«Ser discípulos y misioneros, aquí y ahora» (I)

Carta Pastoral del Obispo de Tenerife, Mons. Bernardo Álvarez Afonso, con motivo del nuevo Plan Diocesano de Pastoral 2011-2015.

“Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos…”(1Jn. 1,3)

Queridos Diocesanos:

El amor de Dios Padre, manifestado en Jesucristo el Buen Pastor y derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado, sea con todos y les colme de gracia, paz y alegría.

Con el inicio del curso 2011-2012, comenzamos la puesta en marcha del Plan de Pastoral. En los próximos cuatro años, éste servirá de base y guía para el desarrollo de la acción pastoral en los distintos ámbitos de la vida y misión de la Iglesia en nuestra Diócesis de San Cristóbal de La Laguna, porción del Pueblo de Dios que peregrina en Tenerife, La Palma, La Gomera y El Hierro.

Por este motivo, junto con el documento que contiene la fundamentación y descripción del Plan Pastoral 2011-2015, que ha preparado la Vicaría General con el Consejo Diocesano de Pastoral, les ofrezco las siguientes reflexiones, a modo de Carta Pastoral. Mi deseo es que sirvan para una mejor comprensión y aplicación del objetivo que nos proponemos: “Ser discípulos y misioneros, aquí y ahora”.

De un Plan a otro
Hace cuatro años, con el lema Haz memoria de Jesucristo resucitado”, nos propusimos un Plan Diocesano de Pastoral centrado en la persona de Cristo. Con ello queríamos plasmar en la conciencia de todos (agentes de pastoral y fieles) la necesidad de “ser nosotros mismos memoria viva de Jesucristo”. Como decíamos entonces, “impulsados, guiados y fortalecidos por el Espíritu Santo, y por tanto en docilidad a Él, queremos trabajar con todos los medios a nuestro alcance para que nuestra Iglesia Diocesana sea, cada vez más, memoria y profecía de Jesucristo resucitado”. Memoria y profecía quiere decir: llevar a Cristo en el corazón y, consecuentemente, vivir como Él vivió y darlo a conocer a los demás con palabras y obras.

Fieles a nuestro propósito hemos trabajado con la esperanza de no habernos cansado en vano. Confiamos que nuestra buena siembra vaya produciendo fruto abundante. No resulta fácil evaluar en qué medida hemos avanzado hacia el objetivo propuesto, porque somos conscientes de que, en “la viña del Señor”, no siempre nos es dado el percibir los frutos de lo que sembramos, y mucho menos en tan poco tiempo. No obstante, como la Virgen María, nos alegramos en el Señor porque, pese a nuestras limitaciones y deficiencias, el Poderoso hace obras grandes por medio nuestro para llevar adelante su plan de salvación universal. Siempre podemos decir: “el Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres” (Sal. 125,3). Por eso, al finalizar este cuatrienio pastoral, les invito a decir con María: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de gozo en Dios, mi salvador” (Lc. 1,47).

Por otra parte, lo que sí podemos evaluar es nuestro trabajo pastoral, lo que hemos hecho o dejado de hacer en relación con lo que nos proponía el Plan Diocesano 2007-2011. Y así lo hemos hecho en todas las instituciones que configuran nuestra Diócesis: El Consejo Diocesano de Pastoral, las delegaciones, arciprestazgos, parroquias, vida consagrada, movimientos, asociaciones, seminario, centros de formación teológica, escuelas católicas… Y, a la luz la reflexión realizada, tengo que decir que en estos cuatro años se ha cumplidoun buen trabajo pastoral, del cual todos debemos dar gracias a Dios y por el cual yo me permito felicitarles a todos.

Muchas cosas valiosas hemos hecho para acrecentar la fe de los fieles en Jesucristo y para anunciarlo a quienes no le conocen. Constatamos como, en nuestra acción pastoral, hemos mejorado la predicación de la Palabra Dios, la celebración de los sacramentos, el ejercicio de la oración personal y comunitaria, así como la promoción de la caridad fraterna. En general, se percibe una mayor preocupación por no quedarnos en los medios, en sólo hacer las cosas, sino en conseguir el fin último de todo lo que hacemos: que los fieles sientan y experimenten con mayor intensidad la salvación que Dios les ofrece y, así, puedan crecer en la fe, esperanza y caridad.

