Palabras del nuevo Obispo de Tenerife en la Misa de Ordenación

Palabras del Obispo

a la conclusión de la Misa de Ordenación

Santa Iglesia Catedral de San Cristóbal de La Laguna jueves, 1 de mayo de 2025

 

Dice la Sagrada Escritura, que cuando el Señor se apareció en sueños a Salomón al inicio de su reinado y le dijo: «pídeme lo que deseas que te dé», el joven rey, consciente de ser un muchacho joven y no saber por dónde empezar o terminar, le pidió tan solo:

«un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal» (1Re 3,9a); a lo que accedió el Señor diciendo: «Te concedo, pues, un corazón sabio e inteligente» (1Re 3,12b).

 

En este día en que he sido ordenado obispo, recibiendo la plenitud del sacramento del orden por la imposición de manos y la oración de consagración, y que, mediante la toma de posesión canónica, doy inicio al ministerio episcopal como padre y pastor al frente de esta Diócesis de San Cristóbal de La Laguna, en la que ha querido ponerme Dios por pura generosidad de su gracia –como rezábamos con la oración colecta de esta Misa– hago mía la petición del joven Salomón deseando que el Señor me conceda un corazón sabio e inteligente.

 

Así, pues, al «Dios de los padres y Señor de la misericordia» le pido que me ilumine con el don de la sabiduría «para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que le es grato. Porque ella conoce y entiende todas las cosas y me guiará prudentemente en mis obras y me guardará en su esplendor» (Cf. Sab 9, 1. 10-11).

Un corazón sabio e inteligente para que me permita hacer vida lo que he prometido en esta celebración.

1.- Ante todo, un corazón sabio e inteligente para anunciar con fidelidad y constancia el Evangelio de Jesucristo. Esta es la principal función del obispo y, por tanto, ha de ser la mía: ser anunciador de la fe, conducir nuevos discípulos a Cristo, promover y favorecer el encuentro con el Señor Jesús que cambia nuestras vidas, que no deja a nadie indiferente. Pienso en las personas de nuestro pueblo, niños y jóvenes, en particular, que no han conocido a Jesucristo, el Hijo de Dios, como Salvador, como aquel que por amor a nosotros entregó su vida, que pasó por el mundo haciendo el bien porque Dios estaba con Él, que nos enseñó el mandamiento de amar a Dios y al prójimo. Pero también pienso en aquellos hermanos nuestros bautizados que no han tenido aún el gozo de haberse encontrado personalmente con el Señor y haber experimentado la alegría de la fe y, quizás por eso, no acaban de vivir plenamente la fe. Hombres y mujeres buenos, con un sentimiento religioso difuso, que mantienen algunas prácticas religiosas recibidas en el seno de la familia o de la tradición popular de nuestro pueblo, pero que no han dado el paso hacia una fe madura y convencida, que nace y se alimenta del gozoso encuentro con Cristo.

La razón de nuestro existir como Iglesia, de nuestra misión, es justamente ellos, pues la evangelización es la vocación propia de la Iglesia, como recordaba el papa san

 

Pablo VI: «Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa» (EN, 14). Como comunidad de discípulos participamos de la misión del Maestro Jesús, el Ungido enviado para evangelizar a los pobres; misión que Él confió a los Apóstoles antes de subir al cielo: «vayan, pues, y hagan discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado» (Mt 28, 19-20). Y en este encargo de enseñar, de ser maestros, también el obispo está llamado a ser doctor auténtico y a conservar íntegro y puro el depósito de la fe.

Pero no hemos de olvidar, queridos hermanos y hermanas, lo que nos decía el recordado Papa Francisco al inicio de su pontificado en la exhortación La alegría del Evangelio: «La Iglesia no evangeliza si no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios “sea cada vez más el corazón de toda actividad eclesial” (Benedicto XVI, Verbum domini, 1). La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana» (EG, 174). Por esta razón para ser evangelizadores con espíritu hemos de ser primero oyentes, antes de anunciadores. Oír la Palabra con un corazón disponible como el de María, deseando acoger la Palabra para hacerla vida en nosotros.

2.- También pido al Señor un corazón sabio e inteligente para poder llevar adelante la misión de edificar la Iglesia, Cuerpo de Cristo, siendo, en cuanto obispo, principio y fundamento visible de unidad en el seno de esta Iglesia particular, de esta Diócesis de San Cristóbal de La Laguna, incluso en mi pobreza y debilidad, y viviendo una comunión afectiva y efectiva con la Iglesia Universal bajo el Sucesor de Pedro, que, en su solicitud por todas las iglesias, nos preside en la fe y en la caridad. Al inicio de este nuevo milenio, tras el año jubilar 2000, el papa san Juan Pablo II pedía «hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión: éste es el gran desafío que tenemos ante nosotros –decía el Pontífice– en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder también a las profundas esperanzas del mundo» (NMI, 43).

