«María, danos tu fe»

Carta del Obispo de Tenerife ante la Bajada de la Virgen María, Ntra. Sra. de Guadalupe.

A mis hermanos y hermanas de la Isla de La Gomera, fieles devotos de la Virgen María de Guadalupe, patrona de la Isla: la gracia, la paz y el amor de Dios sea con todos ustedes.

Siguiendo fielmente la tradición, estamos de nuevo ante la quinquenal «Bajada de la Virgen» o visita de la imagen de Ntra. Sra. de Guadalupe a la Villa de San Sebastián y a todos los pueblos de la Isla. La que de modo permanente está en su Santuario de Puntallana y allí acudimos a venerarla, ahora la hacemos «Virgen peregrina», al tiempo que expresamos de forma visible lo que es una constante acción espiritual de la Virgen María en nuestra vida de fe: «la Virgen María, desde su Asunción a los Cielos, acompaña con amor materno a la Iglesia peregrina, y protege sus pasos hacia la patria celeste, hasta la venida gloriosa del Señor» (Misal Romano, Prefacio de la Virgen María).

Sentido de la Bajada de la Virgen

La Bajada de la Virgen de Guadalupe tiene, por así decir, un doble significado. Por una parte, visibiliza la cercanía de la Madre del Señor a nuestras vidas, a nuestra realidad personal y social. Ella, que por encargo de su Hijo es nuestra Madre, nos mira siempre con amor, incluso en medio de nuestras pobrezas y miserias espirituales, está atenta a las necesidades de los que sufren por cualquier causa y escucha las plegarias de sus hijos. Así lo expresamos asiduamente cuando cantamos: «Mientras recorres la vida, tu nunca solo estás, contigo por el camino Santa María va», por eso le pedimos «ven con nosotros al caminar, Santa María ven».

Y, por otro lado, la Bajada de la Virgen, es la manifestación palpable de que bajo esta advocación mariana los gomeros tienen en la «Morenita de Puntallana» a su patrona y protectora. A través de ella expresan su amor de hijos a la Virgen María y la confianza en su intercesión ante su Hijo Jesucristo, el Señor de todos. Ya en el siglo III, los cristianos se dirigían a la Virgen María con una oración que todos conocemos: «Bajo tu amparo, nos acogemos, Santa Madre de Dios. No desoigas la oración de tus hijos necesitados. Líbranos de todos peligro, oh siempre Virgen gloriosa y bendita». Haciendo esta plegaria ponemos de manifiesto nuestra confianza hacia Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, a la que no dejamos de pedir: «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».

La Bajada de la Virgen una oportunidad para crecer en la fe

En las celebraciones que tienen lugar con motivo de «la Bajada», tenemos la oportunidad de intensificar el conocimiento de la Virgen María y nuestra la relación con Ella. Se nos brinda la ocasión de acrecentar la confianza y el amor hacia su persona, y se nos abre así el camino para una más profunda renovación de nuestra vida cristiana. En torno a la Virgen María de Guadalupe no podemos quedarnos en la mera celebración externa de los actos, debemos aprovechar los dones espirituales que Dios, por mediación de la Virgen María, pone a nuestro alcance para crecer en la fe, la esperanza y la caridad; para fortalecernos por dentro y vivir cabalmente en el amor a Dios y al prójimo, especialmente hacia los hermanos más necesitados.

Siempre nos conviene recordar la enseñanza del Concilio Vaticano II, del cual estamos celebrando el 50 Aniversario: «Recuerden, pues, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un afecto estéril y transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y somos alentados a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (LG. 67). No lo dudemos, en María tenemos el camino seguro que nos lleva a Cristo y la mujer creyente fiel que nos enseña con su ejemplo a seguir a Cristo, el verdadero y único salvador de todos. Por eso no dejamos de pedirle: «muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».

La Bajada de la Virgen del Año de la Fe

En esta «Bajada de la Virgen» de 2013, se da la feliz coincidencia de estamos en el Año de la Fe, proclamado así para toda la Iglesia por el Papa Benedicto XVI, que se inició el pasado 11 de octubre y concluirá el 24 de noviembre de 2013. Un año para descubrir el valor y significado de la fe, ese regalo que recibimos en el bautismo y que es necesario acoger, cultivar y testimoniar. Un Año para profundizar en el significado de todo lo que creemos, celebramos y rezamos y en sus implicaciones para la vida.

