Homilía en la ordenación diaconal y sacerdotal

Homilía del obispo de Jaén, Mons. Amadeo Rodríguez

Nos reunimos en este templo catedralicio de Baeza para celebrar vuestra ordenación de diácono y de presbítero. Habéis elegido este lugar por vinculación afectiva con esta tierra heredera de un rico Renacimiento, no sólo en sus nobles edificios y monumentos sino, también, porque es tierra de santos, de entre los más grandes de la cristiandad. Podríamos evocar a muchos con aureola o sin ella, pero prefiero quedarme con dos que están especialmente vinculados con la Iglesia de Jaén, en las ciudades de Baeza y Úbeda. Son dos ciudades hermanas en la santidad de San Juan de Ávila, maestro de sacerdotes y apóstol de Andalucía, y de San Juan de la Cruz, sacerdote que es maestro de espiritualidad y alta mística.
Pero antes de evocar a estos santos, prefiero que la Palabra de Dios, elegida para hoy, os sitúe espiritualmente y os ayude a vivir este acontecimiento, que va a situaros ante Dios y ante los hombres por una consagración ad vitam. El profeta Jeremías, desde su experiencia, os propone un diálogo íntimo y sincero con Dios. Os ha recordado que ha sido Él mismo el que os ha dirigido unas palabras altamente alentadoras, en las que podéis descubrir el origen de vuestra consagración y misión. Seguro que ya las habéis escuchado muchas veces y que no dejaréis nunca de escucharlas: “Antes de formarte en el vientre te elegí; antes de que saliera del seno materno te consagré: te constituí profeta de las naciones”.
En eso consiste vuestro destino, en ser profeta de las naciones (id al mundo entero…), en las que están repartidas las ovejas, las que están en el redil y la inmensa la mayoría que están fuera de él, (“tengo otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor”). A ese mundo entero, el de los cercanos y el de los lejanos, sois enviados vosotros; a él habéis de ir con ilusión pastoral, en una Iglesia que está en salida, pero también sin que os falte la conciencia de vuestra debilidad. Ante esas palabras que escuchó Jeremías, dijo algo tan sincero, que os conviene mucho que lo hagáis vuestro, para que lo repitáis cuando os haga falta: “¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, pues sólo soy un niño”.
Seguramente, en ocasiones os puede venir la tentación de desmentir al profeta, diciendo: “no es mi caso; yo he hecho unos estudios, he seguido unas prácticas pastorales, he rezado mucho, y estoy más que suficientemente preparado para lo que tengo por delante. Sin pretender en modo alguno desanimaros, convenceos de que eso nunca es verdad. Por eso, permitidme que os diga: que nunca os falte un cierto temblor espiritual de impotencia, podéis estar seguros de que Dios lo sentirá con ternura y os dará su ánimo: “No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte. Voy a poner mis palabras en tu boca”. Porque es verdad que quizás sepáis mucho, pero también es cierto que siempre habéis de hablar de la Palabra que Dios pone en vuestra boca. Y esa es tan sublime, que ¿quién puede decir que la conoce y la controla? Y, además, le tenéis que hablar al misterio de cada persona en sus circunstancias y necesidades. Y en el misterio del corazón humano sólo se entra bajo la acción del Espíritu; sólo él hará, como ha dicho Pablo que vuestra palabra sea sin cobardía, que manifieste la verdad, y que ilumine cada conciencia en Dios. Esto que os digo es válido para los dos.
Igualmente válido es lo que le decía hace unos días con un diácono que se ordenaba para nuestra Diócesis de Jaén. A los diáconos, llamados a servir a los pobres, se les pide sobre todo que sean pobres y fieles en lo poco. La pobreza, como sabéis, afecta a la propia configuración sacramental. “Pues conocéis la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el cuál siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza” (2Cor 8,9). Si aceptáis esto, iréis siempre por el buen camino. Grávalo en tu corazón para que siempre oriente tu vida. No dejes nunca de repetir: ¡Qué gran regalo me ha dado el Señor con la llamada a su servicio! Ese es un tesoro que sólo se puede gozar con la llave de la pobreza de corazón y de vida.
Para los dos es también el Evangelio proclamado: ejerceréis el sacerdocio en imitación y seguimiento de Jesucristo Buen Pastor. Por ese camino os ha llevado vuestra formación humana, espiritual, intelectual y pastoral. Es por eso que las palabras identificadoras de Jesucristo, “Yo soy el Buen Pastor”, habrán de resonar siempre en vosotros para que también os identifiquen. Sólo así se comprenderá bien la certera invitación del Papa Francisco a tener “olor a oveja”. El olor, no lo olvidéis, es identificador de la misión. A veces, ¡qué lejos están nuestros olores de los de Cristo! Por eso, os invito como obispo ordenante, a que os quedéis espiritualmente con estas Palabras de Jesús: “Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por mis ovejas”. Como dice Jesús, el origen de todo lo que sois y seréis está en el amor entrañable de Dios que, en su Hijo, da la vida por las ovejas. Vivid vuestro sacerdocio, forjando en vuestro corazón esta donación de vida a imitación de Jesús. Si lo hacéis así, apuntaréis siempre a lo más alto, lo más perfecto, lo más santo.
