Homilía de Mons. Adolfo González Montes en el XXIV aniversario de la consagración episcopal

Lecturas bíblicas: Is 6,1-8; Sal 39,2.4.7-10 (R/. «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad»); Col 1,24-29; Aleluya: Mc 1,17 («Venid conmigo -dice el Señor- y os haré pescadores de hombres»); Lc 5,1-11

Queridos hermanos sacerdotes, religiosas y seminaristas; y queridos fieles laicos;

Queridos hermanos y hermanas:

Se cumple hoy por la misericordia de Dios el XXIV Aniversario de mi consagración episcopal en la Catedral del Salvador de Ávila. Cinco años después dispuso el Señor que fuera trasladado a esta Iglesia de Almería, donde se cumplen el próximo día 7 del corriente diecinueve años ejerciendo el ministerio apostólico como pastor de esta Iglesia particular, en la que el Señor ha querido que fuera fundamento visible de su unidad y vínculo de comunión eclesial[1].

Han sido años ilusionados de generosa dedicación al ministerio pastoral sin reservas, años fructíferos que han hecho posible un cambio muy profundo de las condiciones de una Iglesia diocesana que, a mi llegada, requería estructuración y consolidación espiritual y material, sucediendo en el tiempo el ministerio de mi venerado predecesor, al que cumplió esforzarse con denuedo por el crecimiento espiritual del presbiterio, apenas salido de unas décadas de especial dificultad tras la crisis posconciliar. A él correspondió trasladar la comunidad de seminaristas mayores a la capital diocesana, devolviéndola a Almería después de un cuarto de siglo en Granada, hondamente afectada por la crisis eclesial.

Por mi parte, ha sido decisión conscientemente asumida continuar la labor de mi predecesor y consolidar los logros de su pontificado, apostando con mi propio genio y saber por todo cuanto han exigido de mí los años que me ha tocado ser pastor de esta Iglesia, que me es tan amada, con la que el Señor quiso desposarme. Los textos sagrados que hemos escuchado iluminan el ejercicio de mi servicio pastoral con la luz de la revelación divina que esclarece la naturaleza del ministerio como institución de fundación divina.

El impresionante y sobrecogedor relato de la vocación de Isaías esclarece la iniciativa divina en la vocación profética, que requiere aquella santidad que evocan tanto la trascendencia de Dios aludida por el carácter elevado y excelso del trono divino como el aleteo de los serafines de seis alas que sobrevolaban el trono. Con dos alas se cubrían el rostro por temor de ver al Dios de Israel, cuya santidad se expresa en su trascendencia sobre la realidad creada; con dos alas se cubrían el cuerpo y con dos alas se cubrían los pies, evitando el contacto con lo profano, si por tal se entiende el mundo marcado por el pecado, concepto que se prolonga en el evangelio de san Juan. ¿Cómo no evocar los discursos del adiós de Jesús en el cuarto evangelio? Jesús ora por sus discípulos, porque «ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido los retire del mundo, sino que los guarde del Maligno» (Jn 17,14-15).

La santidad de Dios es proclamada por los serafines que gritan uno al otro: «Santo, santo, santo, Señor de los Ejércitos, llena está la tierra de tu gloria» (Is 6,3). Isaías tiene un particular interés en reivindicar en su predicación la santidad de Dios. El profeta no es contrario al culto, como podría hacer pensar su dura crítica a la vaciedad de un culto que honra a Dios con los labios, pero el corazón de los que le rinden culto está lejos él (cf. Is 29,13), pasaje de Isaías que Jesús recordará para prolongar la crítica del profeta, censurando un culto carente de contenido por su vaciedad y contrario a la honda verdad de los preceptos divinos (cf. Mc 7,6-7→ Mt 15,8-9). El verdadero culto practica la alabanza y la súplica, en las que el hombre reconoce que sólo puede vivir si cumple los mandamientos de Dios y confiesa su señorío sobre la creación y la historia de la humanidad; y si acude a Dios como al único Dios de misericordia que puede rescatar al ser humano de su condición pecadora.

