Artículo del Obispo de Tenerife, D. Bernardo Álvarez Afonso, con ocasión de Jornada del Emigrante y del Refugiado. Este domingo 18 de enero la Iglesia Católica celebra en todo el mundo la 95ª Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado. Ningún colectivo social, como el de los emigrantes y refugiados, se ve tan afectado por la actual crisis económica. La crisis es “global” porque estamos en un “mundo globalizado” y puesto que seguiremos envueltos en “la globalización”, de cara al futuro, es necesario y urgente ir corrigiendo aquellos aspectos del proceso de globalización que condenan a miles de millones de personas, en todo el mundo, a vivir en la miseria y a tener que emigrar en busca de mejores condiciones de vida para ellos y sus familias.
Nuestra vida diaria está impregnada por “la globalización”. Tanto si vemos la televisión, como si entramos en un centro comercial o navegamos por Internet… tenemos la sensación de estar en contacto con cualquier lugar del mundo. La globalización, se dice, es la presencia del mundo entero en nuestras vidas. Constantemente estamos expuestos a una enorme variedad de “bienes” que solicitan y atraen nuestra atención, hasta el punto que —si nos dejamos llevar— nos vemos envueltos y atrapados en “un movimiento” que no podemos controlar y que tiende a orientar nuestro consumo, nuestras actitudes y valores e incluso nuestros sentimientos.
El proceso de globalización está fuertemente determinado por el sistema capitalista, sin que este tenga ya el contrapeso del “colectivismo” como modelo económico. A partir de la caída del muro de Berlín el mundo, cada vez más, funciona como una economía capitalista en la que el mercado es quien manda. Además, el enorme desarrollo de las tecnologías de la información, comunicación y transporte, con su capacidad de reducción del espacio y el tiempo, hacen palpable que “el mundo es un pañuelo”, una “aldea global”.
“La globalización”, sin duda, ofrece grandes ventajas y oportunidades para el desarrollo de la humanidad, pero también —si en la práctica se da prioridad a los intereses económicos, olvidando otros aspectos— el proceso de la globalización produce un incremento de la pobreza y crea o agrava el peligro de inestabilidad económica, política y social. Y, como recuerda Benedicto XVI, “no podemos permanecer pasivos ante ciertos procesos de globalización que con frecuencia hacen crecer desmesuradamente en todo el mundo la diferencia entre ricos y pobres” (SC 90). Sólo una globalización éticamente responsable será una bendición para nuestro mundo, pues hará posible un auténtico desarrollo humano y el bien común de todos, evitando que sólo unos pocos privilegiados se beneficien de los bienes de la tierra.
Pablo VI, hace ya 40 años, en la encíclica Populorum progressio, decía: “La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber” (n. 17), porque “el desarrollo integral del hombre no puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad” (n. 43) y hacía un llamamiento — que sigue siendo válido hoy— a trabajar “en la promoción de un mundo más humano para todos, en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros” (n. 44) y a “construir un mundo donde todo hombre, sin excepción de raza, religión o nacionalidad, pueda vivir una vida plenamente humana, emancipado de las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres y de una naturaleza insuficientemente dominada” (n. 47).
Uno de los mayores retos del mundo actual es el de la justa distribución de los bienes del planeta: mientras un 20% de la población atesora el 80% de los bienes, el resto ha de repartirse unos recursos que les obliga a vivir en la pobreza. El proceso de globalización, igual que afecta a todos, debe beneficiar a todos, pero, eso sólo será posible si contribuye al desarrollo de los más débiles, sean personas o pueblos. Para ello, es necesario que la globalización se realice “en la justicia” y “en la solidaridad”, es decir, que frente a “la competitividad salvaje” hay que oponer tanto el deber de la justicia social (enderezando las relaciones comerciales defectuosas entre los pueblos fuertes y débiles), como el deber de la solidaridad que se ha de manifestar en el apoyo y la ayuda que las naciones ricas aportan a los países en vía de desarrollo.
La globalización comporta una oportunidad nueva para la familia humana y la Iglesia valora, acoge, dialoga y colabora con cuantos luchan por globalizar el bienestar, las justicia y la solidaridad en beneficio de los pobres, y con quienes se esfuerzan por salvaguardar la creación para las generaciones venideras y defienden la legitima diversidad cultural de los pueblos. La Iglesia, en su Doctrina Social, afirma con rotundidad el destino universal de los bienes: “Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa bajo la égida de la justicia y con la compañía de la caridad. Sean las que sean las formas de la propiedad, adaptadas a las instituciones legítimas de los pueblos según las circunstancias diversas y variables, jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes” (GS 69).
El “destino universal de los bienes” (la tierra es patrimonio común de todos, no de unos pocos) y “la solidaridad” o comunión entre los seres humanos (los demás no son rivales sino parte de mí mismo, nos necesitamos mutuamente para realizarnos), son dos principios éticos imprescindibles para humanizar “la globalización” y hacerla caminar hacia una justa distribución de las riquezas del planeta. Las exigencias del bien implicadas en el proceso de globalización pasan por una “globalización de la solidaridad” y de sus correspondientes valores de equidad, justicia y libertad, sin olvidar la necesaria sobriedad, templanza y dominio de sí mismo en el uso de los bienes, tanto a nivel personal como social.
+ Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense