Mirar a Cristo, contemplar al Hijo de Dios

Carta Pastoral del Obispo de Tenerife, Mons. Bernardo Álvarez Alonso.

Con el retorno anual de las Fiestas en Honor del Santísimo Cristo de la Laguna miles de fieles se congregan ante la venerada imagen de Cristo crucificado para expresar su fe en Aquél que “por nosotros y por nuestra salvación” aceptó morir en la cruz. En torno a esta fiesta, junto con los actos propiamente religiosos, se organiza una gran variedad de actos culturales, deportivos y lúdicos que ponen de manifiesto la gran devoción y proyección social que se ha creado a lo largo de los siglos en torno al “Cristo lagunero”.

Sirvan estas breves palabras, que acompañan al Programa de la “Pontificia, Real y Venerable Esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna”, como invitación, que me hago a mí mismo y a todos, a centrarnos en el sentido genuino de esta fiesta: MIRAR A CRISTO, evitando el peligro siempre latente de quedarnos en las cosas (en lo externo) y no ir a Dios. La fiesta es en “Honor” del Cristo y a Cristo sólo se le honra “en espíritu y verdad”, es decir, de todo corazón y guardando sus mandatos: “el que me ama guarda mis mandamientos”, nos enseña el propio Jesús.

Al mirar la imagen del Cristo de La Laguna vemos representado a Cristo crucificado, ya muerto, coronado de espinas y con el costado atravesado por la lanza del soldado. Pero hemos de ver más allá de la imagen física y descubrir el misterio que se nos muestra en esta bella obra de arte para que, con la fe, adoremos a Aquel a quien la imagen representa y arrepentidos de nuestros pecados nos acojamos a su amor y misericordia,  para así alcanzar el perdón y la paz que el ha ganado para todos con su sacrificio redentor.

Hagamos un poco de memoria histórica. Ante el Cristo crucificado podemos preguntarnos: ¿Cuál fue la causa de su muerte? En el juicio previo que le hizo el Sanedrín judío, Jesús fue condenado a muerte por decir que El era el Hijo de Dios. Luego Pilato, cobardemente, aunque no encontró en eso motivo de culpa, lo mandó crucificar para no quedar mal. En el relato del evangelio de San Marcos se nos dice que el centurión romano, al ver la manera como murió Jesús, dijo: “Verdaderamente este hombre era hijo de Dios”. Podemos preguntarnos ¿Cual fue esa manera de morir que llevo al centurión a reconocer en Jesús al Hijo de Dios, cosa que el sanedrín no fue capaz de aceptar? ¿Qué vio el centurión que no supieron captar los que condenaron a Jesús?

El centurión ha sido testigo de toda la pasión de Jesús, ha visto sus actitudes y reacciones con los que le torturaban y le ha oído hablar desde la cruz. Ha visto su humildad y paciencia, le ha oído perdonar a sus enemigos… le ha visto morir diciendo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu". Ha visto de primera mano, lo que más tarde, San Pedro, que no estaba allí, pero que otros le contaron, tal vez el propio centurión, dirá en su primera carta: “Cristo sufrió por nosotros, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas.  El, que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; El que, al ser insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba, sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia” (1Pe. 2,21-23).

Quizá el centurión, como a nosotros, le costaba entender cómo era posible que siendo Jesús el Hijo de Dios acabara de aquella forma: ¿Qué motivo puede haber para que el Hijo de Dios haya sufrido este proceso de humillación y sufrimiento que acaba con su muerte en una cruz?

Antes de la pasión Jesús había dicho: “Yo doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente” (Jn. 17-18). Eso quiere decir que Jesús, ante la pasión y muerte que le infligieron sus enemigos, en lugar de vengarse y devolver mal por mal, por amor a los que le hacían daño (y a todos lo que hacen mal) aceptó el sufrimiento y la muerte. Amando y perdonando, destruyó el pecado, no a los pecadores. A estos lo cura de su maldad. Así lo enseña San Pedro: “Cristo, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con sus heridas hemos sido curados” (1Pe. 2,24).

La prueba mayor del amor de Dios a los hombres ha sido y es ofrecer el don de su Hijo unigénito. Jesús es la revelación del amor de Dios a la humanidad en su persona y en su obra. Esto alcanza su máxima expresión en el abismo de la ignominia, la humillación y el sufrimiento que se ve en la entrega del Señor hasta morir en la cruz.

Por eso, ante la pregunta, ¿qué motivo puede haber para que el Hijo de Dios haya padecido la pasión y muerte en la Cruz?, sólo hay una respuesta adecuada: el infinito amor de Dios al hombre. Así nos lo hizo saber el propio Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn. 3,16-17). Y el propio San Juan en su  primera carta nos dice: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (1Jn. 4,9-10).

San Pablo, a su vez, nos enseña: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rom.5,8) y en otro lugar de la misma carta: “El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará por gracia todas las cosas? (Rom. 8,32). El conocimiento de este amor de Dios, unido a la conciencia de nuestra debilidad, impulsa al corazón creyente a reconocer la necesidad de Cristo en su vida, como lo hizo el papa Pablo VI con esta oración:

 

Oh Cristo, nuestro único mediador,

te necesitamos; tú nos eres necesario

para entrar en la comunión con Dios Padre,

para llegar a ser contigo,

que eres su Hijo único y Señor nuestro,

sus hijos adoptivos,

para ser regenerados en el Espíritu Santo.

 

Tú nos eres necesario, oh Redentor nuestro,

para descubrir nuestra miseria moral y para curarla;

para tener el concepto del bien y del mal

y la esperanza de la santidad;

p
ara deplorar nuestros pecados y para obtener su perdón.

 

Tú nos eres necesario,

oh hermano primogénito del género humano,

para reencontrar las verdaderas razones

de la fraternidad entre los hombres,

los fundamentos de la justicia,

los tesoros de la caridad y el bien supremo de la paz.

 

Tú nos eres necesario,

oh, Cristo, oh Señor, oh Dios con nosotros,

para aprender el amor verdadero

y para recorrer en la alegría y en la fuerza de tu caridad,

nuestro camino fatigoso hasta el momento final,

contigo, amado Señor,

contigo, esperado Salvador,

contigo, bendito por los siglos. Amén

Que Cristo murió crucificado lo puede ver y aceptar cualquiera, pero reconocer que el Crucificado es  el Hijo de Dios y que murió para el perdón de los pecados solo lo ven los que, como el centurión al pie de la cruz, van más allá de las apariencias y se dejan iluminar por la luz de la fe. Una fe en Cristo que todos estamos llamados a renovar en profundidad en estos días de Fiesta en honor del Santísimo Cristo de La Laguna: Ver al Cristo, contemplar al Hijo de Dios.

+ Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense

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