Homilía en la Misa en la fiesta de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 2020.
Al besar hoy el Evangelio me conmovía mucho más que de costumbre. Y me conmovía porque la fiesta de la Inmaculada hace muy presente el anuncio bueno que es el Evangelio.
Nos recuerda el Acontecimiento central de la Historia. El Acontecimiento para el que hemos sido creados porque el primer Adán, la Creación de Dios, la Creación del hombre, tenía por objeto el unirnos, el hacernos partícipes de Su vida divina. El que pudiéramos entrar en la comunión de Dios y vivir gozosamente agradecidos de tener parte en esa comunión. El pecado, no como una sorpresa para Dios, porque, al habernos creado libres desde el primer momento, Dios sabía. La historia acontece “dentro de…”, pero es verdad que el pecado pretendió romper los planes de Dios. El odio del Enemigo, el engaño del Enemigo, hizo que los hombres nos apartáramos de Dios y la primera consecuencia que describe el libro sagrado de ese apartarse de Dios es que, cuando no había más que dos hermanos, Caín y Abel, uno mató al otro, como diciendo “este es el sello que lleva la historia humana cuando los hombres nos apartamos de Dios”. Decía que a Dios no le pilló por sorpresa, evidentemente, de tal manera que la Redención no es como una especie de reacción de Dios al pecado del hombre. No. El primer Adán no era más que imagen del segundo Adán. El designio de Dios es la salvación del género humano.
No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Y Dios ha educado a la humanidad pacientemente hasta que pudiera comprender la profundidad sin fondo de Su amor, hasta que pudiera comprender el designio universal de Dios. Y esa educación -pensando que ha empezado desde Abrahán- ha durado casi dos mil años, hasta que una mujer sencilla, joven –la Virgen no tendría más que catorce o quince años-, le dijo que “sí” al Señor. Un “sí” tan sin fisuras que el Hijo de Dios pudo venir a compartir nuestra condición humana y a arrancarnos del poder del pecado, también pacientemente, también… para llevarnos a nuestro destino. Hoy las ciencias humanas nos hacen mucho más conscientes de las herencias que llevamos cuando nacemos y, para que el Hijo de Dios pudiese ser plenamente hombre, semejante en todo a nosotros menos en el pecado, quiso el Señor adelantar nuestro destino común como humanidad, en la figura de la Virgen, para que la humanidad que el Hijo de Dios recibiese de las entrañas de la Virgen, fuese esa humanidad limpia, pura, sin pecado.
Pero, desde el principio del mundo, desde antes que del principio del mundo, desde toda la eternidad, el designio de Dios es que nosotros participemos de Su vida divina. Y nosotros tenemos la Gracia de Dios inmensa, el privilegio nunca merecido, de saber, de haber nacido en un tiempo y de haber conocido; de haber conocido el amor de Dios. “Ha aparecido la Gracia de Dios y su amor al hombre”, cantaremos la Noche de Navidad. Nosotros sabemos que ha aparecido la Gracia de Dios. Nosotros conocemos la Buena Noticia. Un hijo nos ha nacido, se nos ha dado, y nosotros sabemos que nuestro destino es la vida eterna y, sin embargo, la historia se hace a veces tan pesada. Todos los días nos llega alguna noticia de algún conocido, de alguna persona querida, de alguna persona cercana que ha perdido un familiar, que ha fallecido, o que está luchando entre la vida y la muerte. Y la fatiga de la prolongación de este tiempo también pesa sobre nosotros y como que nos invita a flaquear en nuestra fe, a flaquear en nuestra esperanza, a cansarnos de querer, a vivir sin alegría o con una alegría ficticia. Dios mío, nunca más que ahora tenemos necesidad de saber que nuestro destino no es la muerte. Nunca más que ahora tenemos necesidad de recordar que hemos sido creados para Dios y que nuestro destino es la vida en Dios. El Hijo de Dios se ha preparado una Esposa “intachable”, dice la traducción española, pero la palabra es verdaderamente “inmaculada”. Inmaculada no por nuestros méritos, eso es lo que olvidamos muchas veces en esta fiesta. No porque nosotros seamos capaces hacernos a nosotros mismos santos, de hacernos a nosotros mismos cristianos, de hacernos a nosotros mismos inmaculados, intachables; ni siquiera de dar gloria a Dios.