Hablando de apuntar alto, ahora sí os situaré ante los santos que hoy están espiritualmente presentes entre nosotros: San Juan de la Cruz y de San Juan de Ávila. Si no lo hiciera, no tendría perdón, del mismo modo que vosotros tampoco lo tendréis si no evocáis a San Juan de la Cruz en su experiencia como sacerdote. Mientras preparaba la homilía, ha caído en mis manos una evocación de la ordenación sacerdotal en la Catedral Vieja de Salamanca y después, a los dos días, de su Primera Misa, que, según parece, tuvo lugar en Medina del Campo. Fue allí donde sucedió una situación que selló para siempre lo que Dios había hecho de él a lo largo de su vida. Fue reducido a la inocencia bautismal, a la sencillez de un niño y fue confirmado en gracia”.
El misacantano pidió lo que siempre había deseado, “sintiendo en su corazón un vehemente impulso para pedirlo y una viva confianza para esperarlo”. Y estando ya en el altar celebrando el Santo Sacrificio, después de haber consagrado, viendo en sus manos al Dios y Señor que le podía llenar y colmar sus deseos, le dijo: “Señor, ¿qué me podéis negar pues os me dais a Vos mismo? Pues lo que os pido es lo que queréis que os pida”. Y dicen los biógrafos que oyó esta voz: “Hete concedido lo que me pides”. Sintió en su alma una renovación y purificación de toda ella, con la cual quedó convertido en otro hombre, formado de la mano de Dios, rodeado de su amparo y asegurado en la prerrogativa de su Gracia” (cf. Efrén, 207).
A partir de ahí, San Juan de la Cruz nunca se conformó con lo poco o con lo menos; al contrario, se sintió llamado a lo más; porque había recibido una gracia de máximos y, por ello, estaba dispuesto a responder al máximo. Se dice que San Juan de la Cruz buscó mucho e intensamente, hasta que encontró un heraldo de Dios, que le mostrara lo que quería de él. Y San Juan de la Cruz encontró a Santa Teresa, y esa llamada de Dios siguió toda su vida en un crecimiento y en una reforma continua.
Él vivió la reforma del sacerdocio que con tanto celo y profundidad se buscó en su época. Un alto pionero de esa reforma fue San Juan de Ávila, así se refleja en su vida de “pregonero de la gloria de Dios”, y así se muestra en su magisterio en la “escuela sacerdotal avilista”, en la que tantos presbíteros le siguieron como maestro, y que se recoge en sus escritos sacerdotales, sobre todo en sus Memoriales al Concilio de Trento, y se plasma en la fundación de la Universidad de Baeza, para la formación integral de los presbíteros, que tan profundamente transformó la fisonomía espiritual y pastoral de los sacerdotes de su tiempo.
Volviendo ahora vosotros, hijos de San Juan de la Cruz, os digo: si él tuvo como heraldo de Dios a Santa Teresa, vosotros, sacerdotes para este tiempo, tenéis como heraldo a una Iglesia creativa y renovada que, desde hace ya mucho tiempo, se ocupa de mostrarle a los sacerdotes un itinerario claro e integral de santificación. Ese heraldo nos va formulado, al hilo de la evolución de los tiempos, como ser sacerdotes. Desde Pastores Dabo Vobis de San Juan Pablo II, la Iglesia no ha dejado de mostrarnos la meta a la que hay que tender, el camino que hay que seguir y el estilo que hay que adoptar en nuestro ministerio. Como meta nos propone la santificación en el ejercicio del ministerio. Como camino, nos va situando, poco a poco, en la configuración con Cristo Buen Pastor, del que habréis de ser signo e instrumento en la Iglesia-misión al servicio del mundo. Y será la caridad pastoral el estilo que os caracterice, pues todo en vuestra vida habrá de estar impregnado de “amoris officium”. Todo tenderá a la transformación progresiva de nuestras personas para que os conforméis según el modelo de Cristo, Buen Pastor.
Queridos, como la ordenación os llega en este tiempo, en este momento de la Iglesia en continua conversión pastoral, no olvidéis que seréis sacerdotes para una Iglesia en salida, para una Iglesia que se aproxima a un mundo especialmente dolorido y en una fuerte crisis de sentido. La Iglesia española, en su adaptación de la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, acaba de recordarnos cómo hemos de ser los discípulos misioneros en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
Os resumo algunas de sus indicaciones: que estéis dispuestos a tomar la iniciativa en la propuesta del Evangelio, para llevárselo a todos, sin seleccionar a ninguno, sin reservaros para nadie, porque la iniciativa divina, en la que vosotros ejerceréis el ministerio, quiere llegar al corazón de todos y que os involucréis en la vida de la gente, como buenos samaritanos que se paran a ayudar a todos los heridos; nunca paséis de largo ante nadie como los burócratas de lo sagrado; que caminéis cada día junto a los hombres y mujeres a los que seáis enviados, que les acompañéis en el camino de su fe con paciencia, respeto y humildad; que orientéis vuestro ministerio en una total confianza en la Palabra que anunciáis, porque sólo en ella se logra el fruto duradero de cuanto realicéis; que celebréis con belleza y santidad los misterios de la fe, y con profunda devoción la Eucaristía, como hacían San Juan de Ávila y San Juan de la Cruz; que os dejéis guiar por la Estrella de la Evangelización, a la que seguramente le llamaréis María del Carmen, María del Alcázar, María de Guadalupe o María de la Cabeza, devociones de la Virgen vuestras y de los jienenses.

Baeza, 14 de noviembre de 2020

+ Amadeo Rodríguez Magro
Obispo de Jaén

Contenido relacionado

Mensaje de Navidad del obispo de Jaén

Como cada año, el Obispo de Jaén, Don Sebastián Chico Martínez,...

Enlaces de interés