«Los tres rostros de Dios», comentario al Evangelio de la Solemnidad de la Santísima Trinidad – B

Foto:  La revelación de Dios Trinidad.  Icono de Andréi Rubliov (1411-1425) Museo Andréi Rubliov, ubicado en el monasterio de Andrónikov (Moscú)

¡Dios ha muerto! fue -hace algunas décadas- el grito de quienes pensaban que, al fin, el hombre se había liberado del yugo de lo divino. El mito de la autonomía del hombre frente a Dios ha sido para muchos expresión de su opción en favor de un hombre plenamente desarrollado. Pero el tiempo ha pasado y las cosas no han resultado como pensaron. La destrucción de la fe en Dios ha sido como romper un espejo: se han multiplicado los ídolos. Y -sinceramente- nunca está más en peligro un pueblo que cuando se alzan sobre él hombres o instituciones que se creen dioses. Frente a esto, la fiesta que hoy celebramos -la Santísima Trinidad- es una invitación a reflexionar sobre el Dios en el que creemos y el Dios que predicamos. Porque es sobrecogedor pensar que la falta de fe de muchos no sea en realidad una negación del Dios vivo y verdadero, sino un rechazo de la imagen que los creyentes les hemos presentado.

Por ello, necesitamos saber en qué creemos -es decir: qué decimos cuando decimos Dios– y nada mejor que el final del evangelio de san Mateo en el que se dice que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es Padre porque es fuente de vida, porque es creador y, sobre todo, porque nos ha hecho hijos suyos. Cuando definimos a Dios como padre, en realidad estamos declarando la suprema dignidad del ser humano, algo que nadie le puede arrebatar, algo de lo que nadie puede despojarse ni ser despojado. Es Hijo porque, llegado el tiempo previsto, se hizo uno de nosotros para hacernos ver cuánto amor nos tiene y cuánto amor debemos tenernos unos a otros. Si Dios Padre habla de filiación, Dios Hijo habla de fraternidad. Y es Espíritu Santo, es decir, vida, porque el ser hijo y hermano no es mera doctrina, sino profunda realidad. Como a Adán se dio el aliento, así a nosotros se nos ha dado el Espíritu, como un don absolutamente gratuito, como fuerza que sostiene en la existencia a los que caminan.

Debido al influjo del pensamiento oriental y utilizando la vía de la sanación y las terapias naturales, está muy presente en nuestro mundo algo que ya lo estuvo en los primeros siglos de cristianismo y que fue rechazado por ser ajeno a él. Se trata de las doctrinas gnósticas últimamente resucitadas por los profetas de la Nueva Era. Entienden a Dios no como alguien sino como algo: como la energía divina e increada de la que el mundo no es sino una manifestación, con la que podemos entrar en contacto y a la que podemos poner en activo utilizando determinadas técnicas. No entramos en discusiones sobre la naturaleza de la energía humana o universal. Pero hay algo que no puede olvidar el cristiano: esa energía -cualquiera que sea su naturaleza- es una criatura, es decir, una obra de Dios. Pero no es Dios. Dios es distinto del mundo y de todo lo que éste encierra. El Dios en quien creemos es un padre misericordioso y providente, que sale a nuestro encuentro en cada ser humano -sobre todo en el que sufre- y vive en lo más íntimo de nuestro corazón. Es Dios Amor que libera al hombre del temor y le abraza cuando llega el momento supremo de la vida: la muerte.

Francisco Echevarría Serrano,
sacerdote y licenciado en Sagradas Escrituras

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