«Una Iglesia en salida misionera»

Carta Pastoral del Obispo de Tenerife, Mons. Bernardo Álvarez Afonso, para el Plan Diocesano de Pastoral 2015-2020.

«Ellos salieron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba la palabra con las señales que la acompañaban».

(Mc. 16,20).

Queridos diocesanos, hermanas y hermanos en Cristo Jesús:

Que la gracia, el amor y la paz de Dios llenen nuestras vidas para que experimentemos la alegría de creer, y que el Espíritu Santo despierte en nosotros el entusiasmo por anunciar a todos el amor de Dios manifestado en Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.

Con el curso 2015-2020, comenzamos la puesta en marcha de un nuevo Plan Pastoral que, en los próximos cinco años, servirá de base y guía para el desarrollo de la acción pastoral en los distintos ámbitos de la vida y misión de la Iglesia en nuestra Diócesis de San Cristóbal de La Laguna, porción del Pueblo de Dios que peregrina en las islas Canarias occidentales.

Aunque la fe en Jesucristo y la vida eclesial llegó a nuestras islas mucho antes, nuestra Diócesis nació como tal en 1819, hace casi 200 años. En efecto, la diócesis de San Cristóbal de La Laguna fue creada el día primero de febrero del año 1819, por el Papa Pío VII, segregándola de la «Diócesis de Canaria» que hasta entonces abarcaba todas las islas de nuestro archipiélago. La nueva diócesis quedó configurada por las islas de Tenerife, La Palma, La Gomera y El Hierro. El día 21 de Diciembre de 1819 se publicó el Edicto de Desmembración y comenzó formalmente la vida de la Diócesis Nivariense.

Por tanto, dentro de este periodo quinquenal del Plan de Pastoral, se cumple el Bicentenario de nuestra Diócesis. Una efemérides que merece la pena celebrar haciendo memoria agradecida por los dones recibidos a través de la historia, intensificando nuestra vida cristiana en el presente y ofreciendo el mensaje del Evangelio a todos los hombres y mujeres de nuestra tierra. Todo ello con la certeza de que Cristo, según su promesa está con nosotros todos los días. Nuestra esperanza en Él no quedará defraudada, pues el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (cf. Rom. 5,5).

1. En sintonía con el Papa Francisco

Para ello, en estos próximos años, vamos a focalizar la vida y misión de nuestra Diócesis entorno al objetivo de avanzar hacia «Una Iglesia Diocesana en salida misionera», secundando así la llamada del Papa Francisco que, en la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium [EG], dice con insistencia «es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (EG. 23). «Constituyámonos en todas las regiones de la tierra en un «estado permanente de misión»» (EG. 25).

Para ello nos pide hacer «una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la auto-preservación» (EG. 27). «la salida misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia» (EG. 15).

Asimismo, en marzo de 2014, durante la «visita ad límina», nos decía el Papa Francisco a los obispos españoles: «El momento actual, en el que las mediaciones de la fe son cada vez más escasas y no faltan dificultades para su transmisión, exige poner a vuestras Iglesias en un verdadero estado de misión permanente, para llamar a quienes se han alejado y fortalecer la fe».

Por eso, afirma en otro lugar, «se ha de procurar que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad» (EG. 27). Y, consciente de que algo así no será posible sin la fuerza de lo alto, el Papa reza en voz alta: «Invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos (EG. 261).

Hagamos nuestra esta oración del Papa y pidamos, con toda nuestra fe y el ardor de nuestro corazón, que el Espíritu Santo nos sacuda y renueve por dentro, y nos impulse a realizar esta salida misionera participando, cada uno según su condición (laico, consagrado/a, sacerdote), en el itinerario de acción pastoral que hemos preparado como guía para el camino de nuestra diócesis estos próximos años. Si nos ponemos a ello, veremos como «la misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola!» (RMi. 2). De este modo, nuestra Diócesis Nivariense se edificará cada vez más como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, en la que resplandece Cristo luz de las gentes, y podrá así realizar con mayor plenitud la misión de ser «sacramento de salvación», es decir, signo e instrumento de la unión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (cf. Lumen Gentium, 1).

Nuestro itinerario de trabajo viene marcado por las pautas evangelizadoras que nos propone el propio Papa Francisco y que él concentra en cinco palabras: Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar. Textualmente dice: «La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan» (EG. 24). Habla de cinco acciones a realizar, pero que han de ser realizadas por un determinado tipo personas: «discípulos misioneros». Discípulos misioneros de Jesucristo. Personas que han conocido y creído en Jesucristo y sienten la necesidad de darlo a conocer a los demás. No se puede ser misionero de Jesús sin ser su discípulo y es impensable un discípulo de Jesús que no sea misionero.

«Ser Discípulos y misioneros aquí y ahora». Este era el objetivo de nuestro anterior Plan Pastoral (2011-2015). Por tanto, tenemos ya un buen camino recorrido en lo que nos pide el Papa y en la dirección de lo que vamos a trabajar en los próximos años. Así lo han percibido los organismos de participación, particularmente el Consejo Presbiteral y el Consejo Diocesano de Pastoral, que han pedido continuar con el Plan anterior profundizado a la luz de las directrices del Papa Francisco. Eso es lo que ofrecemos aquí.

Por tanto, debemos tener a mano el documento del Plan Pastoral 2011-2015 o acceder al mismo en la página Web de la Diócesis, pues, todo lo que allí se dice y se propone sigue siendo plenamente válido para esta nueva etapa. Particularmente se debe continuar con todas aquellas iniciativas que se pusieron en marcha y que van produciendo buenos frutos. También, una relectura de mi carta pastoral para dicho Plan nos ayudará a seguir profundizando en lo que significa ser «discípulos y misioneros».

Por cierto, que el Papa prescinde del «y», proponiendo la expresión «discípulos misioneros». Lo dice, en Evangelii Gaudium, cuando exhorta a «que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos misioneros» (EG. 120).

Por este motivo, junto con el documento que contiene la fundamentación y descripción del Plan Pastoral 2015-2020, que ha preparado la Vicaría General con la participación del Consejo Presbiteral y del Consejo Diocesano de Pastoral, les
ofrezco las siguientes reflexiones, también, a modo de Carta Pastoral. Mi deseo es que sirvan para una mejor comprensión y aplicación del objetivo que nos proponemos, ser «Una Iglesia Diocesana en salida misionera».

2. «Nosotros creemos y por eso hablamos» (2Cor. 4,13)

Queridos diocesanos, hermanas y hermanos en Cristo Jesús:

«Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en Él» (1 Jn. 4,16), y no podemos menos que felicitarnos por este hecho que llena y da sentido a nuestra vida.

Ahora bien, ¿Cómo es que nosotros hemos llegado a creer en Dios y en su enviado Jesucristo? Con frecuencia proclamamos personal y comunitariamente:

Creo en Dios, Padre Todopoderoso,

Creador del cielo y de la tierra.

Creo en Jesucristo su único Hijo Nuestro Señor,

que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo.

Nació de Santa María Virgen,

padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

fue crucificado, muerto y sepultado,

descendió a los infiernos,

al tercer día resucitó de entre los muertos,

subió a los cielos y está sentado

a la derecha de Dios Padre, todopoderoso.

Desde allí va a venir a juzgar a vivos y muertos.

Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica

la comunión de los santos, el perdón de los pecados,

la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén

¿Cómo hemos llegado a tener esta fe?

¿A qué se debe que nos creamos todo lo que decimos en el Credo sobre Dios y lo que Él ha hecho por nosotros? ¿Cuál es la causa de nuestra fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo? ¿Se trata de algo simplemente heredado y aprendido de nuestros mayores? En la «visita ad límina» nos decía el Papa Francisco: «La fe no es una mera herencia cultural, sino un regalo, un don que nace del encuentro personal con Jesús y de la aceptación libre y gozosa de la nueva vida que nos ofrece».

