cuanto un tiempo que la Iglesia nos propone de volver a mirar – y eso es lo que es convertirse, realmente- a Aquél que tiene la capacidad de salvarnos del pecado y de la muerte; de salvarnos de nuestra impotencia, de rescatarnos de nuestras mezquindades o de nuestras cobardías, de nuestras pobrezas y nuestros males (que no son sobre todo los males físicos, sino, fundamentalmente, los males morales).
Mirando el Rostro de Cristo -todos os habréis dado cuenta-, el relato de la Transfiguración es un relato en el que aparecen el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Es un relato en el que está como trasfondo del acontecimiento, ese acontecimiento único que los discípulos experimentaron, en el que pudieron ver la Gloria de Dios en la carne humana de Aquél que había caminado con ellos, que lloraría cuando la muerte de Lázaro (sin duda, habría llorado en más ocasiones), y Aquél que era su compañero de camino y su maestro, pudieron ver reflejada en Él la Gloria de Dios. Y la Gloria de Dios se descubre en el Nuevo Testamento como una Gloria que es un Dios que es comunión de personas. Todos sabemos que la estructura del Credo es trinitaria: Creo en Dios, creo en Jesucristo y creo en el Espíritu Santo, y las realidades que nacen de la Presencia del Espíritu Santo, del Espíritu del Hijo de Dios en el mundo, en la historia (la Iglesia, el perdón de los pecados, la esperanza y la vida eterna).
Normalmente, para nosotros, la Trinidad no cuenta mucho, o el Dios Trino no cuenta mucho en nuestra vida: hablamos de Dios como en general, hablamos de Dios como una persona, como si fuera un individuo (un poco como el dios de los deístas o como el dios de la masonería o como el dios de otras religiones, el judaísmo o el islam). Pero si alguien tuviera que describir cuál es lo específico del Dios cristiano, diría que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. No me gusta demasiado la palabra Trinidad porque es una palabra abstracta y en el Nuevo Testamento no aparece, surge muy tarde en la historia de la Iglesia. Pero el Dios Trino, el Dios que es Uno, y es a la vez Padre, Hijo y Espíritu Santo, está en el corazón del Evangelio. No porque Jesús dijera “Dios es Trino” (en ninguna ocasión lo dice); sí que aparece que los cristianos, ya en el tiempo del Evangelio y por indicación de Jesús, se bautizan, se marcan como cristianos (los antiguos cristianos llamaban al bautismo la marca, igual que los judíos llamaban a la circuncisión la marca; la circuncisión era una marca física que se hacía con un cuchillo y que producía sangre y herida). Pero los cristianos hablaban, de la misma manera que hablaban del sacrificio racional, razonable de la Eucaristía, donde no moría nadie, no se sacrificaba ningún animal ni ninguna criatura, porque era el sacrificio mismo de Dios por amor a nosotros, lo mismo la marca del bautismo era una marca espiritual, pero es la marca que distingue a los cristianos.
En el pasaje al final de San Mateo se habla de “bautizaos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Desde las primeras generaciones cristianas había una conciencia de que Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero si se analizan los pasajes del Evangelio en los que de alguna manera aparece mencionada o se tiene en cuenta la Trinidad, llegan casi a 90. Habréis oído mil veces “la Trinidad es un misterio” o “eso es tan difícil como el Misterio de la Trinidad”. En un sentido sí, pero.. ¡el misterio que somos cada uno de nosotros! ¿Quién de vosotros puede presumir de que conoce perfectamente a su mujer? Sólo un necio lo diría. Pero, ¿quién de vosotras puede decir “conozco perfectamente a mi marido, no tengo nada que aprender de él”? Tampoco lo diría. A lo mejor, lo decís, pero no sería nunca verdad del todo.
Un ser humano es siempre un misterio insondable. Siempre. Un niño es un misterio insondable. Nace un bebé en la casa y los abuelos o los padres pueden pasarse horas contemplando aquella criatura tan pequeña y tan frágil, y al mismo tiempo tan llena de misterio, tan inabarcable. Si nosotros somos inabarcables…, cómo el Rostro de Dios no lo va a ser. Sin embargo, eso no quiere decir que no podamos acceder a la Belleza de ese Dios, aunque sea su resplandor más de fuera. Si es el Dios que ha creado toda la belleza que hay en el mundo, algo de esa Gloria en Cristo resplandece.
Jesús se refiere siempre al Padre con una relación especial, como la de un niño pequeño que no teme nada si está de la mano de su padre. Abba, esa palabra que sale varias veces en la lengua de Jesús en el Evangelio, es la manera como Jesús habla de su Padre. Y expresa Él que no hace nada que no haya visto a su Padre; las obras que Él hace, perdonar a los pecadores, acercarse a ellos, comer con ellos (era un gravísimo pecado en el mundo del judaísmo fariseo: entrar en casa de un pecador y comer con unos pecadores, eso era una ofensa terrible a la concepción judía de la Ley. Y Jesús justificaba esa conducta diciendo “porque en el Cielo (es decir, porque Dios) tiene más alegría por un pecador que se convierte que por 99 justos que no necesitan conversión); o cuenta la palabra del hijo pródigo, donde el padre espera el retorno de su hijo, cosa que ningún padre judío, ortodoxo y fiel, y piadoso y bueno, haría jamás; y el padre aquel sale corriendo en busca de su hijo que ha dilapidado su herencia y la riqueza que le ha dado su padre, y que se la ha gastado lejos y de mala manera, que ha llegado a ser lo más humillante que un judío podía ser, pastor y pastor de cerdos, le abre los brazos y celebra con una fiesta su regreso.
