Homilía del Domingo XII del T.O

Lecturas bíblicas: Jb 38,1.8-11; Sal 106,23-26.28-31 (R/. «Dad gracias al Señor porque es eterna su misericordia»); 2Cor 5,14-17; Versículo de Aleluya: Lc 7,16 («Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo»); Mc 4,35-40.

Queridos hermanos y hermanas:

La vida pública de Jesús es el marco de revelación de su misión, y por medio de su actuación y su palabra llegamos al conocimiento de la fe, donde Jesús se nos manifiesta como el Hijo de Dios. El evangelio de hoy equipara a Jesús con Dios Creador del mundo universo, como quien domina sobre los elementos de la naturaleza. Así vemos en el evangelio de san Marcos que nos presenta a Jesús y a sus discípulos sorprendidos por la tempestad, sobrevenida cuando cruzaban de una orilla a la otra del lago. Que Jesús durmiera en popa mientras sus discípulos se asustaban por la magnitud de las olas y del viento, manifiesta la humanidad de Jesús, su cansancio físico y la necesidad de reposo que Jesús comparte con todos los seres humanos, cansancio y reposo de Jesús que nos ayuda a confesar que es verdaderamente hombre, como que nos permite confesar que es verdaderamente Dios ordenando cesar al viento y devolviendo las aguas a su estado de reposo. Son mayoría los comentaristas que ponderan que la intención de Jesús al retirarse al reposo era poner a prueba a sus discípulos.

Con todo, es razonable considerar que la necesidad de reposo de Jesús le coloca como ser humano en plena sintonía con todos nosotros. El evangelista san Juan transmite el criterio que nos permite discernir al verdadero cristiano, que es la confesión de la carne, es decir, de la humanidad del Salvador: «En esto conoceréis al espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne mortal, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios» (1Jn 4,2-3). La carne de Jesús, su humanidad ha de ser confesada contra quien niegue la condición verdaderamente humana de Cristo Jesús. Al mismo tiempo, es necesario confesar su divinidad como Hijo eterno de Dios. Así lo proponían tanto los evangelistas como los primeros padres de la Iglesia como doctores de la fe. La carne de Jesús permitía saber quién era a los ojos de este mundo, como el carpintero, hijo de María (cf. Mc 6,3→Mt 12,46 y Lc 8,19-20), como así lo veían sus vecinos y los que sabían de su ascendencia galilea (Jn 1,45-46), y los que se referían a su misión mesiánica con escepticismo, porque la carne de Jesús al mismo tiempo que hacía evidente su condición humana, dificultaba a sus opositores y críticos considerarle como un ser divino, como vemos en el evangelio de san Juan en la polémica de Jesús con los judíos (cf. Jn 7,27-28).

Son las curaciones de Jesús y la acción de resucitar a los muertos lo que los evangelios consideran determinante en la confesión de fe, como lo demuestra la polémica de Jesús con sus adversarios: «Pero si por el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de Dios» (Lc 11,20). Es el contexto de sus acciones como taumaturgo, como quien obra milagros que sólo pueden venir de Dios, es en este contexto en el que Jesús se acredita como enviado del Padre. El evangelio de hoy debe entenderse en esta perspectiva, pues iguala los poderes de Jesús sobre los elementos naturales con los poderes del Dios creador. El libro de Job atribuye a Dios la creación del mundo y refleja una concepción del mundo como criatura, como así lo confiesa la fe judía. Dios no sólo se muestra como creador y señor del mundo en los fenómenos más sorprendentes de la naturaleza, fenómenos que se le imponen al hombre y le sobrecogen, le achican y le causan anonadamiento como el fragor de las aguas impetuosas y el ocurrir de la tempestad en el mar y el aparato de eléctrico de la tormenta que rasga el cielo. Los salmos cantan así a la gloria de Dios creador: «Dios mío, ¡qué grande eres! / Te vistes de belleza y majestad (…) construyes tu morada sobre las aguas; / las nubes te sirven de carroza, / avanzas sobre las alas del viento» (Sal 103,1.2). Dios es señor de todas las fuerzas de la naturaleza que él mismo ha creado, por eso libra a los amenazados por estas fuerzas naturales de su peligrosa embestida: «Él habló levantó un viento tormentoso, / que alzaba las olas a lo alto (…) Pero gritaron al Señor en su angustia, / y los arrancó de la tribulación. / Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar» (Sal 106,25.28-29).

La tormenta sirve al autor sagrado para la manifestación de Dios y de su poder (teofanía), para plantear ante la grandeza y fuerza de su desarrollo quién es el señor de los elementos: «Tú domeñas la soberbia del mar / y amansas la hinchazón del oleaje. / Tuyo es el cielo, tuya es la tierra; / tú cimentaste el orbe y cuanto contiene…» (Sal 88,10.12). Jesús se revela en el evangelio como el que ordena y somete a los elementos naturales, ejerciendo la misma acción divina. Es lo que resaltan los padres y doctores de la Iglesia antigua al hablar de la condición divina de Jesús, pues mientras Jesús dormía se desarrolló la tempestad y él así lo permitió para poner de manifiesto que, al mismo tiempo que probaba la fe de sus discípulos, el que increpó al viento para que el mar serenase su oleaje «no era una criatura, sino su Creador»[1].

