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Fernando Rielo. Un hombre que supo amar

El amor mendiga pesares en bien del prójimo. (Rielo)

El próximo día 6 de diciembre se cumplirán dieciséis años del tránsito del fundador de los misioneros y misioneras identes. Había venido al mundo en Madrid y le sorprendió en Nueva York la postrera llamada de ese Padre eterno que llevó grabado en sus entrañas. Había dejado esparcidas por el mundo las semillas de un amor que tuvo su origen en Él dando vida al aserto que transmitió a sus hijos espirituales: «Mirar la tierra desde el cielo».

Y de esa profunda oquedad de la oración donde se amasa el bien que la Santísima Trinidad inspira brotaron sus obras, cumpliéndose en él lo que en el evangelio se dice: «Por sus frutos lo conoceréis». Amar es desprenderse de uno mismo, cuidar al otro, preservar la unidad, defender la verdad, proteger al débil, actuar con honestidad, ser comprensivo y misericordioso a la par que riguroso con quien lo merezca, comenzando por uno mismo. Amar es creer siempre, esperar contra toda evidencia de imposibilidad, saber que la conciencia de indigencia, de que nada podemos por nosotros mismos, es gracia que Dios otorga para nuestro bien; es ser paciente en la adversidad, ir a porfía en el perdón por graves que hayan sido las ofensas, es hacer del desprendimiento un sendero libre de escollos para quienes lo necesitan, convertirse en servidor del prójimo, ejercitar la creatividad en la delicadeza preservando siempre de todo mal al otro, acompañándole en sus dificultades y poniendo a su alcance sueños que pueden materializarse… Amar, en definitiva, es dar la vida a cada paso. Y todo ello en nombre de Dios, y con su gracia, que es como se sobrenaturaliza lo ordinario. Son notas que estuvieron presentes, entre otras, en la vida del fundador de los misioneros identes.

El amor que prodigó no tuvo acepciones. Todos fueron sus destinatarios sin excepción: quienes le hicieron bien tanto como otros muchos que sembraron a su paso no pocas desdichas. Y no es fácil responder con mansedumbre neutralizando un carácter apasionado, como el suyo, cuando lo que está en juego es la verdad respecto a unos hechos que se quieren tergiversar. La gracia, la determinación a encarnar el evangelio, alimentarse de la Eucaristía y de la oración, como hizo él, destinando todo su tiempo a cumplir lo que entendía era la voluntad divina le llevaron a crear diversas fundaciones multiplicando su tiempo. Cultivó admirablemente los numerosos talentos que había recibido, abriendo vías apostólicas para adultos, jóvenes, ancianos, niños, con independencia de edades, procedencia, cultura, creencias… Una prodigiosa mente que ha legado una obra de pensamiento extraordinaria, y que puso a los pies del papa Pablo VI.

Supo amar, sí. Lo hizo a base de personales renuncias, de atravesar oscuridades e incertidumbres, a pesar de tener en contra suya circunstancias que a otros les hubieran hecho desistir de su objetivo, pero no a él que se había abrazado a la cruz y que no deseaba para sí nada que le alejase de Cristo. Hay que estar previamente dispuesto para responder con amor cuando la noche es más oscura, como las tantas que vivió. Perseverante apóstol hablaba de Cristo a tiempo y a destiempo. Pacientemente aguardaba las respuestas que la Providencia quisiera darle, sin exigir nada, confiándole todo. María y José escoltaban sus sueños junto a la Santísima Trinidad, velando sus incontables noches dedicadas a suplicar por unos y por otros. La naturaleza no le ahorró sufrimientos, y en medio de ellos, cuando la muerte estaba cerca y el dolor como un dardo acerado se clavaba en su pierna mutilada, o en esas otras intervenciones quirúrgicas de las muchas que padeció, tenía in mente a sus hijos, los problemas que acarreaba la Institución que había puesto en marcha, los avatares de los demás, las circunstancias históricas que le tocó vivir, el decurso de un tiempo que engullía la vida de los niños no nacidos y otros episodios dramáticos del siglo XX que fue su época y que lejos de dejarle insensible provocaron sus respuestas ofrecidas en todo momento a la luz del Evangelio y de la tradición eclesial, alumbrando recodos con un pensamiento filosófico que entusiasma a quienes van profundizando en él. En medio de todo ello, siempre, invariablemente, sus sufrimientos quedaban postergados. Afrontó todo con alegría y un gran sentido del humor; ese es otro legado que ha dejado para el día a día. Una caridad brillante que aconsejaba ante un desaire ofrecer justamente «la mejor sonrisa, nunca una cara larga».

Simplemente con estos breves matices se puede aseverar que ese es el auténtico amor, el que nunca desmaya, el que nace en la dificultad y vence en la espesura de las razones y justificaciones de este mundo incapaces de comprender la grandeza de esa ofrenda que tiene como único destinatario a Dios y al prójimo. Porque «el amor —como él decía—, es un tratado de virtudes, nunca de razones». Así se entiende la carta de la caridad del apóstol san Pablo, que todo lo comprende, lo justifica, lo espera, que nunca se engríe, que no se alegra del mal… Son los destellos de un amor que deslumbran, muy hermosos en su poesía, pero precisos y exigentes en su forma de aplicarse porque el amor es concreto y requiere abnegación personal constante y sin desmayo. Fernando Rielo así lo vivió. Como otros dilectos hijos de Dios transitó por este mundo haciendo crecer flores en los eriales del corazón humano. Se dejó su vida a jirones en ello, pero hoy, sus hijos, la gran Familia Idente, los numerosos amigos y bienhechores que van conociendo su vida y su obra continúan dando gracias a Dios por este hijo que colmó de bendiciones, y que en su inocencia, humildad y sencillez a su paso iba suscitando discípulos para Cristo y su Iglesia.

Isabel Orellana Vilches

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