En efecto, la fe, ante todo, es un don de Dios. Es una gracia que Dios infunde en nuestro interior y mediante la cual podemos creer quién es Él y aceptar su voluntad sobre nosotros. Una gracia que no es una fuerza ciega que se impone a la voluntad humana. Dios la ofrece a todos, pero cada persona es libre de creer o no. Como acto nuestro y bajo la acción de la gracia, la fe es la respuesta humana a la llamada que Dios nos ha hecho en Jesucristo para una vida en comunión con él y con las otras personas. Es la voluntad y la decisión personal de seguir a Jesús, tomando su vida y su mensaje como la referencia principal de la vida.

Nadie puede creer en lo que no conoce. Por tanto, hace falta saber quién es Dios y conocerle para poder creer en Él. Porque, si bien es verdad que la fe es una «virtud infusa», como lo son la esperanza y la caridad, aquello que estamos llamados a creer necesita el ejercicio del conocimiento. Como dice San Pablo, refiriéndose a Cristo: ¿Cómo creer, sin haber oído hablar de Él? ¿Y cómo oír hablar de Él, si nadie lo predica? y termina concluyendo que la fe viene por la predicación (cf. Rom. 10,13-17).

San Juan, al comienzo de su evangelio, dice abiertamente: «Nadie ha visto jamás a Dios; el que lo ha revelado es el Hijo único, que está en el seno del Padre» (Jn. 1,18). En efecto, Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, nos ha dado a conocer con su vida y su palabra quién es Dios y cuál es su voluntad sobre nosotros. Como leemos en la Carta a los Hebreos «Él es el resplandor de su gloria y la impronta de su ser» (Heb. 1,3) y San Pablo en la Carta a los Colosenses dice que «Él es la imagen de Dios invisible» (Col. 1,15) y que «en Él habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col. 2,9).

Toda la vida de Cristo, por tanto, es una manifestación visible de Dios invisible. El mismo afirmó: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn. 14,9). Así lo experimentaron y creyeron los discípulos de Jesús: «Nosotros hemos conocido y creído que tú eres el Santo de Dios» (Jn. 6,69). También, San Juan en su primera carta, se hace eco de esta certeza: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó» (1Jn.1,1-2).

Pero, en la vida histórica de Jesús, hubo también quienes habiéndolo conocido y escuchado su mensaje no creyeron en Él, sino que lo rechazaron, acusándolo de impostor y blasfemo por decir que era el Hijo de Dios. Esto significa que la fe es algo más que conocimiento humano de Jesús. Supone, además, confiar en Él, adherirse a su persona y aceptar su mensaje. Seguramente hemos leído en más de una ocasión esta célebre frase del Papa Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est, 1)

«Confiar en Él y adherirnos a su persona». Así es como creemos nosotros cuando proclamamos el Credo de nuestra fe. No decimos simplemente que sabemos cosas sobre Dios y su enviado Jesucristo, sino que afirmamos «creo», es decir, que confiamos en Él y que le amamos. «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas» (Catecismo 154). En el acto de creer concurren simultáneamente la gracia de Dios y la voluntad humana.

Aun así, tenemos que preguntarnos de nuevo: ¿Cómo hemos llegado a tener esta fe? Porque, nuestro itinerario de creyentes no es como el de los apóstoles y los primeros cristianos que conocieron a Jesús y convivieron con él. Nosotros no lo hemos visto con nuestros ojos, ni lo hemos oído, ni lo hemos tocado como hicieron ellos. Nuestro conocimiento de Jesucristo no ha sido en «directo y presencial» sino a través del testimonio de otros.

Hermanas y hermanos en el Señor, ¿a dónde les quiero llevar con esta reflexión? Sencillamente a que consideremos cada uno a través de quién o de quiénes hemos conocido a Jesucristo (mis padres, sacerdotes, catequistas, otros cristianos…)

Pensemos, también, que si no hubiera sido por esas personas no tendríamos la fe que tenemos. Asimismo, pensemos cuántas personas han podido conocer a Dios y a su enviado Jesucristo a través de nosotros, gracias a nuestra palabra y nuestro testimonio. Si, por extraño que nos parezca, Dios necesita de nuestra cooperación para darse a conocer, para llamar a otros a la fe.

3. No podemos dejar de hablar de nuestra fe

Por eso, como a los apóstoles, Jesucristo resucitado nos dice, «Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes» (Jn. 20,21). No podemos menos que asombrarnos ante semejantes palabras. El Señor nos encomienda que lo mismo que el hizo lo hagamos nosotros: Dar a conocer a Dios a los demás. Que hagamos partícipes a otros de la fe que nosotros tenemos. Del mismo modo que nuestra fe ha sido posible gracias a otras personas, ahora nos corresponde hacer posible que otros conozcan al Señor, le amen y le sigan como lo hacemos nosotros. Así ha sido a través de la historia desde los comienzos de la Iglesia y así debe ser también hoy para los hombres y mujeres de nuestro tiempo que no conocen a Cristo.

Como decía el Beato Pablo VI, es impensable que alguien haya acogido la Palabra de Dios y crea en Jesucristo, sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio de Él y lo anuncia (cf. EN. 24). Los apóstoles decían: «Nosotros no podemos menos de hablar lo que hemos visto y oído» (Hech. 4, 20). Con firmeza San Juan Pablo II afirmó que, «La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de
Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres» (RMi. 11) y pone como prueba de verdadera fe el anuncio de Jesucristo a los demás: «es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros» (RMi. 11).

«La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús vino a revelar el rostro de Dios…» ¿Quién es esa Iglesia que tiene que anunciar a Jesucristo y su mensaje? La Iglesia está constituida todos y cada uno de los bautizados. Es a ellos, a cada uno según su condición a quienes corresponde la proclamación del Evangelio. «Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador» (EG. 120). Todo cristiano es por naturaleza discípulo de Cristo y, a la vez, quien lo da a conocer, es decir, todo cristiano es «discípulo misionero»: «Quienes han sido incorporados a la Iglesia por el bautismo han de considerarse privilegiados y, por ello, seriamente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios» (RMi. 11).

Llegados a este punto, hemos de reconocer que en la Iglesia actual, también entre nosotros, en los cristianos de hoy se detecta un «déficit misionero», una escasa disposición para comunicar al mundo el gozo del Evangelio. Esto se debe en parte a razones socio-culturales y, sobre todo, a una débil experiencia de fe en Jesucristo.

En efecto, hay factores sociales, culturales, económicos, políticos y religiosos que afectan al anuncio del Evangelio: «nos encontramos en un momento histórico de grandes cambios y tensiones, de pérdida de equilibrio y de puntos de referencia. Esta época nos lleva a vivir cada vez más sumergidos en el presente y en lo provisional, haciendo siempre más difícil la escucha y la transmisión de la memoria histórica, y el compartir valores sobre de los cuales construir el futuro de las nuevas generaciones. La misma Iglesia ha sido tocada en modo directo por estos cambios, ha sido obligada a enfrentarse con interrogantes, con fenómenos que han de ser comprendidos, con prácticas que deben ser corregidas, con caminos y realidades en los cuales ha de infundirse en modo nuevo la esperanza evangélica» (cf. Lineamenta para el Sínodo de la Nueva Evangelización, 3-4).

Sin embargo, esta sociedad en la que vivimos, con sus luces y sombras [Cf. Lineamenta para el Sínodo de la Nueva Evangelización, n. 6, así como en el Plan de la Conferencia Episcopal Española 2015-2020, cap. 1], es el escenario a dónde nos envía Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt. 28, 19-20). Como dice el Papa Francisco, «en estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra» (EG 19). Ningún obstáculo por muy grande que sea nos dispensa de cumplir este encargo. Como nos recuerda el Beato Pablo VI: «La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia… Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar» (EN. 14).