El pasaje de la tempestad calmada por Jesús nos sugiere múltiples reflexiones, que orientan nuestra vida cristiana. Así, san Gregorio Nacianceno comenta, al tiempo que pondera la humanidad y la divinidad del Señor, que Jesús en efecto, por su condición humana, cayó rendido por el sueño como un hombre más, pero por su condición divina es el verdadero reposo de los abatidos y fatigados, porque en razón de su divinidad, Jesús levanta y «se hace ligero sobre el mar, da órdenes a los vientos y, cuando Pedro se hunde en las aguas, lo levanta»[2]. Otros padres abundan en la comparación de la barca que lleva a los discípulos con Jesús a la otra orilla del algo con la Iglesia sacudida por las olas, que son las dificultades con las que tropieza la vida cristiana la vida cristiana que son las olas[3].

Hay alusiones muy sugerentes sobre el trasfondo de este pasaje evangélico de la tempestad calmada por Jesús y la tempestad de la historia de Jonás, donde la narración gira en torno a la misión del viaje. Jesús es quien ha dado orden a los discípulos de pasar a la otra orilla, territorio pagano al que los discípulos se resisten como Jonás a viajar, porque tienen una comprensión de la misión de Jesús cerrada a la evangelización fuera de Israel. Jesús abre la predicación del evangelio del reino a los paganos del territorio de Gerasa, en la comarca oriental del lago, en el territorio de la Decápolis, mientras los discípulos tropiezan con las dificultades del nacionalismo religioso judío: no conciben presentarse ante los paganos como iguales a ellos, renunciando a la superioridad de Israel. No tienen suficiente fe y les falta la plena adhesión a Jesús, por eso fracasan en su misión cuando Jesús los envía a predicar[4]. El exorcismo de Jesús para liberar del demonio al endemoniado llenó a éste de alegría y comenzó a propagar por toda la región la liberación realizada por Jesús, un signo de cómo alcanza el evangelio a los paganos mediante su fuerza liberadora. Los hebreos sabían que a las fuerzas del mal sólo Dios puede vencerlas, y Jesús como Dios puede obtener la victoria sobre las fuerzas y espíritus del mal que nos tientan con el fin de someternos al Maligno. Ante las dificultades que plantea la vida de fe y la misión del cristiano en el mundo, san Agustín invita a despertar a Cristo dormido en cada corazón, para pedirle como los discípulos que ayude a fortalecer la debilidad de nuestra fe. Dice el santo doctor que despertar a Cristo es pensar en él, porque sólo con él podemos superar la debilidad de la fe y la tentación, y cuando la fe es fortalecida también es vencida la tentación, el viento y las olas de la tempestad han sido vencidas, y entonces, una vez más, siempre, podemos decir con los discípulos: ¿Quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?[5].

Es preciso advertir que la situación de inseguridad y débil fe en Jesús que la tempestad ayuda a descubrir en los discípulos es del mayor interés en el evangelio de san Marcos. Por eso, aunque los simbolismos que el pasaje evangélico sugiere son varios, conviene tener en cuenta que el hecho de que Jesús duerma mientras el fragor de la tempestad atemoriza a los discípulos concentra el mayor interés del evangelista[6], que nos exhorta a fortalecer nuestra la fe en Jesús, sin la cual no podemos afrontar las dificultades de la vida cristiana y de la misión.

Hoy es el Día Mundial de los Refugiados que se celebra desde hace ya tres años cada 20 de junio. Los obispos de la Comisión de migraciones nos recuerdan la necesidad de protección y ayuda que tienen más de 30 millones de personas obligadas a migrar de sus tierras, para poder superar su situación de huida forzada y destierro de sus hogares. Hemos de orar y ayudar a cuantos nos piden esta ayuda. Tengamos presentes a los que se ver forzados a emigrar por necesidad, al tiempo que los responsables de las sociedades de acogida no pueden tampoco desentenderse de combatir a las mafias que trafican con seres humanos. El Espíritu derrama la caridad que inspira nuestro compromiso con estos hermanos nuestros, familias enteras que necesitan de nuestro apoyo, ayuda y oración.

Almería, 20 de junio de 2021

 X Adolfo González Montes

Obispo de Almería

[1] San Atanasio, Carta festal, n. 29: PG 26,1428.

[2] Discurso teológico, 29, 20: PG 36, 100-101; cit. según La Biblia comentada por los Padres: NT 2. El evangelio de según san Marcos (Madrid 2000) 119, nota 12.

[3] Orígenes, Homilía sobre el evangelio de Mateo, 3, 3: GCS 41/1, 260, según cit. en ibid., 119, nota 7.

[4] J. Mateos-F. Camacho, El evangelio de Marcos, vol. I (Madrid 1993) 423.

[5] San Agustín, Sermón 63, 2-3: BAC 95, 137-138.

[6] Cf. J. Gnilka, El evangelio de san Marcos, vol.I. Mc 1-8,26 (Salamanca 1986) 228-229.

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