Es más, hemos comprobado que en muchos ámbitos de nuestra acción pastoral, dónde parece que no se puede hacer nada, cuando —confiados en la gracia de Dios— ponemos de nuestra parte empeño, paciencia y dedicación sacrificada, se abren caminos de encuentro con Dios para muchos hombres y mujeres de hoy. Nos llena de aliento el comprobar cómo se cumple entre nosotros la Palabra de Dios: “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares”(Sal. 125,5).

Asimismo, la evaluación también ha puesto al descubierto nuestras limitaciones naturales (no sabemos qué hacer o no podemos hacer más), así como nuestras perezas e indiferencias a la hora llevar adelante las acciones propuestas. Y, además, hemos percibido con dolor que, en no pocos casos, se infravalora el Plan Pastoral. En consecuencia, no se da a conocer y, en la práctica, en algunos lugares y ámbitos pastorales, apenas se aplican las orientaciones que el Obispo da para toda la Diócesis. Se priva así a muchos fieles de aquellos bienes que, mediante la planificación pastoral, la Iglesia les ofrece para un mejor desarrollo de su vida cristiana. Se trata de un comportamiento poco eclesial que, de cara al futuro, estamos llamados a corregir si no queremos “correr en vano”.

También hemos reflexionado sobre los obstáculos y dificultades que inciden en nuestra acción pastoral, tanto en lo que tiene que ver con la realidad social y cultural del mund-o actual, como en relación con la situación de la misma Iglesia y, en ella, de los agentes de pastoral. Junto a ello, hemos considerado todo lo bueno que hay, tanto en la sociedad como en la Iglesia, y vemos que son muchos los medios y posibilidades que se nos ofrecen para seguir adelante en nuestro trabajo pastoral. Sobre todo, hemos dejado resonar en nosotros aquellas palabras que el Señor dijo a San Pablo cuando, ante las dificultades, se quería marchar de Corinto: «No tengas miedo, sigue hablando y no calles; porque yo estoy contigo y nadie te pondrá la mano encima para hacerte mal, pues tengo yo un pueblo numeroso en esta ciudad»(Hech. 18,9-10).

Ahora, con todos los datos de nuestra reflexión y, sobre todo, con la confianza que nos da el saber que el Señor está con nosotros y no sólo “con”, sino también “en” nosotros, nos atrevemos a proponer un nuevo Plan de Pastoral para los próximos cuatro años. Lo hacemos “por Cristo, con Él y en Él”, en la unidad del Espíritu Santo, para gloria de Dios Padre.

Plan Diocesano de Pastoral 2011-2015
Al decir “nuevo” Plan de Pastoral, no se trata de algo distinto o totalmente diferente a lo que venimos hac
iendo. Con renovado impulso, queremos dar continuidad al camino que hemos recorrido, si bien con nuevos matices y acentos diferentes, en función de las necesidades actuales. De hecho las reflexiones que hice para el Plan 2007-2011 tienen plena vigencia. A ellas les remito para comprender mejor la orientación del presente Plan Diocesano de Pastoral, que va en la misma dirección. Ya entonces les decía: “Un Plan para cuatro años y para siempre”. Particularmente, retomaré más adelante un apartado de aquella reflexión que nos servirá de enlace con el plan actual.

Como viene sucediendo desde hace algunos años, en los países de tradición cristiana, la acción pastoral de la Iglesia viene determinada por el llamamiento a la “Nueva Evangelización”. Una propuesta que inició el Beato Juan Pablo II y ha continuado el Santo Padre Benedicto XVI, quien ha convocado un Sínodo sobre el tema para octubre de 2012. Nosotros, con nuestro Plan de Pastoral, queremos situarnos en esa dirección de marcha y colocarnos de lleno en la línea de la Nueva Evangelización, de sus puntos de partida, de sus orientaciones y de sus objetivos.