4. «Creí, por eso hablé» (2Cor. 4,13)

El Apóstol San Pablo, en el capítulo 4º de la segunda Carta a los Corintios, expresa el ambiente adverso en el que se mueve y las dificultades y sufrimientos que tiene que soportar a causa de Jesús y la predicación del Evangelio: «Atribulados en todo, mas no aplastados; perplejos, mas no desesperados; perseguidos, mas no abandonados; derribados, mas no aniquilados. Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes el morir de Jesús… Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús» (2Cor. 4, 8-10).

En medio de esa situación el Apóstol reacciona diciendo: «Pero teniendo aquel espíritu de fe conforme a lo que está escrito: Creí, por eso hablé, también nosotros creemos, y por eso hablamos» (2Cor. 4,13). A pesar de las dificultades personales y del entorno hostil en que se mueve, con estas palabras san Pablo expresa el estrecho vínculo que existe entre la fe profesada y la urgencia de evangelizar, de anunciar y transmitir a otros esa misma fe que da sentido y consistencia a su vida.

Queridos hermanos y hermanas en el Señor, también nosotros, a imitación del Apóstol, debemos manifestar, con obras y palabras, la fe que creemos y asumir la tarea de anunciarla a todos. Esta es la intención de nuestro Plan Pastoral: introducir a todos los creyentes de nuestra Diócesis en el empeño renovado del anuncio de Evangelio a tantas personas que «no han conocido ni creído en el amor que Dios nos tiene». «Hoy se pide a todos los cristianos, a las Iglesias Diocesanas y a la Iglesia universal la misma valentía que movió a los misioneros del pasado» (RMi. 30).

Los que «sí» hemos conocido y creído en Jesucristo, estamos llamados a vivir la fe de modo libre, consciente y responsable. Por eso, aparte de tener en cuenta la variada realidad social y eclesial en la que estamos llamados a evangelizar, debemos, también, analizar nuestra realidad personal y tomarnos la tensión de nuestro «espíritu misionero». Dando por cierto lo que decía Pablo VI, «el que ha sido evangelizado, evangeliza a la vez» (cf. EN 24), tenemos que preguntaros que, si los fieles laicos, los miembros de la vida consagrada y los sacerdotes no estamos evangelizando con la intensidad y el ardor que son necesarios, ¿no será porque en el fondo quizá no vivimos en una profunda adhesión a Jesucristo?

El Papa Francisco nos da el termómetro para verificarlo: «La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ése que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos» (EG 264).

Algo semejante decía ya en 1976 el beato Pablo VI: «De los obstáculos para la evangelización que perduran en este tiempo, el más grave es el que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, sobre todo en la falta de alegría y de esperanza. Por ello, a todos aquellos que bajo cualquier título o cualquier grado tienen la obligación de evangelizar, los exhortamos a alimentar siempre el fervor del Espíritu».

Si no estamos cautivados por Cristo y profundamente adheridos a Él, difícilmente podremos hacernos presentes en los distintos ambientes del mundo de hoy para habitarlos y transformarlos en lugares de testimonio y de anuncio del Evangelio. De ahí que, así como es imposible que haya un verdadero discípulo de Cristo que no sea misionero, tampoco es posible que haya un misionero si no es discípulo de Cristo. Quien no es «discípulo misionero» de Cristo no es un verdadero cristiano.

No obstante, con mucho realismo, el Papa Francisco nos previene del peligro de una supuesta separación temporal entre «ser discípulo» y «ser misionero», como si fuera necesario mucho tiempo de preparación para salir a anunciar a Cristo, y nos pone el ejemplo de San Pablo que «a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era el Hijo de Dios» (Hech. 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?» (EG. 120).

¿A qué esperamos nosotros?, nos pregunta el Papa. La urgencia misionera no admite dilaciones. La formación y madurez cristiana, que siempre necesitamos y debemos procurar, no puede ser una excusa para postergar nuestra misión evangelizadora. Siempre debemos buscar el modo de comunicar a Jesús a partir de la situación de fe que nos encontremos. En este sentido,
dice el Papa: «En cualquier caso, todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él, entonces eso que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir creciendo» (EG. 121).

5. Como los apóstoles, fieles al mandato Cristo

«Ellos salieron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba la palabra con las señales que la acompañaban».

(Mc. 16,20).

a) Los envió y fueron.

La última vez que Cristo resucitado se apareció a los apóstoles, les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará […] El Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc. 16, 15-15.19). «En estos versículos se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra» (EG. 19).

Al final del Evangelio de San Marcos encontramos la reacción de los apóstoles a este mandato de Jesús: «Ellos salieron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba la palabra con las señales que la acompañaban» (Mc. 16,20). Es decir, cumplieron el encargo de Jesús y, gracias eso, otros muchos pudieron conocerle y creer en Él.

Así comenzó la cadena ininterrumpida de la predicación del Evangelio que se ha prolongado, de generación en generación, hasta nuestros días. Es la «cadena de transmisión de la fe» en la que estamos insertos nosotros que, como los apóstoles, hemos conocido a Jesús y creído en Él, y como ellos recibimos el encargo de anunciar el Evangelio a todas las gentes.

También nosotros, debemos ser fieles al mandato de Cristo haciendo lo mismo que ellos hicieron: salir a predicar el evangelio por todas partes. Con nuestro Plan Pastoral 2015-2020, queremos ser «una Iglesia Diocesana en salida misionera», en permanente estado de misión, Y lo hacemos con la seguridad de que el Señor, según su promesa, —igual que lo ha hecho con los que nos han precedido en el camino de la evangelización— nos asiste con su gracia e irá confirmando con signos visibles nuestra labor misionera.

El momento de la Ascensión de Jesús al cielo, supuso un antes y un después en el desarrollo de su misión salvadora. Hasta entonces, el Señor Jesús, había hecho las cosas en primera persona, por su propia mano. Es verdad que en varias ocasiones –a modo de entrenamiento- Jesús envió algunos de sus discípulos a realizar misiones en su nombre. Pero, a partir del momento que fue llevado al cielo, las cosas serán diferentes. Jesús concluye su misión histórica y ya no se Le verá más, físicamente. Son ahora los discípulos los encargados de realizar la misión de Cristo. Eso sí, con la asistencia del Espíritu Santo y la promesa de Jesús de estar con ellos todos los días, aunque de forma invisible.

El Evangelio de San Mateo expresa ese momento de esta manera: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28, 18-20).

Hasta entonces los discípulos han visto y han oído, han tocado y palpado a Jesús y han reconocido en él al Hijo de Dios hecho hombre. Esta experiencia llena de sentido y de alegría sus vidas y no se pueden callar (cf. 1Jn. 1,1-4). A partir de aquel momento, impulsados por el Espíritu Santo, lo dan conocer y lo presentan a los demás, con la certeza que es Cristo mismo quien habla y actúa por medio de ellos. Con asombro van comprobando que quienes les escuchan acaban creyendo en Jesús, se bautizan y se incorporan a la comunidad de los discípulos (cf. Hech. 2,41-47). Es decir, comprueban que las promesas de Jesús se cumplen y que, gracias a la fuerza del Espíritu Santo, su misión no es inútil ni estéril sino que produce frutos abundantes.

b) La ininterrumpida transmisión de la fe.

Eso mismo que ocurrió en los comienzos de la predicación apostólica, se ha repetido a través de la historia de la Iglesia. De no haber sido así, nosotros no hubiéramos conocido de Jesucristo ni tendríamos fe en Él. Pues bien, esta «cadena de transmisión de la fe» no se puede romper ni parar. Debe estar siempre activa, si no queremos que multitud de personas se vean privadas de conocer y experimentar el amor que Dios les tiene.

En la mecánica de los automóviles hay, también, una «cadena de transmisión», en este caso se transmite la fuerza del motor para mover el vehículo. Si la «cadena de transmisión» se rompe, el automóvil se queda parado y no se pueden aprovechar sus prestaciones, pierde su razón de ser, que es la movilidad. Lo mismo pasaría con la «transmisión de la fe». Si ésta se rompe o se detiene, toda la vitalidad del Evangelio deja de fluir hacia el corazón de las personas, que se verían privadas de conocer «el tesoro de sus vidas»: Cristo, amigo, hermano y salvador. «Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida» (EG. 49).

No podemos retener para nosotros la fe que hemos recibido porque, aparte de ser un acto egoísta y de falta de amor al prójimo, se acabaría debilitando nuestra propia fe y perderíamos nuestra identidad cristiana. «¡La fe se fortalece dándola!» (RMi. 2). Quien está arraigado en Cristo y firme en la fe, es imposible que no lo anuncie a los demás.

Un hermoso canto litúrgico, nos recuerda con frecuencia el envío misionero que nos hace Jesús: «Id, amigos, por el mundo, anunciando el amor, mensajeros de la vida, de la paz y el perdón. Sed, amigos, los testigos de mi Resurrección. Id llevando mi presencia. ¡Con vosotros estoy!». Aceptar este envío misionero y llevarlo a la práctica, sólo es posible si hacemos como los apóstoles que «salieron a predicar el Evangelio por todas partes». Veamos, siguiendo este texto de referencia, lo que supone para nosotros, personal y comunitariamente, realizar hoy la misión que Jesús nos encomienda.

6. «Ellos salieron…». Lo que significa «salir».

a) Es salir al encuentro de la gente.

«No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad, en nuestra institución parroquial o en nuestra institución diocesana, cuando tantas personas están esperando el Evangelio. Salir, enviados. No es un simple abrir la puerta para que vengan, para acoger, sino salir por la puerta para buscar y encontrar» (Homilía del Papa Francisco en Río de Janeiro, 27 de julio de 2013).

Para realizar la misión evangelizadora no basta con acoger bien a los que vienen buscando o solicitando cualquier cosa que les pueda ofrecer la Iglesia, es necesario y urgente salir al encuentro de las personas, ir allí donde está la gente, sin quedarnos esperando a que vengan. Es lo que el Papa llama «primerear», es decir, «adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos» (EG. 24). «Todos somos llamados a esta nueva «salida» misionera… a salir de la propia comodidad y atreverse a llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (EG. 20).

Salir es un «ejercicio» que supone un movimiento, tanto externo co
mo interior. En toda salida podemos considerar, al menos, tres perspectivas. La dimensión de movimiento que supone ir de un lugar a otro; por ejemplo, salimos de casa para ir a trabajo, a una fiesta, a la iglesia, a visitar a alguien. La dimensión del comportamiento, donde salir es dejar de hacer una cosa para ocuparse en otra diferente. Y, asimismo, en el plano psicológico y espiritual, salir es el cambio de estado de ánimo o el cambio de actitud; por ejemplo, salir de nuestras ataduras o salir de la propia comodidad, como dice el Papa.

En todo caso, salir implica «dejar», abandonar algo (un lugar, una tarea, una actitud, un sentimiento, un vínculo, un comportamiento…) para situarme en otra posición. Y, por encima de todo, «el salir», —como acto humano libre, consciente y responsable que es— supone siempre una motivación que justifique esa salida y las actitudes y comportamientos que lleva consigo.

La «salida misionera» a la que todos somos llamados, participa de las características de cualquier salida. Supone dejar el lugar donde estoy para ir al encuentro de los otros. Pero implica, también, dejar unas actitudes y comportamientos para adoptar otros. Especialmente, implica liberarse de todo aquello que nos ata interiormente y que bloquea una auténtica salida en misión evangelizadora. Es salir de todo aquello que impide o dificulta el anuncio del Evangelio y que, en el leguaje habitual, definimos como «conversión»: conversión personal y conversión pastoral.

b) Es salir con entusiasmo y convicción.

Para poder hacer la «salida misionera» es fundamental cultivar las sanas motivaciones interiores que justifiquen y estimulen a nuestra conciencia el anuncio del Evangelio. Así tendremos el impulso interior que es necesario para salir de las ataduras personales que la salida implica y para superar nuestros prejuicios respecto a los demás. Es como en la parábola del «tesoro escondido en el campo». El que lo encuentra «por la alegría que le da» va y sacrifica todo lo demás por aquel tesoro.

«No se puede evangelizar a quien no se ama», hemos dicho muchas veces. Sólo acogiendo el amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado, podremos experimentar la alegría del Evangelio y estaremos en disposición de salir gratuitamente al encuentro de los otros y presentarles a Jesucristo, aúnn a costa de grandes sacrificios.

Por eso, para hacer una verdadera salida misionera necesitamos el «nuevo ardor» del que tanto hablaba San Juan Pablo II. Un nuevo ardor que, como nos recuerda el Papa Francisco (cf. EG. 264), es sólo posible si cada uno de nosotros los creyentes renueva su encuentro con Jesucristo. A veces sabemos muchas cosas acerca de Jesús, de su vida y su doctrina, pero no nos hemos encontrado personalmente con él, no hemos tenido la ocasión de que él nos hable al corazón, de que sus palabras pongan luz en nuestra mente y fuego en nuestro ánimo.

Necesitamos tener a Cristo en el corazón, estar seducidos por Él, estar prendados de Cristo al estilo de San Pablo. Sólo así podemos sentir ese ardor, ese celo, ese gozo de comunicar el Evangelio que contemplamos en los verdaderos misioneros. No nos hagamos ilusiones: si el amor de Cristo no nos apremia (cf. 2Cor. 5,14), de poco servirán los instrumentos externos de la misión (programas, métodos, habilidades, etc). Se convertirían en medios sin alma, máscaras de la misión evangelizadora, más que expresión de «lo que hemos visto y oído». No se trata de hacer de misioneros, sino de serlo. Siempre se nos ha dicho que evangelizamos más por los que somos que por lo que hacemos.

Por eso, para desplegar en nuestra Diócesis Nivariense una amplia y verdadera salida misionera, quienes nos reconocemos católicos, particularmente los agentes de pastoral, «debemos interrogarnos hoy sobre la calidad de nuestra fe, sobre nuestro modo de sentirnos y ser cristianos, discípulos de Jesucristo invitados a anunciarlo al mundo, a ser testigos que, imbuidos del Espíritu Santo, están llamados a convertir a los hombres de todas las naciones en discípulos» (Lineamenta para el Sínodo de la Nueva Evangelización, 2). En ningún momento de la historia fue posible evangelizar sin una profunda experiencia de fe en Jesucristo, constantemente alimentada en la meditación asidua de la Palabra de Dios, en la oración y en los sacramentos

Es necesario que cada uno, (sacerdotes, laicos, consagrados/as), hagamos una seria reflexión sobre la calidad de nuestra fe y sepamos reconocer que en nuestro seguimiento de Cristo, estamos siempre en aquella situación que decía san Pablo respecto de sí mismo: «No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Filp. 3,12-14). Siempre nos vendará bien poner por obra su recomendación: «Desde el punto a donde hayamos llegado, sigamos adelante» (v. 16).

c) Es salir «de»…

¿De dónde tenemos que salir? Ante todo, de nuestra vida de pecado. Cuando el pueblo de Israel estaba en Egipto sometido a esclavitud, Dios lo amó y eligió a Moisés para sacarlo de allí y guiarlo a una nueva tierra. Por boca de Oseas dirá: «De Egipto llamé a mi hijo» (Os. 11,1). Para poder ir a la tierra prometida Dios llama a su pueblo a «salir de la esclavitud de Egipto». Algo así pasa con nosotros. Debemos, por así decir, descubrir «en que Egipto estamos metidos», «que faraón nos domina», y sentir cómo Dios nos llama a salir.

Para ir a evangelizar es necesario salir de Egipto, es decir, de todo aquello que nos esclaviza. Y, como nos dice Jesús, «en verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo» (Jn. 8,34). Por tanto, salir del pecado se presenta como la primera condición «sine qua non» para salir a evangelizar.