 

Un cuarto de siglo después sigue siendo actual esta exhortación. Hemos de seguir colaborando con la acción del Espíritu Santo para vivir el don de la unidad y de la comunión en la Iglesia, en su rica variedad de carismas y ministerios, dentro de una legítima diversidad. Ello requiere hacer vida las palabras que san Pablo dirigía a los efesios: «sean humildes y amables, sean comprensivos, sobrellévense mutuamente con amor, esfuércense en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz […] Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos» (Ef 4,2-3.5-6). Viviendo de esta manera ciertamente haremos realidad el deseo de nuestro querido Papa Francisco expresado en la JMJ de Lisboa en 2023, y tantas veces repetido: «en la Iglesia hay espacio para todos, para todos. En la Iglesia ninguno sobra, ningún está a más, hay espacio para todos. Así como somos. Todos» (Homilía del 03.08.2023).

 

La última Asamblea General del Sínodo de los Obispos sobre la sinodalidad también nos lo ha recordado invitándonos a ser una iglesia más sinodal, donde caminemos juntos, donde vivamos cada uno, con su vocación particular, nuestro compromiso bautismal sintiéndonos corresponsables y participando activamente de la vida de la iglesia y de su misión, tanto dentro de la comunidad cristiana como en la sociedad. Y aquí encuentra su vocación peculiar los laicos, esa inmensa mayoría en la Iglesia, que debido al carácter secular que le es propio y peculiar, como afirma el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 31), están llamados a hacer presente el Reino de Dios en la familia y en la sociedad, en los ambientes profesionales, económicos, culturales, de la política… siendo fermento en la masa, semilla del Reino que, aun de forma discreta y no siempre perceptiblemente, está presente y va creciendo con la fuerza del Espíritu del Resucitado.

Esta Diócesis nivariense, nuestra querida diócesis de la que nos sentimos orgullosos, y que hoy se manifiesta viva en esta festiva celebración, hemos de hacer una clara opción por una Iglesia sinodal desde la comunión, participación y misión, como se lee en el mismo título del documento final. En efecto, «caminando en estilo sinodal, en el entrelazamiento de nuestras vocaciones, carismas y ministerios, y saliendo al encuentro de todos para llevar la alegría del Evangelio, podremos vivir la comunión que salva: con Dios, con toda la humanidad y con toda la creación» (Documento final, 154).

3.- Pido, también, un corazón sabio e inteligente para ser bondadoso y comprensivo con los pobres, con los inmigrantes, con todos los necesitados, como prometía en esta celebración. Son tantas las categorías de personas necesitadas en nuestra sociedad actual, incluso en nuestra sociedad canaria en el marco español y europeo. Pienso en las personas empobrecidas y las vulnerables, en las que encuentran dificultades para llegar a fin de mes, en los que viven en nuestras calles sin hogar, en quienes acuden a nuestras Cáritas, parroquiales y diocesana; en las personas explotadas laboralmente, trabajando en condiciones precarias y no con un trabajo decente en unas condiciones dignas (¡cómo no recordarlos a ellos especialmente en este día, haciendo memoria de San José obrero, aquel que con el sudor de su frente ganó el pan para alimentar y mantener a Jesús y María, la Sagrada Familia de Nazaret!); pienso en los que no encuentran una vivienda digna de ese nombre o no pueden permitírsela por los elevados costes; pienso en los hombres y mujeres, niños y jóvenes, que son víctimas de la trata de personas para explotación laboral o sexual, lacra de esta humanidad; pienso en quienes han sido víctimas de violencia y de abuso, en el seno de las familias o de instituciones, también de la Iglesia; en las personas mayores o enfermas incurables, que no incuidables, que se sienten solas o abandonadas por esta cultura del descarte; pienso en los enfermos que no encuentran la debida atención médica; en los jóvenes que encuentran dificultad para crear una familia; en los jóvenes que miran con incertidumbre y pesimismo el futuro; en quienes han perdido la esperanza y las ganas de vivir; en los inmigrantes que llegan a nuestra tierra canaria, tierra de emigrantes en siglos pasados, y ahora llamada a acoger e integrar a tantos migrados que llegan desde Latinoamérica, enriqueciendo nuestras comunidades cristianas, o desde el continente africano mediante cayucos y pateras atravesando la mortífera ruta atlántica.

