Monseñor Asenjo: Su mayor legado

Archidiócesis de Sevilla
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Sede metropolitana de la Iglesia Católica en España, y preside la provincia eclesiástica de Sevilla, con seis diócesis sufragáneas.

En estos días en los que se viene haciendo balance de la misión que ha llevado a cabo en la archidiócesis de Sevilla el que ahora es su Administrador, don Juan José Asenjo, me permito la licencia de señalar lo que a mi modo de ver ha sido el mayor legado que ha dado a todos dentro y fuera de los confines de la misma. Porque el cumplimiento de objetivos propuestos en este tiempo de su gobierno, de los que se viene hablando, al venir guiados por la oración tienen su propia interpretación dentro de los cauces establecidos; la mayoría son planes consensuados con los colaboradores más cercanos. Hay otras acciones que los Pastores tienen encomendadas por sus máximos superiores, o bien aprecian que deben cambiarse. Todo esto se realiza por lo general, y por desgracia, en medio de muchas dificultades y soledades porque la permeabilidad a vivir la obediencia no es precisamente algo a lo que se tienda de natural. Todo el que se encuentra con una misión que le confiere altas responsabilidades se convierte fácilmente en alguien vulnerable a ciertos ojos ajenos, ya que la valoración de lo que se hace y lo que se dice no pasa por el tamiz de la oración sino del juicio personal. Y el que hasta ahora ha sido nuestro arzobispo no ha escapado a las críticas.

No es preciso señalar qué vías tan fecundas deja abiertas; las conocemos todos y si alguien todavía ignora cuáles han sido, estos días sin ir más lejos están en los medios. Pero quizá no se ha acentuado lo que a mi modo de ver es esencial en su persona porque resume lo más difícil: la abnegación, la entrega, la capacidad de sacrificio y de afrontar serenamente el sufrimiento, su paciencia y serenidad. El dolor es el instrumento que de improviso la vida ha puesto en sus manos, y en ella está presente por encima de todo la voluntad de Dios, que permite –no envía– que la naturaleza se rebele y muestre sus dientes afilados para enseñar, primero a la persona que sufre, y también a los demás, cuánta pedagogía conlleva si se afronta, como él lo ha hecho, confiado en la divina Providencia.

Es su imponente reciedumbre, su fe inalterable, la que trasluce la carta que dirigió a toda la archidiócesis estas últimas navidades exponiendo con claridad el calvario por el que había pasado. Pongámonos en su lugar, en ese momento en el que repentinamente se queda sin visión. El miedo, la incertidumbre, además del dolor punzante que en ciertos momentos padeció, ¿no forman parte de esta experiencia que tarde o temprano, con sus distintos y múltiples rostros, llega a la vida de todo ser humano? ¡Cuántas personas tiemblan, se vienen abajo, se dejan llevar por el desánimo, la angustia, el pensamiento acerca de un futuro incierto…! Todo eso es tan habitual para quien se adentra en este mundo que quizá por eso llama la atención que en tan poco tiempo, y aún en medio de los vaivenes de la grave lesión, haya seguido al frente de las obligaciones que conlleva su misión, y que cuando se ha expresado lo haya hecho en esos términos que, desde luego para quien esto suscribe han sido conmovedores.

Si alguien ha pensado que al compartir con los fieles esa circunstancia por la que ha ido atravesando, como una familia que somos en torno a Cristo, lo ha hecho con cierta queja o afán de lástima, no lo conoce. Lo afirmo con toda rotundidad. No seamos insensatos. No queramos reducir al mundo de las sombras lo que simplemente es confianza, deferencia, conciencia de que una ausencia de su persona en los momentos en los que no ha podido estar presente, ni seguir el ritmo de su cotidiana agenda, requería una cierta explicación. Porque somos muchísimas personas, por fortuna, a las que nos ha preocupado su estado de salud. Que hemos orado por él, que le hemos hecho llegar mensajes de afecto y consuelo. Personas que hemos agradecido haber recibido una lección insuperable porque, repito, en medio del dolor lo que brota muchas veces no son esos sentimientos de conformidad, de gratitud a Dios, de profunda humildad por la conciencia de la propia fragilidad y el saberse, como él ha dicho, en la prueba. El sufrimiento es ese crisol que muestra nuestra indigencia de forma descarnada como ninguna otra experiencia.

Por mi parte agradezco inmensamente a don Juan José esa deferencia tan entrañable, tan cercana, que ha tenido con todos sincerándose y compartiendo lo que está aprendiendo y lo que espiritualmente está suponiendo para él todo lo que le viene pasando. Particularmente aprecio el gran corazón de una persona que sufre y que se ha encontrado casi al final de su ministerio en la Archidiócesis con un giro inesperado en su vida, que ya no seguirá por los derroteros que había previsto para ella, y que nos ofrece su oración, y seguirá haciéndolo ya que ciertas acciones en las que pensó realizar tras su jubilación no serán posibles. Si alguien ha pasado por alguna clase de experiencia de este tipo se habrá percatado de estos matices que brevemente expongo entre otros muchos que van adheridos a ella. Afrontar su quehacer con ese espíritu edificante es su mejor obra. A ella se puede volver para inspirarse como preciado testimonio ante el dolor. Cuídese don Juan José. Aquí quedamos orando por su salud y agradeciéndole la ofrenda de su vida, con un gran abrazo, felices de que se quede entre nosotros.

Isabel Orellana Vilches

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