Además de ser un anti testimonio, que contradice el Evangelio que predicamos, el pecado es una herida mortal y un lastre que apaga el ardor apostólico, adultera la salida misionera y la hace infructuosa. Con razón, en los Lineamenta para el Sínodo de la Nueva Evangelización, se nos avisaba que la situación actual de los cristianos en general, y de los agentes de pastoral en particular, exige un proceso de reflexión y discernimiento sobre el nivel de coherencia fe-vida en nuestro seguimiento de Cristo (Cf. Lineamenta del Sínodo, 5), pues, «la santidad de vida es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia» (ChFL. 17).

Ya el beato Pablo VI, afrontaba abiertamente esta cuestión en la Evangelii Nuntiandi, cuando decía: «Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación» (EN. 76).

Y, el propio Papa Francisco se refiere a esta grave cuestión, cuando advierte que en muchos evangelizadores se da «una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída del fervor» (EG. 78). Y nos invita a considerar y rechazar las «tentaciones de los agentes pastorales» (la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la mundanidad espiritual y la guerra entre nosotros), para poder decir sí a una espiritualidad misionera (cf. EG. 76 y ss.). Para hacer una salida misionera, es necesario que «sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe (Heb. 12,1-2).

d) Es salir de nosotros mismos.

Pero, además de esta prioritaria e insustituible salida del pecado, también es necesario salir de nosotros mism
os. Negarnos a nosotros mismos. Nuestra salida misionera no puede estar marcada por nuestros «tics», nuestras afinidades, nuestros gustos o forma de ver las cosas, nuestros proyectos personales… El principio pastoral de toda acción evangelizadora es siempre el mismo: «fidelidad al mensaje recibido y fidelidad a la situación de los destinatarios».

Eso significa que no somos el punto de referencia. En la misión, «nuestro yo» pasa a segundo término y se tiene que adecuar a esas dos fidelidades. Como Cristo, que «salió del seno del Padre» y siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se despojó de su rango y se hizo uno de tantos, se humilló a si mismo obedeciendo hasta la muerte de cruz (cf. Filp. 2, 5-11). Este es el camino de la salida misionera. Para ir a la misión hay que salir imbuidos de las actitudes que caracterizaron a Jesús en su ministerio evangelizador: la humildad, la paciencia y la abnegación.

«Queridos hermanos, —nos decía el Papa en la «visita ad límina»— no ahorréis esfuerzos para abrir nuevos caminos al evangelio, que lleguen al corazón de todos, para que descubran lo que ya anida en su interior: a Cristo como amigo y hermano. No será difícil encontrar estos caminos si vamos tras las huellas del Señor, que «no ha venido para que le sirvan, sino para servir» (Mc 10,45); que supo respetar con humildad los tiempos de Dios y, con paciencia, el proceso de maduración de cada persona, sin miedo a dar el primer paso para ir a su encuentro. Él nos enseña a escuchar a todos de corazón a corazón, con ternura y misericordia».

e) Es salir con «nuevas expresiones».

Salir a evangelizar de esa manera, supone «evangelizar con nuevas expresiones», como señaló San Juan Pablo II al proponer la Nueva Evangelización. «Nuevas expresiones», que no se refiere solo al lenguaje verbal (que la gente entienda lo que decimos), sino a los gestos, a las actitudes, al talante evangelizador. Poder decir como San Pablo: «Me he hecho débil con los débiles, para ganar a los débiles. He tratado de adaptarme lo más posible a todos, para salvar como sea a algunos. Y todo lo hago por el evangelio, del cual espero participar (1Cor 9, 22-23). No se trata de presentar un Evangelio adulterado, para hacerlo aceptable a unos o a otros, quitando unos aspectos, silenciando otros o añadiéndole cosas que no dice. Se trata de tener la auténtica caridad pastoral para saber presentar al mismo y único Jesucristo a toda la diversidad de personas según sus circunstancias, para ayudarles a descubrir que hay alguien que les ama y les busca para «que tengan vida y vida en plenitud » (Jn. 10,10).

El Papa Francisco no se cansa de decirnos por todos lados, cosas como estas: No damos testimonio de un Dios acogedor, si en nuestra pastoral somos excluyentes. No mostramos el rostro de un Dios misericordioso, si en nuestras actitudes somos rígidos y estamos más prontos a condenar que a llamar a la conversión. No somos testigos de un Dios que se acerca a los pecadores, a los pobres, a los enfermos… si conservamos en nuestras relaciones con ellos los prejuicios y la mentalidad de la sociedad en la que vivimos.

Salir a evangelizar con «nuevas expresiones» tiene que ver con nuestra capacidad de imitar las actitudes de Jesús, que declaró que no necesitan médico los sanos, sino los enfermos y que Él no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Mc 2,17). La salida misionera debe poner de manifiesto la actitud de Dios que se parece al pastor que sale a buscar la oveja que se le perdió, pues «en el cielo hay más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse (Lc 15,7).

7. «… a predicar el Evangelio»

La salida misionera es «salir a predicar el Evangelio». A eso envió Jesús a los apóstoles y a eso salieron ellos. También nosotros estamos llamados a salir al encuentro de los otros para presentarles la persona de Jesús y proponerles el mensaje del Evangelio. De hecho salir a predicar el Evangelio es la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Por eso, «una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga se enferma en la atmósfera viciada de su encierro», reitera el Papa a los Obispos argentinos (16-4-13). «Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo… [sin quedarnos] en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).» (EG. 49).

Ahora bien, ¿cómo predicar el Evangelio en las circunstancias actuales? «El problema de cómo evangelizar es siempre actual, porque las maneras de evangelizar cambian según las diversas circunstancias de tiempo, lugar, cultura; por eso plantean casi un desafío a nuestra capacidad de descubrir y adaptar» (EN. 40). Por eso, como dice el Papa Francisco, «salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido» (EG. 46). «La predicación del Evangelio no se puede dejar a la casualidad ni a la improvisación. Exige el compromiso común para un proyecto pastoral que remita a lo más importante y que esté bien centrado en lo esencial, es decir, en Jesucristo» (Discurso del Papa al Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, 14-10-2013).

Así se comprende la importancia de un Plan Pastoral que, bajo la luz del Espíritu Santo y con la ayuda de todos, establezca las formas más adecuadas y eficaces de comunicar el mensaje evangélico a los hombres de nuestro tiempo (cf. EN. 40). El objetivo último siempre es el mismo: Cristo en persona, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la comunión con Dios y entre nosotros. Pero, para caminar con paso seguro en esa dirección, es necesario que el Plan Pastoral formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad (cf. NMI. 29).

a) Predicar con el testimonio.

El beato Pablo VI decía que el Evangelio se debe predicar en primer lugar mediante el testimonio, pues este, «constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización» (EN. 21). Y en otro lugar dice: «Para la Iglesia el primer medio de evangelización consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente al prójimo con un celo sin límites» (EN. 41). De ahí la importancia de salir —sin perder ni ocultar nuestra identidad cristiana— hacia las periferias geográficas y existenciales, de salir al encuentro de las personas cualesquiera que sean sus circunstancias y tratar con ellas como amigos. Como hace Dios, que «movido por su gran amor, sale al encuentro del hombre, le habla como amigo y le invita a la comunicación consigo» (DV. 2). Al estilo de Jesús, el testimonio cristiano implica presencia y cercanía a la vida de la gente, participación y solidaridad en sus alegrías y en sus penas.

La Evangelii Gaudium rebosa por todos lados del llamamiento del Papa a que demos este testimonio del amor y el servicio gratuito a los demás: «Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del pueblo… Cautivados por ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo con los demás» (EG. 269).

El mismo Conclio Vaticano II nos enseña que, «la presencia de los fieles cristianos en los grupos humanos ha de estar animada por la caridad con que Dios nos amó, que quiere que también nosotros nos amemos unos a otros. En efecto, la caridad cristiana se extiende a todos sin distinción de raza, condición social o religión; no espera lucro o agradeci
miento alguno; pues como Dios nos amó con amor gratuito, así los fieles han de vivir preocupados por el hombre mismo, amándolo con el mismo sentimiento con que Dios lo buscó» (AG 12).

