Reproducimos la homilía del Obispo diocesano pronunciada en la Misa de bendición de la obra pictórica de Ibáñez en la Iglesia de la Inmaculada Concepción de Albox
Lecturas bíblicas: Hch 10,25-26.34-35.44-48. Sal 97,1-4 (R/. «El Señor revela a las naciones su justicia»). 1Jn 4,7-10. Aleluya: Jn 14,23 («Si alguno me ama, guardará mi palabra…»). Evangelio: Jn 15,9-17.
Queridos hermanos y hermanas:
Nos congrega esta mañana la celebración de la misa dominical de este domingo VI de Pascua que, como todo el tiempo pascual, está centrado en la resurrección de Cristo del lugar de los muertos y en su glorificación junto a Dios Padre por su victoria sobre la muerte. Es un tiempo particularmente apto para bendecir el retablo sobre de la resurrección de Cristo obra del artista Juan García Ibáñez, que diseñó el presbiterio y el altar que dedicó mi venerado predecesor Mons. D. Rosendo Álvarez Gastón el 8 de diciembre de 1999. Ibáñez realizó las pinturas del retablo, que han venido dando marco a la modesta imagen de la Inmaculada, hoy sustituida por la talla realista de la Purísima, también suya y a la que ahora marco un pequeño retablo clásico que para ella ha creado. Al mismo tiempo, se han incorporado al retablo de 1999 dos nuevos lienzos alusivos a la Concepción Inmaculada de María Virgen: el pecado de nuestros primeros padres y la anunciación a María, que da título a la iglesia Catedral y a tantas iglesias parroquiales de la diócesis.
En este conjunto contemplamos hoy las escenas eucarísticas de la última Cena y la aparición del Resucitado a los caminantes de Emaús, que aluden de izquierda a derecha a la consagración del vino y del pan.
Hoy bendecimos esta obra artística y la remodelación del retablo del presbiterio, acción sacramental que prolongamos en la bendición del magnífico retablo de la Resurrección, obra de este autor almeriense que ofrece él ofrece como aportación generosa al patrimonio histórico artístico de su parroquia, enriqueciendo con obras de nuestro tiempo el patrimonio diocesano. En el retablo de la Resurrección no sólo ha retocado el artista la imagen del resucitado, sino que ha agregado a él, para constituir un conjunto armonioso los nuevos lienzos que completan la presencia gloriosa de Cristo en la Iglesia. En este conjunto contemplamos hoy las escenas eucarísticas de la última Cena y la aparición del Resucitado a los caminantes de Emaús, que aluden de izquierda a derecha a la consagración del vino y del pan. Un retablo destinado a la capilla del Santísimo Sacramento, en la que se ubican el sepulcro de los restos del beato Juan Ibáñez Martínez, presbítero mártir que se cuenta entre los mártires de Almería muertos por Cristo en la persecución religiosa del pasado siglo. Sobre su sepulcro se halla el lienzo de su efigie, obra también del artista que escolta el retablo que bendecimos.
Nuestra homilía tiene hoy ilustraciones plásticas que nos ayudan a concentrar la atención en la Resurrección del Señor, pues cada vez que comemos y bebemos los dones eucarísticos en la celebración de la Misa anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva glorioso (cf. 1Cor 11,26). El evangelio de este domingo sexto de Pascua recoge un fragmento más del discurso del adiós de Jesús en la noche de la última Cena. Próxima ya la partida definitiva del Señor y con ello el alejamiento físico de sus discípulos por su muerte y resurrección, Jesús les habla del amor que el Padre le ha tenido, para confiarles que los ha amado del mismo modo; y añadir con intensa exhortación que, si ellos le quieren, deben permanecer en él. El pasado domingo veíamos que Jesús se servía de la alegoría de la vid y los sarmientos para explicar a sus discípulos que, al igual que los sarmientos se nutren de la savia de la vid, así deben permanecer unidos a él para vivir de la vida divina que les llega por medio de él como sucede con el tronco de la vid que alimenta a los sarmientos. Sin este alimento los sarmientos no pueden dar fruto y los tampoco los discípulos si no permanecen unidos a Jesús (cf. Jn 15,5-8). Una vez que Jesús ha puesto esta premisa explica que la permanencia en él equivale a guardar sus mandamientos, que Jesús les resume en el amor que los deben unir a él y al Padre (Jn 15,10).