En atención a esta efemérides de toda la Iglesia, el Arciprestazgo de la Gomera y la Cofradía de Ntra. Sra. de Guadalupe, han puesto como lema para esta Bajada de la Virgen: «María, danos tu fe», tomado de la canción «Madre de los creyentes» cuyo estribillo dice así: «Madre de los creyentes que siempre fuiste fiel. Danos tu confianza, danos tu fe».

El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que «La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Isabel la saludó: ¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45) Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1, 48). Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe». (Catecismo, n. 148-149).

La Virgen María, modelo de fe

La fe es, sin duda, la nota más característica en la vida de la Virgen María. Por la grandeza de su fe, abrió totalmente su corazón a la acción de Dios en su vida y así hizo posible que el plan de Dios sobre Ella y sobre toda la humanidad saliera adelante. Por eso, en Ella, que ha tejido toda su existencia sobre la confianza obediente en la Palabra de Dios, contemplamos el modelo de lo que significa ser creyente y le podemos pedir: «María, danos tu fe».

Sí. En la Virgen María tenemos el ejemplo más perfecto de lo que significa creer. Ella es la mujer insigne por su fe: Isabel, su prima, la proclamó dichosa porque había creído el mensaje divino; por la fe concibió al Hijo de Dios engendrado en su seno por el poder del Espíritu Santo; apoyada en la fe siguió a Jesús y soportó su muerte junto a la cruz; movida por la fe creyó que Él resucitaría y orando junto con los Apóstoles esperó la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Ella es «la virgen creyente» porque acogió con fe la Palabra de Dios y la puso en práctica y es, también, nuestra Madre celestial que sostiene y protege la fe de sus hijos.

En María no se dan «la mujer» por un lado y «la creyente» por otro, sino solo «la mujer creyente». No se trata de dos realidades separables en ella. Todo lo que es y todo lo que hace, incluso en el aspecto puramente humano, nace de su fe. Su plena realización humana tiene lugar por la fuerza de su fe. Si es «la bendita entre las mujeres», como la saluda Isabel, lo es no porque biológicamente sea «la madre de Dios», sino sobre todo porque tuvo el coraje de creer lo increíble. María nos enseña a insertar la fe en todas las realidades de nuestra vida y nos ayuda a comprender que todo lo que somos, todo lo que tenemos y todos lo hacemos tiene que ver con Dios, porque en Dios «vivimos, nos movemos y existimos» (Hech. 17,28), puesto que Él «lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo» (Ef. 4,6) y es «el origen, el guía y la meta del universo» (Rom. 11,35).

La fe de María, reflejo de la enseñanza de Jesús

Si atendemos a las enseña
nzas de Jesús sobre la fe y las aplicamos a la Virgen María, nos damos cuenta que en Ella se realizan de modo perfecto. Pensemos, por ejemplo, en la parábola del «tesoro escondido en el campo». María es la que ha encontrado en Dios «el tesoro» de su vida, ha puesto en Él su corazón y, por la alegría que le da, somete su vida a la medida de Dios; ha descubierto que su felicidad coincide con la voluntad de Dios, por eso proclama «se alegra mi espíritu en Dios mi salvador».

Recordemos, también, la parábola de «el sembrador». Cuando Jesús explica el significado de la «tierra buena» que acoge la semilla dice: «Son los que escuchan la palabra de Dios con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia». Como dice el Papa Francisco en su primera encíclica, Lumen Fidei, «estas palabras son un retrato implícito de la fe de la Virgen María». Ciertamente en María la Palabra de Dios ha prendido con fuerza y ha producido fruto abundante, incluso en momentos de sequedad, porque ella tenía su corazón arraigado en Dios, como los árboles junto a la corriente del agua, y siempre fue un sarmiento verde y frondoso con buenos racimos porque estuvo íntimamente unida a su Hijo Jesucristo, la viña verdadera.

Y, ¿cómo no aplicar a la Virgen María, la enseñanza de Jesús al final del Sermón de la Montaña? (Mt. 7, 21-27). Ella no se ha contentado con decir «Señor, Señor», ni se ha quedado en una fe de palabras, sino que ha sido la mujer prudente que ha edificado su vida sobre la roca firme que es el cumplimiento fiel de la voluntad de Dios. Ella acoge la Palabra de Dios, no solo como algo que ha de creer, sino también como la norma de lo debe hacer.

La fe de María, confianza y fidelidad

El Beato Juan Pablo II, ante la imagen de la Virgen de Guadalupe en su primer viaje a Méjico dijo: «De todas les enseñanzas que la Virgen da a sus hijos, quizás la más bella e importante es la lección de su fidelidad a la Palabra de Dios», una fidelidad de María que debemos imitar y a la que Juan Pablo II le puso cuatro dimensiones:

1) Búsqueda de la voluntad de Dios, es decir, pedir a Dios «Señor, ¿qué quieres que haga?