Más en concreto, el Papa Francisco en su visita a Cuba, celebrando a nuestra Señora de la Caridad del Cobre, partiendo del evangelio de la Visitación de la Virgen a su prima Isabel, dice que, como María, todos «estamos invitados a «salir de casa», a tener los ojos y el corazón abierto a los demás… Nuestra fe nos hace salir de casa e ir al encuentro de los otros para compartir gozos y alegrías, esperanzas y frustraciones. Nuestra fe, nos saca de casa para visitar al enfermo, al preso, al que llora y al que sabe también reír con el que ríe, alegrarse con las alegrías de los vecinos. Como María, queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza. Como María, Madre de la Caridad, queremos ser una Iglesia que salga de casa para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación. Como María, queremos ser una Iglesia que sepa acompañar todas las situaciones «embarazosas» de nuestra gente, comprometidos con la vida, la cultura, la sociedad, no borrándonos sino caminando con nuestros hermanos, todos juntos» (22-9-2015).

b) Predicar con la palabra.

Aun siendo tan importante y necesario, con el solo testimonio no se predica el Evangelio. Por mucho que pongamos en práctica lo dicho anteriormente sobre el testimonio, «esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado —lo que Pedro llamaba dar «razón de vuestra esperanza» —, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús. La Buena Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios (EN. 22).

De ahí la necesidad de la predicación propiamente dicha, de la proclamación verbal del mensaje. «¿Cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? Y, ¿cómo creerán sin haber oído de Él? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?… Luego, la fe viene de la predicación, y la predicación, por la palabra de Cristo» (Rom. 10,14.17). Todos vemos la importancia que tiene la predicación del Papa en la misa de cada día, en las catequesis de los miércoles, en las grandes celebraciones y en los viajes. El mismo, en la Evangelii Gaudium, dedicó un amplio espacio a la homilía presentándola como una forma privilegiada de predicación del Evangelio (cf. EG. nn. 135-144).

Actualmente, gracias a la generalización de la comunicación a través de las nuevas tecnologías, existe la posibilidad de extender casi sin límites el campo de audición de la predicación del Evangelio, pudiendo llegar con facilidad a millones de personas. Pero hemos de aprender a utilizar estos medios de tal modo que, como decía el Beato Pablo VI, «el mensaje deberá llegar a las gentes con capacidad para penetrar en las conciencias, para posarse en el corazón de cada persona en particular y con capacidad para suscitar en favor suyo una adhesión y un compromiso verdaderamente personal» (EN. 45). Por eso el propio Pablo VI, pide no descuidar el diálogo personal, la predicación del Evangelio persona a persona, y se pregunta: «En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe? (EN. 46).

8. «… por todas partes».

Los apóstoles «salieron a predicar el evangelio por todas partes». Es impresionante la rapidez con la que se difundió el Evangelio en aquellos comienzos de la predicación apostólica. En poco tiempo, pese a las dificultades geográficas y de todo tipo, se formaron comunidades cristianas a lo largo del todo el Imperio Romano, desde Jerusalén hasta España. Los Hechos de los Apóstoles dan fe de ello. Cuando los discípulos de Jesús eran perseguidos, su testimonio de fidelidad y perseverancia en la fe se convertía en anuncio elocuente de Jesús. Incluso, cuando en medio de la persecución se trasladaban a otros lugares para salvar la vida, eso se convirtió en ocasión para el anuncio del Evangelio y la implantación de la Iglesia en diversas regiones: «Se desató una gran persecución contra la Iglesia de Jerusalén. Todos, a excepción de los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y Samaria… Los que se habían dispersado iban por todas partes anunciando la Buena Nueva de la Palabra» (Hech. 8,1.4).

¿A quiénes se dirige el anuncio del Evangelio? Ciertamente, como mandó Jesús, a todas las gentes: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc. 16, 15). No obstante las adversidades y obstáculos de diverso signo que siempre habrá, no podemos olvidar estas palabras que vienen directamente de Jesucristo y que, para nosotros sus actuales discípulos resuenan como si fuera la primera vez: ¡A todo el mundo! ¡A toda criatura! ¡Hasta los confines de la tierra!

Ahora bien, si nos fijamos, más en concreto, en las gentes que viven en el territorio de nuestra Diócesis, podemos considerar esta reflexión del beato Pablo VI para comprender y hacer operativo el alcance de la misión que estamos llamados a realizar aquí y ahora: «Aunque el primer anuncio va dirigido de modo específico a quienes nunca han escuchado la Buena Nueva de Jesús o a las nuevas generaciones, se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para las gentes sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen poco los fundamentos de la misma; para los intelectuales que sienten necesidad de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en su infancia, y para otros muchos» (EN. 52).

Que importante es esa primera afirmación: «El primer anuncio va dirigido de modo específico a quienes nunca han escuchado la Buena Nueva de Jesús o a las nuevas generaciones». Hasta ahora, dábamos por supuesto que las nuevas generaciones recibían el anuncio del Evangelio de otros creyentes (sus padres, el entorno parroquial, la educación escolar…) Pero ya no es así. La descristianización de la sociedad ha conducido a que grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio y, por tanto, son incapaces o no consideran necesario transmitir a la fe a los demás (cf. RMi. 33).

También el Papa Francisco, haciéndose eco de las reflexiones del Sínodo para la Nueva Evangelización, contempla tres ámbitos de la acción misionera de la Iglesia que encajan perfectamente en la realidad de nuestra Diócesis: «En primer lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria, animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna. También se incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe católica intensa y sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y con toda su vida al amor de Dios.

En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no viven las exigencias del Bautismo», no tienen una pertenencia cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.

Finalmente, remarquemos que la evangelización está esencialmen
te conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción»» (EG. 14).

Nuestro Plan Pastoral 2015-2020, es el instrumento de trabajo que, con criterios de fe y bajo la guía del Espíritu Santo, hemos elaborado entre todos para atender estos tres ámbitos que nos dice el Papa Francisco. Es el itinerario que vamos seguir para realizar la «salida misionera» que nos pide el Señor.

9. En «salida misionera», con el estímulo y la protección del Santo Hermano Pedro y San José Anchieta.

Nuestra Diócesis tiene la dicha de haber sido la cuna de dos santos misioneros: El Santo Hermano Pedro y San José de Anchieta. En la isla de Tenerife vinieron a este mundo y fueron bautizados, uno en Vilaflor y el otro en San Cristóbal de La Laguna. Aquí conocieron y creyeron en Jesucristo. La educación cristiana recibida en la familia y la parroquia respectiva marcaron para siempre sus vidas y les permitió, en su momento, escuchar la llamada de Dios para ser misioneros.

¡Qué importante es el bautismo y la transmisión de la fe a los niños! Es el mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos. Junto con haberlos traído al mundo, nada más grande podrán ofrecerles a lo largo de sus vidas. Así empezó la vida de fe de estos dos grandes santos misioneros: por el bautismo, a poco de nacer, y por la educación en la fe en el ámbito familiar y parroquial. Sin esto, no hubiera sido posible todo lo que vino después.

¿Qué vino después? Los dos son paradigma de lo que debe ser una auténtica «salida misionera». En ellos debemos fijarnos para aprender a ser misioneros y a ellos debemos acudir para suplicarles que nos ayuden a predicar el evangelio en el mundo de hoy con el «ardor» y «las actitudes» con ellos lo hicieron.

En ellos se ha realizado a la perfección lo que hemos venido exponiendo en esta carta: «Ellos salieron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor los asistía y confirmaba la palabra con las señales que la acompañaban» (Mac. 16, 20). Creyeron y por eso hablaron. La fe que recibieron la anunciaron. Apoyados en la fuerza del Espíritu salieron a predicar por todas partes y, ciertamente, el Señor los asistió y confirmaba la predicación del Evangelio con signos milagrosos. Ambos ejercieron el estilo misionero de Jesucristo: Presencia y cercanía a la vida de la gente, participación y solidaridad en sus alegrías y en sus penas, y dedicación generosa al servicio de su desarrollo humano y cristiano.