En este sentido, nos sirven de orientación estas palabras de los Lineamenta para el próximo Sínodo: “Ya estamos en condiciones de comprender el funcionamiento dinámico correspondiente al concepto de ‘Nueva Evangelización’: a tal concepto se recurre para indicar el esfuerzo de renovación que la Iglesia está llamada a hacer para estar a la altura de los desafíos que el contexto socio-cultural actual pone a la fe cristiana, a su anuncio y a su testimonio, en correspondencia con los fuertes cambios en acto. A estos desafíos la Iglesia responde no resignándose, no cerrándose en sí misma, sino promoviendo una obra de revitalización de su propio cuerpo, habiendo puesto en el centro la figura de Jesucristo, el encuentro con Él, que da el Espíritu Santo y las energías para un anuncio y una proclamación del Evangelio a través de nuevos caminos, capaces de hablar a las culturas contemporáneas” (n. 5).

Hacia una iglesia diocesana de discípulos y misioneros
Con nuestro Plan, dentro de ese marco de la Nueva Evangelización, en esta ocasión, nos proponemos el objetivo concreto de impulsar a los cristianos a “Ser discípulos y misioneros, aquí y ahora”. Lógicamente, como no puede ser de otra manera, se trata de “ser discípulos y misioneros” de Jesucristo.

He dicho “impulsar a los cristianos” y quizás puede parecer que este es un objetivo muy “intra-eclesial”. Sin embargo, esto tiene su explicación en el hecho de que la Nueva Evangelización tiene, precisamente, como destinatarios a los propios cristianos en orden a fortalecer su adhesión y seguimiento de Jesucristo. Como ha dicho el Papa Benedicto XVI: “Es necesario emprender la actividad apostólica como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia católica, promoviendo una evangelización metódica y capilar con vistas a una adhesión personal y comunitaria a Cristo”[1].

Nuestro objetivo, por otra parte, no tiene nada de novedoso, pues coincide —si no en la formulación, sí en la intención—, con el tema de la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y del Caribe, que tuvo lugar en 2007, en Aparecida (Brasil): "Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida".En esto tenemos la ventaja de poder aprovecharnos de muchas de las reflexiones y experiencias de nuestros hermanos de las iglesias de Latinoamérica, en tantas cosas cercanas a nosotros.

Precisamente, en relación al tema “discípulos y misioneros” de la Conferencia de Aparecida, el Papa decía: 

 “¿Era ese el tema más adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo? ¿No era quizá un giro excesivo hacia la interioridad, en un momento en que los grandes desafíos de la historia, las cuestiones urgentes sobre la justicia, la paz y la libertad exigen el compromiso pleno de todos los hombres de buena voluntad y, de modo particular, de la cristiandad y de la Iglesia? ¿No hubiera sido mejor que afrontáramos, más bien, esos problemas, en vez de retirarnos al mundo interior de la fe?… No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los desafíos de nuestro tiempo”[2].

Esta respuesta del Papa, a las preguntas y reticencias que había en el ambiente, ilumina perfectamente el sentido y la intención de nuestro objetivo: “ser discípulos y misioneros”. Sólo si los cristianos somos de verdad discípulos de Jesucristo, seremos evangelizadores y constructores de un mundo mejor para todos. De ahí que nuestra primera tarea siga siendo, como en el Plan anterior, la de avanzar hacia una comunidad diocesana de cristianos adultos en la fe. Ser discípulo de Jesucristo es la condición fundamental, y absolutamente necesaria, para ser misionero y participar en la misión de la Iglesia de anunciar el Reino de Cristo y de Dios y de establecerlo en medio de todas las gentes (LG 5).

“Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos”
El lema bíblico en el que nos apoyamos, y que marca la naturaleza de ese “ser discípulos y misioneros”, es un texto de la primera carta de San Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1Jn. 1,3). Cualquier persona se siente impulsada a comunicar a los demás, especialmente a los que ama, aquello que conoce, experimenta personalmente y lleva en el corazón. Por eso, no cabe otra forma de presentar a Jesucristo a los demás si no es a partir del conocimiento y la experiencia que tenemos de Él. Es decir, sólo se anuncia de verdad a Jesucristo desde lo que personalmente “hemos visto y oído” en nuestra relación con Él. Como decía Pablo VI: En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir a otro la propia experiencia de fe?” (EN 46).

Es aquí donde me permito traer a colación un apartado del Plan anterior, “transmitir lo que hemos recibido”. El mismonos ayuda a comprender mejor la relación entre el lema señalado y el objetivo del Plan actual. Decía en aquella ocasión:

«Han pasado casi dos mil años desde que Jesús dijo a los apóstoles: “Id al mundo entero y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,19-20).

Todo lo que la Iglesia ha sido, es y será, es fruto del cumplimiento de esas palabras. Nosotros mismos, los que hoy formam
os la Iglesia, hemos conocido y creído en Jesucristo porque otros seguidores de Jesús, anteriores a nosotros, nos lo han presentado. El Señor Jesús, fiel a su promesa, ha estado, está y estará siempre presente. Él es contemporáneo a toda persona en cualquier tiempo y lugar. Gracias a esa presencia, las palabras de San Juan, al comienzo de su primera carta, se han ido realizando ininterrumpidamente a través de una larga cadena de cristianos hasta llegar a nosotros:

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, —pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó— lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo.Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo”(1Jn. 1,1-4).

Pues bien, también nosotros, hombres y mujeres del Tercer Milenio, que hemos conocido y creído en Jesucristo, animados por la certeza de su presencia, estamos llamados a anunciar aquí y ahora —con renovado impulso— “lo que hemos visto y oído acerca de la Palabra de vida” para hacer a otros partícipes de nuestra “comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo”. Pero, para ello, necesitamos nosotros mismos afianzar nuestra fe. Necesitamos “oír”, “tocar con nuestras manos”, “ver con nuestros ojos”, a Cristo “la Palabra de vida”. Es decir, necesitamos cultivar una fe viva, de adhesión y seguimiento de Jesús, para así poder dar testimonio de lo que hemos visto, porque de lo que se trata es de “presentar” a Jesús a los demás, no sólo de hablar de Él.

La lectura de esta cita del Plan anterior, nos permite apreciar que la afirmación del lema actual, “lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos”, no se puede dar por supuesta, pues si bien, en buena medida, estas palabras se cumplen en muchos cristianos, también es cierto que en muchos otros está lejos de ser una realidad. El lema elegido, en cierto modo, afirma lo mismo que el objetivo del nuevo Plan Pastoral: estamos llamados a ser personas que “han visto y oído” (ser discípulos) y así tener “algo que anunciar” (ser misioneros).

La misión que Cristo ha encomendado a su Iglesia es “id al mundo entero y haced discípulos”. Este mandato debe resonar hoy en nuestra Iglesia Diocesana y encontrar eco en el corazón de todos, tanto para “ser” como para “hacer” discípulos de Cristo. Esto es lo que buscamos con nuestro Plan: “Ser discípulos para ir y hacer discípulos”.

Ser cristiano es “ser discípulo” de Cristo
En la encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI, dice que"no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva"(n. 1). Se podría decir que este es justamente el punto de partida para llegar a ser discípulo de Jesucristo. Así fue como ocurrió con los primeros discípulos y así ha quedado plasmado en el Evangelio como “el icono” del discipulado. Ante el aviso de Juan Bautista, señalando a Jesús, “he ahí el Cordero de Dios”, Juan y Andrés van detrás de Jesús, “Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: ¿Qué buscáis? Ellos le respondieron: Rabbí -que quiere decir, Maestro- ¿dónde vives? Les respondió: Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima” (Jn. 1,38-39).

Venid y lo veréis. Fueron y se quedaron con Él aquel día”,dice el relato. Sabemos por el Evangelio, que aquel encuentro fue sólo un comienzo que les llevó a “quedarse con Él para siempre”. Encontrar a Jesús e ir con Él, conocer a Jesús y quedarse con Él, permanecer unido a Él… son expresiones que ayudan a comprender el sentido cristiano de “discípulo”. Veamos brevemente el significado e implicaciones de esta palabra.

