
Por Juan Pedro Rivero
Nuestra diócesis ya tiene obispo. El pasado jueves, primero de mayo, a las 11:00 h., en la Catedral de La Laguna, fue ordenado e inició su ministerio como decimotercer obispo de San Cristóbal de La Laguna. Fue una celebración tan sencilla como solemne. Me quedo con una imagen que me conmovió y que posee un significado muy profundo.
En el momento de la imposición de manos de los obispos presentes en la celebración, el último de la fila fue don Bernardo, quien, con la debilidad propia de la ELA, hubiera sido incapaz de imponerlas sin la ayuda del ordenado. Como si le suplicara ayuda para concederle la sucesión apostólica. La enfermedad dándole firmeza a la salud, la debilidad fortaleciendo la firmeza, la pequeñez convertida en grandeza que hace grande a otro con su misma pequeñez. Un extraordinario símbolo de lo que la creatividad divina es capaz de realizar.
Aún recuerdo aquella pregunta de otro obispo diocesano que murió dañado por la rigidez producida por el párkinson —don Felipe Fernández—, quien con ahínco incisivo nos decía: “¿Quién creen ustedes que hace más apostólicamente que un enfermo que ofrece por los demás, con serenidad y fortaleza, su enfermedad?”. Lo cierto es que ambos datos nos recuerdan que “la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Cor 12, 9), en este caso reciente, en las manos débiles de un anciano enfermo.
La debilidad es la nota distintiva de la naturaleza humana. Nacemos tan débiles que necesitamos la ayuda de nuestros progenitores durante tanto tiempo después del nacimiento que casi encadenamos el ser cuidados con el cuidar la debilidad de otros. Nacemos desnudos y sometidos a la inclemencia del tiempo; no poseemos garras ni colmillos, ni cuernos para la defensa frente a otros depredadores… Somos, biológicamente, lo más débil del reino animal. Y, sin embargo, en esa debilidad existencial, iluminada por la luz de una inteligencia y el vínculo con otros congéneres, sin duda somos la especie más fuerte y creativa. En la realidad natural, la fuerza se realiza en la debilidad.
También en lo espiritual acontece esa paradoja: cuando reconozco que no puedo, que no sé, es cuando acojo a los demás como mediación necesaria para el desarrollo personal. Es la gramática del don y la respuesta que genera la gratitud, que nos hace crecer interiormente. Los demás son quienes nos hacen fuertes, porque son quienes nos ayudan a ser nosotros mismos. ¿Quién acude al médico si no está enfermo? ¿Quién busca la verdad si cree saberlo todo? Nuestras carencias nos sitúan en el ámbito de la búsqueda y, ya sabemos, que solo encuentra quien busca.
Nos ha venido bien observar a don Bernardo asistir y participar en ese acto diocesano como quien da lo que le queda, como quien hace un último esfuerzo al toque de la campana que anuncia la última vuelta en el circuito de resistencia atlética que es la vida terrena. Un último esfuerzo que le ofrece al que viene lo que tiene. Dándole lo que tiene: una debilidad consciente y una fortaleza débil. Otras manos han transmitido la gracia del sacramento, sin duda, pero quiero entender que quien redimió a la humanidad desde la cruz de Jesús habrá hecho fuerza en ese momento débil para derramar el torrente inagotable del Espíritu y la fuerza escondida de una sucesión que vincula el presente con aquel primer envío hecho en Galilea. Mucho voltaje por el fino cable de unas manos débiles.
¿Y qué aprender? Que nadie tiene fuerza en sus manos para acometer solo acción alguna. Que no existe arquitecto que no necesite de un equipo técnico y de un grupo de trabajadores que lleven adelante la construcción de cualquier edificio. No hay un experto cirujano que no reconozca el valor de su equipo, que incluye —y es fundamental— a quien desinfecta el suelo del quirófano. No hay manos fuertes que sean capaces de abordar la acción sin otras manos que apoyan, ayudan, empujan y, hasta, acarician. Todos tenemos las manos débiles.