Lecturas bíblicas: Zac 2,14-17; Sal: Lc 1,46-55 (R/. «El Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo»); Rm 5,12.17-19; Aleluya: Lc 11,28 («Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen»); Evangelio: Mt 12,46-50.
Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de la Virgen del Carmen tiene un gran eco popular, de manera especial en las poblaciones de costa, donde es patrona de las gentes del mar; pero también es venerada en toda la Iglesia con gran amor, porque los fieles cristianos confían a la intercesión de Santa María del Monte Carmelo la purificación de las almas, que precede a la visión de Dios y participación plena de la bienaventuranza divina, de la felicidad eterna. Su imagen iconográfica la representa llevando en los brazos al Niño Jesús, que al igual que su madre, lleva en las manos el escapulario, devoción difundida por la Orden Carmelitana. María extiende a los fieles en proceso de purificación en el purgatorio el santo escapulario, para que aferrados a él alcancen la salvación.
Esta imagen se ha extendido en la historia y es fácil encontrarla en las iglesias parroquiales y en las ermitas de ánimas, y responde al carácter personal de la existencia de cada uno de los seres humanos, pues todos han de pasar por la muerte y no todos llegan a ella como tránsito al juicio en las mismas condiciones delante de Dios. Se trata de una representación con la cual acompaña la piedad popular la fe en la intercesión de María, no sólo por los vivos, sino también por los difuntos. Mediante su purificación última en el estado que llamamos purgatorio, el hombre pecador llega a su consumación definitiva en Dios. No podemos representar este proceso de purificación más que por medio de las imágenes que forman parte de la tradición de la piedad popular. El papa Benedicto ha hablado de esta purificación del purgatorio como de un proceso necesario de transformación del hombre, que nos acrisola como el fuego a los metales, para quedar libres de toda escoria, y de este modo hacernos capaces de asemejarnos a Cristo y en él a Dios, y de entrar plenamente en la unidad de toda la comunión de los santos[1].
La Virgen María es amada por el pueblo fiel porque, por su inmaculada concepción y su existencia toda santa, Dios nos la presenta como ejemplo y estímulo para que superemos todas las tentación y obstáculos con que tropezamos en la senda de la santidad: para que con su ejemplo e intercesión podamos salir victoriosos del pecado. Cristo Hijo de Dios y también hijo de María ha vencido la muerte, que tiene su origen en el pecado. Como enseña san Pablo, el pecado fue crucificado en la cruz de Jesús, porque el mismo Jesús «llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que muertos a los pecados, vivamos para la justicia; con cuyas heridas fuisteis curados» (1 Pe 2,24). Por esto, el Apóstol de las gentes puede decir que «así como un solo delito resultó condena para todos, así también por un acto de justicia resultó justificación y vida para todos» (Rm 5,18).
Sin embargo, nuestra salvación, ya conquistada por Cristo en la cruz, sólo se nos dará en la medida en que, por el triunfo de la gracia de Dios en nosotros, vayamos dando muerte al pecado ya en nuestra vida mortal, para que, tras el tránsito de la muerte, alcancemos mediante la plena purificación la vida eterna. Por eso, san Pablo no deja de decir que, mientras permanecemos en esta vida, «hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24). El Papa Benedicto lo explica con sencillez y profundidad de esta manera: «Según la fe cristiana, la” redención”, la salvación, no es simplemente un dato hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente»[2]. La victoria de Cristo sobre el demonio, cuando fue tentado en el en el desierto, y su definitiva victoria sobre él en la cruz, la obtuvo el Crucificado aferrándose a la fe esperanzada en Dios su Padre, confiando plenamente en que con su muerte alcanzaría definitivamente la nueva vida en Dios por su resurrección de entre los muertos. La fe victoriosa de Jesús nos ayuda a superar el pecado en nuestra vida presente y nos da esperanza para pasar por la muerte confiando en la misericordia de Dios para superar el juicio que nos aguarda. Lo superaremos si, con la intercesión de la Virgen María, confiamos en que Dios nos purificará para poder llegar a él, con «el alma madura para la comunión con Dios»[3].
La devoción a la santísima Virgen del Monte Carmelo responde a esta fe en su intercesión para que, redimidos por Cristo y configurados con él por el bautismo, superemos incluso en la muerte el juicio de Dios. Es fe en la vida eterna que sigue a nuestra vida terrena, en la cual María nos acompaña incluso en el tránsito que por la muerte nos lleva a la vida duradera. Pasando por el trance de la muerte se consuma nuestra existencia en Dios dejando atrás el peso del viejo Adán, para llegar a Dios «revestidos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios, en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,24), revestidos del nuevo Adán, Cristo Jesús.