DISCÍPULO: En lengua castellana la palabra discípulo viene del latín “discipulus”, derivado del verbo discere = aprender. En este sentido, discípulo es quien está en disposición de dejarse enseñar y aprende de un maestro. Sin embargo, aunque tenga alguna semejanza, en la Biblia, un discípulo no es equiparable a lo que hoy conocemos como un “alumno” que aprende de un “profesor”.

En la traducción de la Biblia al castellano, “discípulo”, se emplea para traducir la palabra griega mathetés que, aunque incluye la idea de aprender, es una expresión que, ante todo, se cualifica por el verbo “seguir” = hacer camino con alguien. Por tanto la palabra “mathetés” (= discípulo), que aparece doscientas sesenta y dos veces en los escritos del NT. es, en primer lugar, un modo de vivir que se aprende siguiendo al maestro. Según esto, lo que caracteriza al discípulo es el seguimiento.

¿Discípulos de quién? En los tiempos de Jesús, según la práctica común, el discípulo era quien elegía la escuela y el maestro que más les convenciera y conviniera. En este sentido el discipulado era una etapa temporal de la vida. Era como quien va a una escuela para adquirir unos conocimientos, que luego sirven para la vida personal y profesional y que, una vez adquiridos, ya deja de ser discípulo quedando desconectado del maestro; el discípulo se convierte en maestro y se dedica a enseñar a otros.

En los evangelios, en cambio, nos encontramos con que es Jesús mismo quien elige y llama personalmente a sus discípulos. Jesús ve las personas, habla con ellas, las conoce y llama a cada uno por su nombre: ¡Sígueme! Por eso puede decir a sus discípulos: “no me habéis elegido vosotros a mí, sino que soy yo quien os he elegido a vosotros” (Jn. 15,16). Esto significa que el seguimiento de Jesús no es una opción personal del discípulo, sino que es Jesús quien toma la iniciativa y opta por cada uno.

Para los que conocieron históricamente a Jesús, responder positivamente a su llamada y seguirle les cambiaba la vida porque implicaba ir físicamente detrás de Jesús con el objeto de estar con Él y aprender de Él. Aprender no sólo sus
palabras sino, también, su forma de vivir la relación con Dios, con las demás personas y con las cosas. En el Evangelio, los discípulos son aquellos que se sintieron atraídos por Jesús, lo siguieron y acogieron su enseñanza y se esforzaron por conformar a Él su propia vida.

El mismo Jesús, en distintos momentos, les va explicando lo que es necesario hacer para ser sus discípulos: Decía Jesús a los judíos que habían creído en él: Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos(Juan. 8,31). En otra ocasión dijo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros”(Jn. 13,34-35). Y también, “Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc. 8,34).

Esto, como sabemos, no fue fácil. Si bien inicialmente se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, a medida que fueron viendo que este seguimiento implicaba la negación de sí mismo, la aceptación de la cruz y el cambio radical de la propia vida, “muchos de sus discípulos se retiraron y ya no iban con Él” (Jn. 6,66).

Quienes seguían a Jesús no se ligaban a una doctrina o una filosofía, sino a la persona misma de Jesús. Ser un verdadero discípulo de Jesús es un estado de vida permanente. Es un discipulado que se sostiene, por un lado y sobre todo, en la llamada de Jesús que es inmutable e irreversible y, por otro, en la respuesta del discípulo que se adhiere a Cristo de todo corazón y le sigue. Este discipulado se manifiesta en estar con Él, compartiendo su estilo de vida e incluso estando dispuesto a compartir su destino. Ser discípulo de Jesús es quedar de por vida vinculado a Él o, como se dice ahora, “estar colgado por Jesús”.