 

Que el Señor me conceda un corazón bondadoso y comprensivo para poder ofrecerles a Jesucristo, nuestra esperanza, esperanza que no defrauda, como recordamos en este año jubilar. Que como obispo, y en colaboración con otras instituciones públicas o privadas, podamos seguir trabajando por ellos, los preferidos del Señor y de su Iglesia. Que nuestra Diócesis nivariense siga estando ahí junto al hermano herido al borde del camino como Iglesia samaritana, una Iglesia hospital de campaña siempre dispuesta a servir y a sanar heridas.

 

4.- Por último, pero no por ello menos importante, pido al Señor en este día un corazón sabio e inteligente para cuidar al Pueblo de Dios que me ha sido confiado, a esta porción del pueblo santo de Dios que peregrina en las islas de La Gomera, El Hierro, La Palma y Que sepa ser imagen de Aquel que no vino a ser servido, sino a servir recordando la gran lección que nos dio el Maestro en la noche antes de su pasión. Que en el ministerio episcopal que hoy comienzo sepa ser reflejo del Buen Pastor, Jesucristo, el Señor, que conoce sus ovejas, las ama y da su vida por ella; un pastor que va delante, en medio y detrás de su pueblo, como nos recordaba el Papa Francisco. Un corazón sabio e inteligente para cuidar de los presbíteros, colaboradores del ministerio episcopal, siendo para ellos padre, hermano y amigo; para fomentar las vocaciones sacerdotales y, como primer responsable de la formación sacerdotal, cuidar del Seminario, corazón de la Diócesis; para apreciar y estimar el ministerio de los diáconos, llamados al servicio en la Iglesia. Un corazón sabio e inteligente para valorar la riqueza de la vida consagrada, hombres y mujeres que se esfuerzan por seguir con más libertad a Cristo por la práctica de los consejos evangélicos, en la variedad de sus carismas considerándolos un don divino y apreciando su fuerza misionera y evangelizadora. Un corazón sabio e inteligente para despertar en los fieles laicos, que son la inmensa mayoría de los bautizados, el sentido de su vocación cristiana y de su plena pertenencia a la Iglesia de manera que sean conscientes de su misión eclesial y así la puedan realizar con sentido de responsabilidad desde la secularidad que le es propia. Que sepa, por tanto, cuidar del pueblo santo de Dios a mi pobre persona confiado orando también por Él, pues como dice la Escritura: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2Mac 15,14).

Saludo con afecto y agradezco en esta mañana la presencia de todos ustedes que han participado de esta celebración, tanto en el interior de esta Santa Iglesia Catedral como en sus alrededores o a través de los medios de comunicación social en particular gracias a la Televisión Canaria, 13 TV y a COPE Canarias.

 

A mi querida familia; a los amigos venidos de cerca y de lejos; al Sr. Nuncio Apostólico, Mons. Bernardito Auza, ordenante principal; a los Sres. Arzobispos y Obispos; a los sacerdotes, diáconos y seminaristas de nuestra diócesis nivariense y de la diócesis hermana canariense; a las personas de vida consagrada representando las congregaciones e institutos presentes en esta Iglesia particular; a los miembros de los consejos diocesanos, de las delegaciones y de las parroquias; a los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiales; a las autoridades civiles, militares, judiciales y académicas aquí presentes, que nos han querido acompañar, en particular al Sr. Presidente del Gobierno de Canarias y al Sr. Alcalde de San Cristóbal de La Laguna, esta hermosa ciudad, patrimonio de la humanidad, que nos acoge y que ha colaborado activamente en la preparación de esta celebración, en coordinación con las

 

fuerzas de seguridad pública y tantos voluntarios de la diócesis, que con gran esmero han hecho posible esta celebración.

Antes de concluir deseo reconocer y agradecer la labor realizada tanto por mi predecesor en esta Sede nivariense, D. Bernardo Álvarez Afonso, como por quien en estos últimos meses ha estado al cargo de la misma como Administrador diocesano, D. Antonio Manuel Pérez Morales. Gracias de corazón y que el Señor les premie sus desvelos y el cariño con el que han realizado esta misión que les fue confiada.

 

En definitiva, gracias a todos, por la acogida y muestras de cariño recibidas desde mi nombramiento, pero, sobre todo, sean dadas gracias al Padre por su Hijo Jesucristo que nos ha enviado el Espíritu Santo enriqueciéndonos con la diversidad de carismas y ministerios, vividos en la unidad de la fe. Y gracias a la Iglesia, a nuestro querido y recordado Papa Francisco, por haber confiado en mí para este ministerio. Que el Buen Pastor haya concedido la corona de gloria que no se marchita a nuestro amado Papa Francisco y que el Espíritu Santo ilumine a quienes tienen la responsabilidad de elegir al nuevo Sucesor de Pedro, que nos presida en la fe y en la caridad.

A todos, a cuyas oraciones me sigo encomendando, muchas gracias y que el Señor les bendiga.

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