Lo que la Inmaculada, la fiesta, la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María anuncia es el triunfo de la Gracia de Dios. De quien necesitamos es de Dios. Dios míos, ¡claro que necesitamos la vacuna!, ¡claro que necesitamos médicos responsables y conscientes y entregados, y enfermeros, farmacéuticos y vecinos que sepan querernos y que sepamos quererlos! Claro que lo necesitamos, pero de lo que más necesitamos y de lo quizás menos nos damos cuenta, y ese es el verdadero mal, es de Dios. De que nuestra vida y nuestra felicidad, y nuestra plenitud, no es algo que construimos nosotros con nuestras capacidades y con nuestra inteligencia y con nuestra sabiduría. No. Lo que nos construye como personas en plenitud es decir que “sí” al designio de Dios, porque el designio de Dios es bueno. Porque Dios, que es nuestro Padre, no nos va a dar nunca una piedra cuando le pedimos pan y nunca nos va a negar el Espíritu Santo que nos permita reconocer quiénes somos, para qué estamos en el mundo y cuál es nuestro horizonte y nuestro destino, que no es nunca un sepulcro. Son nuestros restos los que quedan en el sepulcro, dignos de todo respeto, y uno de los dolores más grandes es cuando las personas mueren sin poder despedirse o sin poder recibir esos restos, o sin poder acompañarlos adecuadamente. Y son dignos y la Iglesia los trata con un cariño exquisito, porque son los restos de un hijo de Dios. Pero el Hijo de Dios no está ahí. El destino del Hijo de Dios no es la soledad del sepulcro, no es la corrupción de la carne; es la vida eterna.
Nunca más que en estas circunstancias tenemos necesidad de anunciar que ese destino nuestro es la vida eterna y que la muerte no rompe el Cuerpo de Cristo. Nos separa, momentáneamente, pero no rompe la comunión de los santos, no rompe la unión que el Señor en la cruz ha hecho con todos nosotros y con cada uno de nosotros. Esa unión que no es imaginable, que apenas expresa la Eucaristía y la expresa de la manera más plena que nos es posible a nosotros concebir, porque la expresa como alimento que se une a nosotros y que se hace parte de nosotros. Sólo que, cuando el Señor se hace parte de nosotros, somos nosotros los que somos hechos parte de Él. Ese es nuestro destino y ese destino, Señor, Tú has querido anticiparlo en la figura de la Virgen, nuestra madre, a la que no libraste de la cruz, de una muerte tan dolorosa como la de tu hijo, porque a veces es tan grande el dolor de ver morir a quien amas como el dolor de la propia muerte. El dolor más grande que yo he conocido en mi experiencia humana es el dolor de ciertas madres. El dolor de unas madres, y no tanto por la muerte de sus hijos cuanto por la perdición o el extravío de sus hijos, que es un dolor, para quien ha conocido al Señor, mucho más fuerte que el de la muerte.
Hoy Te damos gracias Señor. Durante siglos nos hemos ido haciendo a la idea de que nosotros podíamos hacer un mundo feliz. Y lo digo con ironía, porque hago alusión al título de la novela de Huxley “Un mundo feliz”. ¡Pero nos lo hemos creído! Nos hemos creído que nosotros podíamos controlar la historia… Pero nuestro enemigo no es –lo repito con otras palabras- el virus. Nuestro enemigo es la falta de fe. Nuestro enemigo es la conciencia que se ha sembrado en nuestra cultura de que Dios no está, de que Dios es algo ajeno a nuestra historia. Dios mío, Dios está en el tanatorio. Dios está en la hoja de árbol que cae, pero Dios está en el enfermo y Dios abraza al agonizante cuando ya su familia no lo puede acompañar, y lo lleva junto a Sí.