“En el itinerario del discipulado, todo se inicia con la llamada del Señor. La iniciativa es siempre suya. Esto indica que la llamada es una gracia, que debe ser libre y humildemente acogida y custodiada, con la ayuda del Espíritu Santo. Dios nos ha amado el primero. A la llamada sigue el encuentro con Jesús para escuchar su palabra y realizar la experiencia de su amor por cada uno y por toda la humanidad. Él nos llama y nos revela al verdadero Dios, Uno y Trino, que es amor. En el Evangelio se muestra cómo en este encuentro el Espíritu de Jesús transforma a quien tiene el corazón abierto”[3].

¿Se puede ser, “hoy”, discípulo de Jesucristo?
Leyendo los evangelios se descubre que el conjunto de los discípulos de Jesús, aquellos que estaban “colgados por Él” y le seguían, era un grupo bastante amplio y variado, que comprendía también algunas mujeres. La forma de seguimiento que les proponía Jesús, más que seguir una doctrina, era seguirlo a Él, viviendo como Él vivió y haciendo lo que Él hizo.

Tal vez se podría pensar que sólo se pueden considerar discípulos de Jesús aquellos que, durante su vida en la tierra hace casi dos mil años, le conocieron y le siguieron. Los cristianos que vinieron después, que no le conocieron ni le trataron físicamente, serían algo así como admiradores de su vida y partidarios de su doctrina, pero no discípulos en el sentido que hemos dicho. Lógicamente las cosas serían así, si Jesucristo fuera alguien del pasado sin vida personal actual. Pero, no. Cristo vive para siempre, es contemporáneo de cada persona y, en consecuencia, se le puede encontrar, conocer y tratar personalmente.

Cuando Jesús mandó a sus discípulos “id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt. 28,19), claramente hablaba de hacer “discípulos” –no simplemente partidarios o admiradores- a personas que ya no le podían conocer físicamente. Los apóstoles cumplieron el encargo y muchas personas, ya desde el día de Pentecostés, después de la predicación de Pedro, se bautizaron y se hicieron seguidores, no de los apóstoles sino de Jesús, a quien ellos anunciaban. El mismo Pedro dirá con emoción a los destinatarios de su primera carta: “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación” (1Pe. 1,9).

Creer, amar y seguir a Jesús, eso es ser su discípulo. Esto es posible, aunque no se le haya visto con los ojos de la cara, porque Jesús cumple su promesa: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20). Jesucristo en persona se hace presente en los mensajeros: “Quien acoja al que yo envío, me acoge a mí” (Jn. 13,20). Por eso, San Pablo puede decir con verdad: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2,20).

Así se entiende que anunciar a Jesucristo y su Evangelio no es pasar una información a otra persona, sino la presentación que “un discípulo de Jesús” hace de su Maestro y Señor. Será el propio Jesús quien hable personalmente al corazón del destinatario y le llame a ser su discípulo. En este sentido, el misionero es la mediación o el instrumento de quien se vale el Señor para que se produzca ese encuentro. Después de la Pascua del Señor, los discípulos de Jesús se hacen por el poder del Espíritu Santo y mediante la acción de quienes realizan el encargo de Jesús: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos y enseñándoles a guardar todo lo que yo os me mandado” (Mt. 28,19).

Como se observa en los Hechos de los Apóstoles, ya en las primeras comunidades cristianas se consideraba discípulo de Jesús a cualquier bautizado que adoptara una actitud conforme a las enseñanzas de Cristo y así lo ha sido hasta hoy en que, “los cristianos de todo el mundo, están llamados ante todo a ser cada vez más ‘discípulos de Jesucristo’, algo que, en el fondo, ya somos en virtud del bautismo, lo cual no quita que debamos llegar a serlo siempre de forma nueva mediante la asimilación viva del don de ese sacramento”[4].

[1]Benedicto XVI, Sao Paulo, 11 de mayo de 2007

[2]Benedicto XVI, a la Curia Romana, el 21 de diciembre de 2007.

[3]Congregación del Clero, “Identidad misionera del presbítero”, n. 3,1.

[4]Benedicto XVI, a la Curia Romana, el 21 de diciembre de 2007.

Continúa…

Contenido relacionado

Enlaces de interés