2) Acogida y aceptación de la voluntad de Dios, es la actitud del «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí su voluntad».

3) Coherencia, es decir, vivir de acuerdo con lo que se cree y no permitir rupturas, ni en público ni en privado, entre lo que se vive y lo que se cree. Ser fiel implica no traicionar a escondidas lo que se acepta y manifiesta en público.

4) Constancia, es decir duración en el tiempo, también en los momentos de tribulación, porque sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida.

En fin, cada uno puede ir leyendo todo el Evangelio y verificar el cumplimiento del mensaje de Jesús en la vida de su Madre, la Virgen María. Textos como aquel de «Dichosos los escuchan la palabra de Dios y la cumplen», o aquel otro «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». Dios pudo desplegar todo su poder y hacer maravillas en la Virgen María porque Ella confió en Él y se puso totalmente en sus manos. La razón más profunda por la que María merece ser honrada es su fe y obediencia ante la Palabra de Dios. Aprendamos de la Virgen María a ser fieles discípulos de Cristo y pidamos con fe: «Madre de los creyentes que siempre fuiste fiel. Danos tu confianza, danos tu fe».

La Virgen María vive lo que cree

La fe es a la vez don y virtud. Es don de Dios en cuanto es una luz que Dios infunde en el alma y nos permite creer en su existencia, conocerle y tener una relación vital con Él. Y la fe es virtud en cuanto que debe ser cultivada y vivida por quien cree en Dios y en su Palabra. Por eso, como vemos que ocurre en la Virgen María, la fe no solo ha de servir como norma de lo que hay que creer, sino también como norma de lo que hay que hacer. Verdaderamente cree quien ejercita con las obras lo que cree. San Agustín afirma: «Dices creo. Haz lo que dices, y eso es la fe». Esto es, tener una fe viva, vivir como se cree. Así vivió la santísima Virgen a diferencia de los que no viven conforme a lo que creen, cuya fe está muerta como dice Santiago: «La fe sin obras está muerta» (Stg. 2,26).

En la Virgen María vemos que su fe se fundamenta en una profunda relación de confianza, amor y amistad con Dios. «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo», le dice el Angel Gabriel cuando le anuncia que ha sido elegida para ser la Madre del Hijo de Dios y Ella le dirá a su prima Isabel: «Se alegra mis espíritu en Dios mi Salvador». La fe y la comunión con Dios son causa de alegría porque Dios es la fuente de la verdadera vida. En la relación con Dios la Virgen María fue conociendo la voluntad de Dios, meditándola y guardándola en su corazón. Una voluntad de Dios que María hizo suya y cumplió fielmente.

Imitar la fe de María en la relación con Dios

Si queremos imitar la fe de María, como Ella, debemos cultivar la relación personal con Dios mediante la oración. El que cree en Dios hace oración, habla con Dios. La oración es dar «espacio» a Dios en nuestra vida. En la oración alabamos y adoramos a Dios por ser quien es; le damos gracias por lo que hace por nosotros y por lo que nos da, le pedimos perdón y ayuda en nuestras necesidades. En la oración, sobre todo, aprendemos a conocer la voluntad de Dios, la vamos haciendo propia y recibimos la fuerza necesaria para cumplirla.

La fe en Dios se verifica en la medida que el creyente vive unido a Dios y participa de su misma vida. Esto es posible gracias a los sacramentos que Cristo nos dejó y que hacen posible que la misma vida de Dios corra por las venas del alma creyente. A nosotros nos corresponde mantener, restaurar, fortificar alimentar esta vida, celebrando y recibiendo los sacramentos. Gracias a ellos los creyentes permanecemos unidos a Cristo y «bebiendo» de Él se nutre nuestra vida de fe y, como ocurrió en la Virgen María, podemos producir frutos tales como: amor, alegría, paz, paciencia, castidad, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Gal 5, 22-23).

Imitar la fe de María en obediencia a Dios

Imitar la fe de la Virgen María es, también, como Ella, guardar los mandamientos de Dios. «El que me ama, guarda mis mandamientos», nos dice Jesús (Jn. 14,21), y también «vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn. 15,14). Y san Juan en su primera carta nos recuerda que, «Quién dice yo creo en Él y no guarda sus mandamientos es un mentiroso» (1Jn. 2,4) y, en otro lugar de la misma carta, «el amor a Dios consiste en guardar sus mandamientos» (1Jn. 5,3). He aquí otra prueba de verificación de la autenticidad de la fe en Dios.