Nuestro enemigo no es el virus. Los ha habido siempre, los seguirá habiendo. Nuestro enemigo es la oscuridad que rodea a nuestras vidas, porque no vemos con claridad nuestro destino. Ese destino que se alumbra. Esa humanidad nueva y bella, infinitamente bella, que se ha alumbrado en la Virgen María y a la que todos estamos llamados. Nosotros, que somos pecadores, que participamos del destino de los hijos de Adán, pero que estamos llamados a participar del triunfo de Cristo como ella.
A mí siempre me llamaba la atención (y he asistido muchos años a vigilias de la Inmaculada. Desde que soy obispo, todos los años solía asistir) cómo, en la fiesta de la Inmaculada, se usaba como para hacer una predicación de cómo nosotros tenemos que luchar contra el pecado. Claro que tenemos que luchar contra el pecado. No penséis que no creo que no haya que luchar. Pero no adquiere uno muchas fuerzas que le digan a uno que tiene que luchar contra el pecado, porque hemos mordido el polvo tantas veces, que muchas veces ya no nos lo creemos que en esa lucha vamos a salir vencedores.
La fiesta de la Inmaculada no es una exhortación para que nosotros luchemos contra el pecado. Es una exhortación a que creamos en la Gracia de Dios, a que creamos en el Triunfo de Dios, a que creamos en el poder infinito del amor de Dios, que es capaz de transformar nuestro corazón y hacer que las obras de este árbol que no producirían más que agrazones sean frutos dulces y que sus flores sean bellas, y que nuestra humanidad florezca y triunfe, y no se seque, porque somos sarmientos sumidos a la vid.
La fiesta de la Inmaculada es una fiesta para dar gracias al Señor porque nuestro destino es la participación en la vida eterna. Porque el amor de Dios puede transformar nuestra vida, nuestra vida de hombres pecadores, nuestra vida de hijos de Adán en hijos de Dios. Y para que nos abramos a esa Gracia y acojamos esa Gracia, y de lo que el mundo tiene necesidad es de ese anuncio. De ese anuncio de la vida eterna, pero no para después de la muerte, sino como algo que ya está aquí, que nos es ofrecido y nos es dado cuando Jesucristo Se nos da. Cuando lo acogemos en la fe, en nuestras vidas, y cuando, unidos a Él, venimos a ser un pueblo entre nosotros. Un pueblo que vive de la Gracia de Cristo, del poder salvador de Cristo, y que vive y que no pierde la esperanza y no pierde la alegría.
Mis queridos hermanos, yo sé que a todos vosotros seguramente os llama la atención el día. No es un día de esos bonitos, azules, preciosos que tanto nos levantan el corazón, sino que llevamos varios días de lluvia y todo eso hace y parece, sin duda, como me parece a mí, que la Catedral está pocas veces, en un día de una fiesta tan grande, tan vacía como hoy. Que en la historia esto ha pasado muchas veces, que no temáis.
Que el Señor es fiel y Su gracia permanece para siempre. Que sepamos acogerla. Danos, Señor, el poder acogerla. Danos refugiarnos en esa Madre pura que Tú te preparaste para que fuera también nuestra madre, para que nosotros pudiéramos refugiarnos en Ella y para que, junto con Ella o detrás de Ella, podamos acercarnos a Ti y a la vida que Tú nos das.
Que así sea para todos y que haga de cada uno de sus hijos un testimonio de la redención de Cristo, del poder salvador de Cristo, de Su gracia, de Su gracia transformadora. De la novedad que Cristo nos ha traído. La fe, la esperanza y el amor, como regla de vida y como meta de nuestras vidas.
Que así sea para todos vosotros. Que así sea intencionalmente para toda la Iglesia de Granada, para todos los hombres.
Vamos a proclamar, agradecidos, nuestra fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
8 de diciembre de 2020
S.I Catedral de Catedral