Jesús habla constantemente de su Padre y nos introduce en esa relación cuando nos invita a decir Padrenuestro. En la liturgia de la Iglesia deberíamos hacerlo siempre. Siempre que se vaya a rezar el Padrenuestro, habría que decir “venga, vamos a decir juntos la oración que Jesús nos enseñó”, para que todos podamos decir Padrenuestro, porque eso es lo más importante: poder dirigirnos a Dios como nuestro padre, como Jesús se dirigía. Eso es lo que Jesús ha roto: los velos que cubrían la manera de referirse a Dios que sólo se le podía llamar Señor; o ref
erirse a Él de manera indirecta: “hay más alegría en el Cielo” o “habéis oído que se dijo”. Era habitual en el mundo judío usar ciertas formas para hablar de Dios sin hablar de Él. Nosotros de pie nos dirigimos a nuestro Padre cara a cara, como Jesús podía hacerlo, porque nos ha comunicado su Espíritu y somos hijos de Dios, aunque lo seamos por adopción, por la Gracia de Cristo, pero somos hijos de Dios.
Sólo en la Trinidad uno comprende que Dios es Amor. Un Dios que desborda su propio Ser en todas las plenitudes de aquello que nosotros somos capaces de intuir. Sólo un Dios que es comunión de personas puede ser Amor y fuente del Amor y plenitud del Amor. Si en Dios no hay comunión, y no hay por lo tanto alteridad, ¿cómo se podría explicar la necesidad que tenemos los seres humanos de amar y de ser amados? No se explica. Y Dios aparecería como un señor que crea el mundo porque le falta algo para entretenerse, como un ingeniero o como un niño con un juguete. Dios nos habría creado así si Dios no fuera Amor. Y Dios sólo puede ser Amor porque es una comunión de personas. La Gloria del Rostro de Cristo nos abre a una profundidad, pero es una profundidad preciosa.
Son muchas más cosas las que se derivan de que Dios sea Trino. No voy a hacer más que enumerarlas. Por ejemplo, que el ser del mundo participe del Ser de Dios; que no sea algo añadido, que no sea algo exterior, depende de la Trinidad de Dios. Todo lo que existe participa en el Ser de Dios. Dios está en todas las cosas. No hay nada que esté fuera de Dios. Eso es posible decirlo porque Dios es Trino. Pero el que seamos diferentes, diferentes un hombre y una mujer, diferentes las razas, diferentes las especies animales, el que la multiplicidad no sea una decadencia, sino que sea un bien, el ser distintos sea un bien porque nos permite salir de nosotros mismos para dirigirnos al diferente o para amar a aquel que es como nosotros y, al mismo tiempo, diferente… todo eso sólo puede considerarse una bondad si se parte del Dios Trino. Por lo tanto, el Dios Trino no es un problema de cómo uno son tres.
La Trinidad de Dios nos abre a los horizontes en los cuales encuentra justificación y sentido nuestra vocación al amor. Eso es lo grande. Y eso explica que nosotros seamos relación, que no somos unos individuos aislados que luego se relacionan exteriormente con otras cosas que están fuera. No somos así cada uno. Somos relación. Si alguien te pregunta quién eres, sólo puedes decir un nombre, y ese nombre te lo han dado; y si te preguntan un poco más, sólo puedes decir “soy hijo de fulanito y de menganita, y he nacido en tal sitio”. Somos relación. Pero somos relación porque Dios es relación de amor dentro de Sí mismo y es Cristo quien nos abre la profundidad de ese Rostro. El Señor se llama Señor de la Amargura. Ha descendido hasta el fondo de nuestras soledades, de nuestras miserias, de nuestros sufrimientos, para que, desde allí mismo, nosotros podamos intuir algo de esa Belleza inmensa de amor para la que hemos sido creados y que nos aguarda, no sólo en el Cielo, aquí, ya, cuando caemos en la cuenta del horizonte al que nos abre Cristo y de la vida que al comunicarnos su Espíritu Santo Cristo nos da. Y ya podemos empezar a mirarnos unos a otros como Dios nos mira, y a tratarnos como Dios nos trata, y a querernos como Dios nos quiere, y a perdonarnos como Dios nos perdona.
Mis queridos hermanos, pedíamos en la oración que podamos contemplar la Gloria de Cristo, el Rostro de Cristo. Que nos asomemos un poquito a ese Misterio de Amor que fundamenta nuestras vidas y todo lo que somos, y todo lo que hay de bello en ellas. Lo fundamenta y lo cumple. Cúmplelo Señor en nosotros y en todas las personas que queremos y que amamos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
12 de marzo de 2017
S.I Catedral