El escudo del Carmen tiene una estrella sobre el monte en el que se eleva la cruz escoltada por dos estrellas, porque María es contemplada por el gran gremio de los pescadores y navegantes de todo el mundo cristiano como la contempló san Bernardo, como la estrella que en la tempestad ayuda a mantener orientado el timón y orientada la barca de nuestra existencia a Dios. Como reza el salmista, María nos ayuda a domeñar «la soberbia del mar y la hinchazón del oleaje» (Sal 89,10), para que vencidas las tentaciones, que son las pruebas de la vida, alcancemos el puerto de salvación. El mar, en verdad, con sus grandes tempestades y la inmensidad de sus profundidades impone no sólo a los pequeños o modestos barcos de pesca, sino a los mejor construidos como factorías industriales de explotación pesquera. La bravura del mar impone incluso a los navegantes protegidos por las singladuras mejor aseguradas. Los pescadores lo saben muy bien y la pérdida de vidas humanas en las procelosas aguas de los mares y de los océanos traen consigo días luctuosos para las familias de los pescadores. El mar sirve así de imagen prodigiosa del campo terrenal de la vida sometida a los riesgos que ha de afrontar nuestra condición de criaturas.
Sin embargo, la roca firme que es Dios nos asegura que hasta tal punto es amada la humanidad por el Creador que ha querido morar entre los hombres, al enviarnos a su Hijo para que se hiciera hombre y participara de nuestra carne naciendo de la Virgen María. Es cuanto afirma la lectura profética de Zacarías. Si Dios abandonó Jerusalén porque el pueblo elegido rompió la alianza, el perdón de Dios que ama a la humanidad de manera irrevocable lleva a Dios misericordioso a volver a habitar entre los hombres. María es la gran figura del nuevo pueblo de Dios, comunidad de redimidos y salvados por el triunfo de la gracia sobre el pecado.
La Jerusalén mesiánica contemplada por el profeta será la ciudad metrópoli de las naciones y, por el perdón del pueblo elegido, Dios hará partícipes de la salvación a todas las naciones. Así en la profecía de Zacarías: «Aquel día se unirán al Señor numerosas naciones; serán un pueblo para mí, y yo moraré en medio de ti» (Zac 2,15). Esta humanidad redimida y universal será la morada de Dios, que se une a su pueblo como el esposo se une a la esposa en nupcias definitivas: «Judá será la herencia del Señor, y su lote en la tierra santa, y volverá a elegir a Jerusalén» (v. 2,16).
Esta gozosa profecía de la morada de Dios con los hombres se cumple en la encarnación del Verbo y en su nacimiento de la Virgen Madre. Es lo que se nos dice en el evangelio que hemos escuchado. Pudiera parecer que la respuesta de Jesús al aviso de que mientras predicaba habían llegado su madre y sus hermanos, es una respuesta poco considerada con ellos, cuando Jesús pregunta: «¿quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12,46). No es así. Las palabras de respuesta que da Jesús a este interrogante significan que la unión del Hijo de Dios con la humanidad tiene un alcance que va más allá del parentesco: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (v. 12,50). Recordemos lo que enseña el Vaticano II en un texto digno de memoria: «En Cristo la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime. Pues el mismo Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre… Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado»[4].
Esta unión de Cristo con el género humano nos lleva a comprender que sólo nos podremos salvar en Cristo, porque sólo en él, nuevo Adán, único justo sin pecado, configurados con su muerte y resurrección, vencidas las pruebas y tentaciones de este mundo, podremos llegar a Dios. La Virgen María, de cuyo vientre nació Jesucristo nuestro Señor, nos ayuda con su ejemplo y nos acompaña con su presencia en medio de la Iglesia y su intercesión. En las manifestaciones que la Virgen ha hecho a los videntes en las apariciones que la Iglesia reconoce como fiables, María siempre pide que abandonemos una vida de pecado y nos convirtamos a Dios para salvarnos. María pide a todos orar por los pecadores. Conscientes de que todos necesitamos el perdón de nuestros pecados y la gracia redentora de Cristo, acudamos a la intercesión de María, que siempre nos llevará hasta su Hijo.
Iglesia parroquial de San Sebastián
En la fiesta de la Virgen del Carmen de Huerta
Almería, a 16 de julio de 2021
X Adolfo González Montes
Obispo de Almería
[1] Cf. J. Ratzinger, Escatología. La muerte y la vida eterna (Barcelona 1980) 212-216.
[2] Benedicto XVI, Carta encíclica sobre la esperanza cristiana Spe salvi, n. 1.
[3] Spe salvi, n. 45.
[4] Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, n. 22