Ambos, impulsados por «la alegría del Evangelio», salieron de su tierra natal, incluso de su propio país, para llevar el mensaje del Evangelio a todas las gentes. Lo que dijo el Papa Francisco en la misa de acción de gracias por la canonización de José de Anchieta, es igualmente aplicable al Hermano Pedro: «San José de Anchieta supo comunicar lo que él había experimentado con el Señor, lo que había visto y oído de Él. Era tal la alegría que tenía, tal el gozo que fundó una nación. Puso los fundamentos culturales de una nación en Jesucristo. No había estudiado teología. No había estudiado filosofía. Era un chico. Pero había sentido la mirada de Jesucristo y se dejó alegrar, y optó por la luz. Ésa fue y es su santidad. No le tuvo miedo a la alegría.

SAN JOSÉ DE ANCHIETA:

«Un incansable y genial misionero es José de Anchieta, que a los 17 años, ante la imagen de la Santísima Virgen María, en la catedral de Coimbra, hace voto de virginidad perpetua y decide dedicarse al servicio de Dios. Habiendo ingresado en la Compañía de Jesús, parte, el año 1553, para el Brasil, donde, en la misión de Piratininga, emprende múltiples actividades pastorales con el fin de acercar y ganar para Cristo a los indios de las selvas vírgenes. Ama con inmenso afecto a sus hermanos «brasís», comparte con ellos su vida, estudia profundamente sus costumbres y comprende que su conversión a la fe cristiana debe ser preparada, ayudada y consolidada por un apropiado trabajo de civilización, para su promoción humana. Su celo ardiente le mueve a realizar innumerables viajes, cubriendo distancias inmensas, en medio de grandes peligros. Pero la oración continua, la mortificación constante, la caridad ferviente, la bondad paternal, la unión íntima con Dios, la devoción filial a la Virgen Santísima dan a este gran hijo de San Ignacio una fuerza sobrehumana, especialmente cuando debe defender contra las injusticias de los colonizadores a sus hermanos los indígenas. Para ellos compone un catecismo, adaptado a su mentalidad, que contribuye grandemente a su cristianización. Por todo ello, bien merece el título de «Apóstol del Brasil». (San Juan Pablo II, en la Beatificación de José de Anchieta, el 22 de junio de 1980).

También, el 3 de julio de 1980, en su viaje a Sao Paulo, ciudad fundada Anchieta, San Juan Pablo II explicó los fundamentos de la vida de José de Anchieta, así como las motivaciones e intenciones que llevaba en su corazón.

«¿Había venido el padre Anchieta como un soldado en busca de gloria, un conquistador en busca de tierras, o un comerciante en busca de buenos negocios y dinero? ¡No! Vino como misionero, para anunciar a Jesucristo, para difundir el Evangelio. Vino con el único objetivo de conducir los hombres a Cristo, transmitiéndoles la vida de hijos de Dios, destinados a la vida eterna. Vino sin exigir nada para sí; por el contrario, dispuesto a dar su vida por ellos».

«Salvar las almas para gloria de Dios: ése era el objetivo de su vida. Ello explica la prodigiosa actividad de Anchieta para buscar nuevas formas de actuación apostólica, que lo llevaban finalmente a hacerse todo para todos, por el Evangelio; a hacerse siervo de todos a fin de ganar el mayor número posible para Cristo (cf. 1 Cor 9, 19-22)»

¿De dónde sacó el padre Anchieta la fuerza para realizar tantas obras en una vida consumada toda en pro de los demás, hasta morir, extenuado, cuando todavía estaba en plena actividad?

Desde luego, no de una salud de hierro. Al contrario; siempre tuvo una salud precaria. Durante sus viajes apostólicos, hechos a pie y sin ayuda, sufrió continuamente en su cuerpo las consecuencias de un accidente que había tenido siendo joven.

¿Tal vez sacó su fuerza de su talento y dotes humanas? En parte, sí; pero eso no lo explica todo. Solamente con esa afirmación no se llega a la verdadera raíz. El secreto de este hombre era su fe: José de Anchieta era un hombre de Dios. Como San Pablo, podía decir: «Sé a quién me he confiado… y estoy seguro de que puede guardar mi depósito para aquel día» (2 Tim 1. 12).

La unión con Dios profunda y ardiente; el apego vivo y afectuoso a Cristo crucificado y resucitado presente en la Eucaristía; el tierno amor a María: ahí está la fuente de donde mana la riqueza de la vida y actividad de Anchieta, auténtico misionero, verdadero sacerdote.

SANTO HERMANO PEDRO:

Nacido de familia pobre, dedicada a la agricultura y a la ganadería, Pedro de Betancur, tiene en su vida un solo objetivo: llevar el mensaje cristiano a las «Indias Occidentales». A los 23 años deja su patria y llega a Guatemala, enfermo, sin recursos, solo, desconocido, convirtiéndose en el apóstol de los esclavos negros, de los indios sometidos a trabajos inhumanos, de los emigrantes sin trabajo ni seguridad, de los niños abandonados. El hermano Pedro, animado por la caridad de Cristo, se hizo todo para todos, en particular para los pequeños vagabundos de cualquier raza y color, en favor de los cuales funda una escuela. Para los enfe
rmos pobres, despedidos de los hospitales pero todavía necesitados de ayuda y asistencia, Pedro funda el primer hospital del mundo para convalecientes. Muere a los 41 años de edad. El Niño de Belén, en cuyo nombre fundó la congregación betlemita, fue el tema asiduo de la meditación espiritual del Beato, el cual en los pobres supo descubrir siempre el rostro de «Jesús Niño»: por esto los amó con una delicada ternura. (San Juan Pablo II, en la Beatificación del Hermano Pedro el 22 de junio de 1980).

Posteriormente, también San Juan Pablo II, en la homilía de canonización en Guatemala, el 30 de julio de 2002 afirmó:

El nuevo Santo, con el único equipaje de su fe y su confianza en Dios, surcó el Atlántico para atender a los pobres e indígenas de América: primero en Cuba, después en Honduras y, finalmente, en esta bendita tierra de Guatemala, su «tierra prometida».

El Hermano Pedro fue hombre de profunda oración, ya en su tierra natal, Tenerife, y después en todas las etapas de su vida, hasta llegar aquí, donde, especialmente en la ermita del Calvario, buscaba asiduamente la voluntad de Dios en cada momento.

Por eso es un ejemplo eximio para los cristianos de hoy, a quienes recuerda que, para ser santo, «es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración»

El Hermano Pedro forjó así su espiritualidad, particularmente en la contemplación de los misterios de Belén y de la Cruz. Si en el nacimiento e infancia de Jesús ahondó en el acontecimiento fundamental de la Encarnación del Verbo, que le lleva a descubrir casi con naturalidad el rostro de Dios en el hombre, en la meditación sobre la Cruz encontró la fuerza para practicar heroicamente la misericordia con los más pequeños y necesitados.

Pedro de Betancurt se distinguió precisamente por practicar la misericordia con espíritu humilde y vida austera. Sentía en su corazón de servidor la amonestación del Apóstol Pablo: «Todo cuanto hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col 3, 23). Por eso fue verdaderamente hermano de todo el que vive en el infortunio y se entregó con ternura e inmenso amor a su salvación. Así se pone de manifiesto en los acontecimientos de su vida, como su dedicación a los enfermos en el pequeño hospital de Nuestra Señora de Belén, cuna de la Orden Bethlemita.

El nuevo Santo es también hoy un apremiante llamado a practicar la misericordia en la sociedad actual, sobre todo cuando son tantos los que esperan una mano tendida que los socorra. Pensemos en los niños y jóvenes sin hogar o sin educación; en las mujeres abandonadas con muchas necesidades que remediar; en la multitud de marginados en las ciudades; en las víctimas de organizaciones del crimen organizado, de la prostitución o la droga; en los enfermos desatendidos o en los ancianos que viven en soledad.

