
Con el corazón lleno de gratitud, el mundo entero despide a nuestro querido papa Francisco. Nos duele su partida porque lo sentíamos cercano, nuestro, como un abuelo bueno que hablaba claro, que sonreía con ternura y que no tenía miedo de arremangarse para estar junto a los más pobres, los más frágiles, los más olvidados. Pero más allá del dolor por la separación, sentimos un agradecimiento profundo: gracias, papa Francisco, por mostrarnos el rostro más humano y más bello de Dios.
Llegó al pontificado, “casi desde el fin del mundo”, con un objetivo: anunciar a Jesucristo a cada hombre y cada mujer que peregrinan en este mundo. A “todos, todos, todos…”, como le gustaba repetir, no por casualidad, sino desde la hondura que da haber tocado la fragilidad humana con sus propias manos. Y así ha muerto: bendiciendo en el nombre del Señor a cada uno, a la ciudad y al mundo, en la celebración del Domingo de Resurrección. Con las botas puestas.
No es tiempo aún de hacer balance de su peregrinaje como Papa, pero sí es de justicia traer a la memoria la solidez de sus pasos mientras calzó las sandalias del pescador. Muchos recuerdan hoy aquellas palabras primeras que se convertirían en un hito en su hoja de ruta: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre para los pobres!”. Y todos destacan ahora que no permitió que el viento se llevara esas palabras. Se quitó la capa del poder, las formas rígidas, y se vistió de sencillez, de Evangelio puro. Nos habló de misericordia cuando el mundo parecía haberse olvidado de ella. Nos dijo que «la Iglesia no es una aduana, sino la casa paterna donde hay lugar para cada uno, con su vida a cuestas». Con esas palabras sanó a muchos, reconcilió corazones heridos, abrió puertas que habían estado cerradas demasiado tiempo.
No fue un Papa de mármol, sino de carne y hueso. Se emocionaba, reía, lloraba con los que sufrían. Se detenía a abrazar a los enfermos, a escuchar a los descartados, a mirar a los ojos a quienes no tienen voz. Muchas veces me emocionaron sus gestos. Su opción por los pobres no fue ideología, como algunos quisieron hacer ver de forma interesada: fue Evangelio vivido. Así nos mostró a Jesús, celebró su presencia con pasión, nos enseñó a mirar como Él mira, a tocar las heridas del mundo sin miedo a mancharnos. Cimentó con misericordia los pilares de una Iglesia que está llamada a ser “un hospital de campaña donde se curan heridas”.
Con la valentía de un profeta, enfrentó los pecados más dolorosos dentro de nuestra Iglesia. No se escondió ni los ocultó. Lloró con las víctimas de abusos, pidió perdón con el corazón en la mano y luchó con fuerza para que nunca más alguien sufriera en nombre de Dios. Para que no triunfara “la globalización de la indiferencia”: “No nos dejemos robar la esperanza”, repetía. Y eso hizo: con gestos, decisiones históricas y palabras nos devolvió la esperanza. A los jóvenes, a los mayores, a los alejados, a los que habían dejado de creer.
Porque nada verdaderamente humano le era extraño, fue un defensor incansable de la dignidad de todas y todos. Alzó su voz por la justicia, por la paz, por los migrantes, por los diferentes, por la creación. Su encíclica Laudato si es un grito de amor y de alarma por nuestra casa común. Valoró y escuchó con humildad a las mujeres en la Iglesia, para las que pidió más presencia, más voz, más responsabilidades. Abrió caminos nuevos, que ahora nos toca seguir recorriendo con valentía y fidelidad al Evangelio. Quiso una iglesia más sinodal y que viviera mejor el discernimiento y la llamada a la santidad.
Aquí, en las Islas Canarias, hemos sentido especialmente su mirada atenta, su corazón de pastor que no se olvidaba de los que llegan jugándose la vida en pateras. Soñaba con venir, con tocar esta tierra volcánica, con abrazar a quienes llegan y a quienes acogen. Ese sueño no se cumplió, pero su amor por nuestras islas quedará para siempre en nuestra memoria.
Muchos lloran hoy por el Papa. Pero lloramos con el corazón lleno de agradecimiento. Gracias, papa Francisco, por habernos hecho sentir que Dios es más grande que nuestros miedos, más cercano que nuestras dudas. Gracias por hacernos comprender que la misericordia no es debilidad, sino la mayor fuerza del amor. Gracias por vivir el Evangelio con zapatos gastados.
Descansa en paz, pastor bueno. Nos dejas una Iglesia en camino, una llama encendida. Como decías tantas veces, ahora sólo nos queda confiar, redescubrir la alegría del Evangelio, “que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”. Francisco, que el Señor, el amor de tu vida, te reciba con los brazos abiertos.
Antonio M. Pérez Morales
Administrador diocesano.