Es aquí donde se ubica la experiencia de Dios tremenda y fascinante del que toma conciencia de la santidad de Dios y de la propia condición pecadora. El profeta exclama: «¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, hombre de labios impuros, que habito en medio de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos la Rey y Señor de los ejércitos» (Is 6,5). Es la experiencia de quien es llamado al ministerio y se siente pequeño y pecador, hombre de labios impuros, llamado a proferir la palabra de la salvación. Aunque algunos comentaristas discuten que este pasaje de Isaías sea específicamente vocacional y afirman que, más bien, se trata de un texto de encomienda de una determinada misión divina a Isaías, relacionada con la amenaza que para Judá representa la guerra de ríos y samaritanos en torno al año 734, lo importante es la experiencia en sí de Dios que llama y encomienda un cometido que no es posible llevar a cabo sin el mandato divino, y sin el acercamiento a la santidad de aquel que envía y es todo santo[2]. Por eso, aunque uno es hombre de labios impuros, Dios purifica al que envía tocando los labios del profeta con un carbón encendido y le dice: «Mira: esto ha tocado tus labios, ha desaparecido tu culpa, está expiado tu pecado» (Is 6,7).

A lo largo de mi ministerio entre vosotros he puesto un particular empeño en la necesidad de santidad que tenemos todos los ministros ordenados, puestos al servicio de la santificación del pueblo de Dios. Para ello se hacía necesario lograr una formación acorde con la mente de la Iglesia y la necesidad pastoral de cada momento y situación, teniendo en cuenta que la caridad pastoral de los sacerdotes define el espíritu sacerdotal, alejando a quienes han sido llamados al ministerio de una lenta pero progresiva asimilación al trabajo contractual marcado por reivindicaciones que de hecho estrechan el corazón del pastor. Una asimilación que sigue hoy creciendo desvirtuando la naturaleza del servicio sacerdotal; y de ahí la necesidad señalada por el Papa llamando a una verdadera “conversión pastoral”: conversión que algunos vacían de contenido evangelizador, para diluir el ministerio en un servicio de múltiple uso similar a la intendencia y la logística de las organizaciones benefactoras.

Vivimos una situación de caída de las vocaciones sacerdotales y ministeriales en general, de pérdida de las vocaciones a la vida consagrada, y de sólo podremos salir de esta crisis con el empeño de todos los diocesanos y sin escatimar compromisos y medios. Las vocaciones sacerdotales y la formación sacerdotal tienen su lugar propio en la diócesis. Siempre se ha dicho con acierto: ignorar los errores del pasado es arriesgarse a repetirlos, o peor aún: predisponerse a cometerlos de nuevo. Por otra parte, la vocación al sacerdocio se fortalece con fidelidad a la tradición apostólica, del mismo modo que la vida consagrada no puede ser despojada de los consejos evangélicos. Proponerlo así, favorecerlo poniendo los medios necesarios e ilusionando a los jóvenes con las vocaciones de especial consagración ha sido una constante de mi ministerio pastoral.

Del mismo modo, que he procurado una pastoral familiar basada sobre la antropología del matrimonio fundado sobre la unión de un varón y de una mujer, que ofrece la revelación divina como origen de la familia, que toma nombre del mismo misterio de comunión entre personas divinas que se dan en Dios uno y trino. El clericalismo del laicado lo distrae de su cometido propio en la acción evangelizadora de la Iglesia, por mucho que se apele a cuánto pueden hacer los laicos para suplir la insuficiencia de sacerdotes y diáconos. La enseñanza del Vaticano II es clara sobre este importante cometido: los laicos están llamados a llevar el evangelio a los asuntos temporales, y ser al mismo tiempo colaboradores del ministerio pastoral sin un clericalismo engañoso. Los ministerios laicales son un campo más rico de lo que habitualmente estamos acostumbrados a admitir, y el Papa acaba de enriquecer los cometidos del laicado en la acción pastoral de la Iglesia dando estatuto al ministerio del catequista, basándose en que este es un ministerio antiguo y permanente en la acción evangelizadora de la Iglesia.