Queridos diocesanos, hermanos y hermanas en el Señor. Parafraseando lo que nos dice la carta a los Hebreos (cf. Heb. 12,1), en nombre del Señor les digo: Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro a tan grandes testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone. Es decir, como el Santo Hermano Pedro y San José de Anchieta, hagamos «la salida misionera» que el Señor nos pide y que, aun sin saberlo, los hombres y mujeres de hoy necesitan. Para predicar el Evangelio «en todas partes» no hay que ir tan lejos como fueron ellos, porque el Señor nos envía a nuestra propia familia, a nuestros amigos y compañeros de trabajo, a nuestros vecinos. Ante todo, es a los que están cerca de nosotros a quienes tenemos que anunciar el Evangelio con nuestro testimonio cristiano y con nuestra palabra como hicieron nuestros santos misioneros.

10. «Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo».

Queridos diocesanos, hermanas y hermanos en el Señor, «salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo» (EG. 49). Con estas palabras del Papa Francisco, también yo, Obispo de esta Diócesis Nivariense, les digo que salgan a la calle y prediquen el Evangelio en todas partes. Inviten a todas las gentes, en primer lugar a quienes conocemos y tratamos en la vida de cada día, a conocer a Jesucristo y a participar de la vida buena que Dios nos ofrece por medio de Él. Jesús lo dijo a los discípulos de ayer y nos lo dice a nosotros: ¡vayan!, ¡anuncien! No podemos quedarnos fuera de este envío que nos hace del Señor. No olvidemos que la alegría del evangelio se experimenta, se conoce y se vive solamente dándola, dándose.

«Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo». Pido a Dios que estas palabras no caigan en saco roto. Espero una respuesta generosa de todos los diocesanos. Cuento con los muchos fieles laicos, cristianos practicantes que frecuentan nuestras parroquias y que participan en la vida de la Iglesia y que están llamados a una mayor participación activa en la predicación del Evangelio. Particularmente, cuento con los padres y madres, de tantos niños, adolescentes y jóvenes que fueron bautizados pero que apenas conocen a Jesucristo. Al bautizarlos se comprometieron a educarlos en la fe cristiana. Les aliento a que hagan honor a su palabra. Pidan ayuda si es necesario, pero no priven a sus hijos del amor y la amistad de Jesucristo.

Cuento, también, con todos aquellos laicos comprometidos que colaboran con generosidad y diligencia en las diversas tareas que conforman la multiforme actividad de la comunidad cristiana (catequesis, obras socio-caritativas, liturgia) y que, sin duda, se van a sentir especialmente llamados e involucrados en la «salida misionera».

Cuento, asimismo, con tantos cristianos laicos que sienten y viven la fe y que, sin embargo, no se muestran como tales en la vida pública. Se sienten a gusto en su parroquia, en su grupo o movimiento, pero apenas se dejan ver con su identidad cristiana en los foros sociales. Deben saber que el testimonio y su palabra son indispensables para que el mensaje de Jesús llegue a los ámbitos que conforman la vida social: universidades, medios de comunicación, asociaciones vecinales y sindicales, corporaciones profesionales y empresariales, partidos políticos, la educación de los niños y los jóvenes, comisiones de fiestas, el mundo de la salud, los colectivos afectados por la marginación social, etc. Pidamos todos al Espíritu Santo que fortalezca la fe de los laicos cristianos para que no se acobarden y se muestren ante el mundo como discípulos misioneros de Cristo.

Evidentemente cuento con la cooperación indispensable de los sacerdotes, diocesanos y religiosos, que ya trabajan con abnegación y generosidad en el servicio del Pueblo de Dios. Ellos son los brazos del obispo para la atención directa a inmediata de los fieles. A ellos les corresponde, muy especialmente, animar todo el itinerario de nuestro Plan Pastoral entre los fieles que tienen a su cargo. Ellos son los que tendrán que activar la necesaria «conversión pastoral» que hace posible la «salida misionera» hacia las gentes de su ámbito pastoral. Ellos son los primeros que tendrán que prepararse, y animar a otros a prepararse, para salir a predicar el Evangelio.

Cuento, también, con los numerosos fieles, hombres y mujeres, de Vida Consagrada, que ya contribuyen eficazmente al crecimiento de la Iglesia y a su misión en el mundo. Damos gracias a Dios por su presencia activa en nuestra Diócesis y por el testimonio de entrega generosa y fidelidad al Señor. Les exhorto a secundar nuestro Plan Diocesano de Pastoral e incorporarse con toda la Diócesis a este impulso de renovación espiritual y misionero que el Señor nos pide en las actuales circunstancias.

Sí. «Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo». Hay muchas personas que, aun sin saberlo, esperan que alguien les hable de Jesucristo. Como en la «parábola del sembrador», tenemos que «salir a sembrar la semilla de la palabra de Dios». Para ello hay que salir de casa, del ámbito
de la parroquia, comunidad, grupo o movimiento. Salir a sembrar sin cálculos previos, en cualquier lugar y a cualquier tipo de personas, sin querer ver resultados inmediatos, sin querer aferrar a la gente a nuestro grupo concreto, sin querer controlar el proceso de crecimiento. «La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme» (EG. 22)

El 23 de septiembre de 2015, en los Estados Unidos, el Papa Francisco, en la canonización de Fray Junípero Serra, otro gran misionero español, nos dejó esta interpelante reflexión, que aprovecho como mensaje final de esta Carta Pastoral:

«Jesús no da una lista selectiva de quién sí y quién no, de quiénes son dignos o no de recibir su mensaje y su presencia. Por el contrario, abrazó siempre la vida tal cual se le presentaba. Con rostro de dolor, hambre, enfermedad, pecado. Con rostro de heridas, de sed, de cansancio. Con rostro de dudas y de piedad. Lejos de esperar una vida maquillada, decorada, trucada, la abrazó como venía a su encuentro. Aunque fuera una vida que muchas veces se presenta derrotada, sucia, destruida.

A «todos» dijo Jesús, a todos, vayan y anuncien; a toda esa vida como es y no como nos gustaría que fuese, vayan y abracen en mi nombre.

— Vayan al cruce de los caminos, vayan… a anunciar sin miedo, sin prejuicios, sin superioridad, sin purismos a todo aquel que ha perdido la alegría de vivir, vayan a anunciar el abrazo misericordioso del Padre.

— Vayan a aquellos que viven con el peso del dolor, del fracaso, del sentir una vida truncada y anuncien la locura de un Padre que busca ungirlos con el óleo de la esperanza, de la salvación.

— Vayan a anunciar que el error, las ilusiones engañosas, las equivocaciones, no tienen la última palabra en la vida de una persona. Vayan con el óleo que calma las heridas y restaura el corazón».

Damos la última palabra a la Virgen María, Reina de los Apóstoles y estrella de la Evangelización. Ella vivió de modo perfecto su condición de discípula misionera de Cristo. Desde los inicios, Ella ha alentado la evangelización de nuestra tierra. La devoción a María tiene un gran arraigo en nuestro pueblo y facilita el anuncio del Evangelio.

Las últimas palabras, de las que tenemos constancia, pronunciadas por la Virgen María son estas de las Bodas de Caná: «Haced lo que Él os diga». Pues bien, lo que el Señor nos dice es: «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio».

Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que dóciles al impulso del Espíritu Santo, seamos fieles al mandato de tu Hijo y pongamos en sus manos «el agua» de nuestros trabajos pastorales. Seguro que Él, como hizo en las bodas de Caná siguiendo tu ruego, los convertirá en frutos de salvación para muchas personas.

Santa María, Madre de la Iglesia, pon tu mano y ayúdanos a ser «una Iglesia en salida misionera», una Iglesia que, contigo y como tú, muestra a Jesús al mundo.

Pidiendo al Señor paz y alegría para todos, de todo corazón les bendice,

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense

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