Quien cree en Dios y vive una relación de confianza y de amor con Él, percibe que sus mandamientos son para nuestro bien y nuestra salvación, son una prueba del amor que Dios nos tiene. Son una guía segura en el camino de la vida para que no nos extraviemos por los derroteros del mal y la injusticia. Dios nos manda lo que debemos hacer y lo que debemos evitar porque nos quiere, no para fastidiarnos o amargarnos la vida. Sus mandamientos son justos y verdaderos porque proceden del amor que Él nos tiene. El cumplirlos es una respuesta de confianza en su Palabra y de amor hacia Él. Por eso, desobedecer los mandamientos, no es tanto fallar a una norma como una prueba de desconfianza en Dios y una falta de amor hacia Él, que suscita en el verdadero creyente el dolor y el arrepentimiento.

Imitar la fe de María en su servicio a los hermanos

Imitar la fe de la Virgen María significa, además, servir con amor a los hermanos. En Ella, vivir la fe, no fue hacer la voluntad de Dios de modo individual y sin preocuparse de los demás. Nada más lejos de la fe de María que ese dicho popular: «Yo en mi casa y Dios en la de todos». Como quien dice, yo vivo mi vida y los demás que se
las arreglen como puedan y que Dios les ayude. Si María hubiera pensado así, no se habría movido con prontitud hasta la casa de su prima Isabel ni la hubiera servido durante tres meses. Tampoco se hubiera preocupado y ocupado cuando estaba en la Boda de Caná ante la falta de vino; ni hubiera acompañado a los apóstoles en los momentos difíciles de los comienzos de la Iglesia. Pero no fue así, por la fe, María es consciente de que su vida es para los demás y no se la apropia egoístamente. Para un creyente toda su existencia es un bien común; sabe que la vida no es una propiedad para su uso personal, sino un don de Dios para la vida del mundo. Todo lo que somos, sabemos, podemos y tenemos son talentos que Dios nos ha dado y nos pedirá cuenta de lo que hagamos con ellos. El creyente no hace lo que le da la gana, sino lo que Dios quiere.

En los evangelios vemos como, en diversas ocasiones, Jesús denunció abiertamente la indiferencia ante el prójimo necesitado como algo incompatible con la fe en Dios y dijo explícitamente que al final de su vida cada uno será examinado sobre este asunto (Mt. 25, 31-46). Y el apóstol Santiago nos dejó escrito: «¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: Tengo fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: Idos en paz, calentaos y hartaos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (Stg. 2,14-17).

Y algo parecido podemos leer en la primera carta de san Juan: «Si alguno que posee bienes de este mundo, ve a su hermano que está necesitado y le cierra las entrañas, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? No amemos de palabras ni con la boca sino con obras y según la verdad» (1Jn. 17-18). La fe, por tanto, se hace operativa por la caridad. Tenemos que preocuparnos por los demás y ocuparnos en ayudarles en los que necesiten de acuerdo con nuestras posibilidades. Como hacemos en una oración de la misa, no dejemos de pedir a Dios, por intercesión de la Virgen María, «danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna ante el hermano sólo y desamparado, ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido». Pidamos a Dios: «Danos un corazón grande para amar».

María, danos tu fe

Hermanos y amigos, con alegría vamos a celebrar esta nueva Bajada de la Virgen de Guadalupe. Pidámosle: «María, danos tu fe.» Aprovechemos la ocasión para adquirir un mayor conocimiento de la Virgen María, aprendamos de Ella y procuremos imitar su fe. Les invito a rezar muchas veces esta oración a María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe, que nos ofrece el Papa Francisco al final de su encíclica «Lumen Fidei» (La Luz de la Fe). Lo que pedimos a la Virgen en esta oración Ella lo ha vivido plenamente.

¡Madre, ayuda nuestra fe!

Abre nuestro oído a la Palabra,

para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.

Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos,

saliendo de nosotros mismos y confiando en su promesa.

Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor,

para que podamos tocarlo en la fe.

Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor,

sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz,

cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.

Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.

Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.

Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús,

para que él sea luz en nuestro camino.

Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros,

hasta que llegue el día sin ocaso,

que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor. AMÉN

Les deseo a todos que se adentren en el genuino espíritu de la Bajada de la Virgen, que al celebrarla crezcan en la fe y que, con María, puedan proclamar la grandeza del Señor y como Ella decir: «Se alegra mí espíritu en Dios mi salvador». De todo corazón les bendice,

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense

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