Esta comunión de los discípulos con Jesús es el embrión de la Iglesia y en él se contienen tanto el ministerio de los sucesores de los apóstoles como la congregación de los fieles que ha de seguir a la predicación del evangelio. El segundo concilio del Vaticano afirma que «los Apóstoles, mediante el anuncio del Evangelio en todas partes, acogido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, reúnen la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y construyó sobre Pedro, el primero de ellos, siendo el propio Jesús la piedra angular»[1]. Como venimos considerando estos días de Pascua, somos integrados en la Iglesia mediante el bautismo que nos introduce en la comunión eclesial, y esta comunión es con los Apóstoles y con sus sucesores, con la comunidad de discípulos, mediante la cual entramos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, como dice la primera de san Juan (cf. 1Jn 1,3). No podríamos llegar a esta comunión sin la acción del Espíritu Santo en nosotros, porque es él quien infunde en el corazón de los creyentes el amor, la caridad de Dios, que es virtud teologal infundida, igual que las otras dos virtudes teologales, la fe y la esperanza. No son alcanzadas por las fuerzas humanas o la disciplina de sus facultades; son don de Dios que nos viene por la inhabitación en nosotros del Espíritu santificador. El amor es la misma vida divina, y así dice la primera de Juan: «Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,8), para afirmar a continuación que el amor de Dios se ha manifestado «en que Dios mandó al mundo a su Hijo único, para que vivamos por medio de él» (1Jn 4,9).
La resurrección de Jesús acredita su persona divina y la verdad de sus palabras, porque en su victoria sobre la muerte Dios ha confirmado cuanto Jesús afirmó de sí mismo: Él es «la Verdad y es el Camino y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.
La resurrección de Jesús acredita su persona divina y la verdad de sus palabras, porque en su victoria sobre la muerte Dios ha confirmado cuanto Jesús afirmó de sí mismo: Él es «la Verdad y es el Camino y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14,6-7), pues por medio de él entramos en la comunión con el misterio divino, donde se nos descubre el sentido del mundo y de la vida humana, y tomamos parte en la vida divina, aquí de un modo incipiente y de forma consumada y plena en la vida eterna que esperamos. La resurrección es la pieza clave del mensaje cristiano, cuyo anuncio siempre tendrá una dimensión apologética, es decir, de acreditación positiva de la intervención de Dios en la vida de Jesús, revelando que Él, en verdad, era el Cristo redentor del mundo, el Salvador universal.
Es misión de la Iglesia llevar el anuncio de la buena noticia de la salvación en Cristo a todas las naciones, en obediencia gozosa al mandato de Cristo resucitado a los Apóstoles, a los que ordena predicar el Evangelio y bautizar a todas las gentes enseñándoles a guardar cuanto él les ha enseñado y prometiéndoles: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). No fue, sin embargo, fácil para los discípulos de Jesús llegar a la convicción plena del carácter universal del Evangelio, tal como podemos ver en la primera de las lecturas de este domingo, donde se recoge el pasaje de la estancia de Pedro en casa del centurión romano Cornelio. Ante la crítica de cuantos sostenían la postura de que los paganos que vinieran a la fe en Cristo debían observar todas las leyes y tradiciones judías recibidas de Moisés, Pedro afirma con contundencia que «Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10,34-35).
Fue necesario el primer concilio de la historia de la Iglesia, si así llamamos a la reunión de los apóstoles y los presbíteros en Jerusalén, como nos informa el libro de los Hechos, donde se halla recogida la carta de las conclusiones conciliares que los Apóstoles enviaron a todas las Iglesias (cf. Hch 15.23-29). En esta asamblea promovida por Bernabé y Pablo, se tomó la firme decisión de no imponer a los cristianos venidos del paganismo la ley de Moisés que obligaba a los hebreos y que prescribía la circuncisión de los varones. San Pablo expone en sus cartas cómo la salvación se da no por la circuncisión, sino por la fe en el Evangelio de Cristo. El Apóstol de las gentes asegura con convicción, sabiendo que la razón está de su parte: «Pues no hay distinción [entre judíos y paganos], ya que todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús» (Rm 3,22.23).
Por la resurrección de Cristo Hijo de Dios, el Padre ha derramado el don del Espíritu Santo sobre todos los creyentes en Jesús como sucedió con la casa de Cornelio, como así lo demanda la pregunta de Pedro en aquella casa: «¿Se puede negar el agua del bautismo a los que han recibido el Espíritu Santo igual que nosotros? Y mando bautizarlos en nombre de Jesucristo» (Hch 10,47-48). Así, pues, nos apremia la evangelización y no podemos cejar en este empeño, porque es misión de la Iglesia llevar la buena noticia de la salvación a todos los hombres y pueblos, a todas las naciones. No podemos transformar en una empresa meramente humanitaria la obra de las misiones ad gentes, es decir, el anuncio del Evangelio a los pueblos y sociedades no cristianas, porque este anuncio es el gran programa de Cristo como evangelizador enviado por el Padre al mundo.
Encomendamos la obra misionera de la Iglesia a la que es estrella de la evangelización, la Inmaculada Virgen María, reina de los mártires y señora nuestra, y a la intercesión de los bienaventurados mártires de Almería.
Iglesia parroquial de la Inmaculada Concepción de Albox
9 de mayo de 2021
+ Adolfo González Montes, Obispo de Almería
[1] Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, n. 19.