He querido en estos años responder a la exhortación de Cristo a los Apóstoles para que convertidos en pescadores de hombres cosecharan unas redes abundantes. Esto no se logra, ciertamente, ocultando la fe para conjurar el escándalo de la cruz, ni acomodando a los deseos de cada generación el anuncio del Evangelio. La asimilación del evangelio a la mente del mundo sólo trae consigo amoldar la vida de la Iglesia a imagen del mundo. Si se pierde la fe en la encarnación del Verbo, viendo en ella una expresión meramente simbólica del dogma de Cristo, de forma que Jesús se convierta en paradigma del sentimiento religioso común a la humanidad en proceso de secularización definitiva; si hacemos de Cristo un maestro de coherencia ética o de moral convergente con lo que le es posible aceptar como correcto a la mera razón; o bien cambiamos a Cristo por un reformador social, aspiración de tiempos no lejanos; si esto sucede, entonces la Iglesia ha perdido para siempre su futuro, porque otros cumplirán que ella con estos programas de cristología “al uso del tiempo” sin tomar como pretexto a Cristo Jesús.

Este denunciado por el Papa Francisco es de verdad una tentación que ronda al cristianismo débil y sin estridencias, al populismo ideológico o pauperista de ayer y hoy, porque lo que cambia es sólo el contexto de cada época. Por eso conviene recordar estas palabras de Francisco: Los gnósticos «conciben una mente sin encarnación, incapaz de tocar carne sufriente de Cristo en los otros, encorsetada en una enciclopedia de abstracciones. Al descarnar el misterio finalmente prefieren “un Dios sin Cristo, un Cristo sin Iglesia, una Iglesia sin pueblo”»[3].

Cristo manda a Pedro remar mar adentro y Pedro le dice que han pasado toda la noche sin coger nada, y añade: «pero por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5).  La pesca resultó copiosa en exceso como para llenar dos barcas y, una vez más, parta que Pedro confesara con su sincera humildad: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (Lc 5,8). En el mosaico de Marko Rupnik en la capilla de la sucesión apostólica de la Conferencia Episcopal, vemos que mientras los apóstoles echan las redes es Jesús quien les va metiendo en ellas los peces. Esta feliz escena del mosaico dice lo nuclear de este pasaje evangélico: nada es posible sin Jesús, como él mismo enseña a los apóstoles «porque separados de mí, no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Jesús nos manda echar las redes, pero no quiere que desesperemos al constatar nuestro fracaso en la pesca, sino que mantengamos la fe en que él puede hacer lo que nosotros no podemos. Por tanto, sólo él nos libra de culpabilizar nuestra conciencia cuando el seguimiento es pasión de amor sin otro interés que el de Jesús, venciendo la concupiscencia que mueve la envidia ante los logros de los demás hermanos, a los que necesitamos desacreditar y descalificar para eliminarlos como obstáculo que impide nuestro protagonismo en exclusiva. En el discipulado de Jesús no cabe una rivalidad movida por el deseo de poder y el manejo que manipula y subyuga sometiendo incluso por acoso y derribo, para que cuanto peor le vaya a mi hermano mejor me va a ir a mí. Esta tentación la tenemos desde el principio en movimiento, pero sólo tiene la respuesta de Pablo: «Yo planté, Apolo regó, pero fue Dios quien hizo crecer» (1Cor 3,6).

Las rivalidades y las envidias han sido causa de muchos sufrimientos para mí como para tantos hermanos, y ante esto sólo me queda decir con el Apóstol que «me alegro de sufrir por vosotros: así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia, de la cual Dios me ha nombrado ministro» (Col 1,24-25a). Aun cuando no fuera justo el sufrimiento que se me ha infligido, tengo firme convicción de que no hubiera sido posible sin la complicidad de quienes lo han provocado, sé que obedeciendo sigo el camino de Cristo. Así, anunciando a Cristo, mi tarea apostólica es la de lograr por su gracia que «todos alcancen la madurez de la vida en Cristo: ésta es mi tarea en la que lucho denodadamente con la fuerza que Dios me da» (Col 1,28-29). Que Dios me lo conceda por la intercesión de Nuestra Señora. Amén.

 

  1. A. I. Catedral de la Encarnación

Almería, a 5 de julio de 2021

[1] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 23.

[2] Cf. J. Blenkinsopp, El libro de Isaías (1-39) (Salamanca 2015) 222-226.

[3] Francisco, Exhortación apostólica Gaudete et exultate, n. 37.

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