De cada cinco personas que vivimos en España, una ha venido de fuera. Ellos, los migrantes, han transformado la sociedad española, y por tanto, también nuestras diócesis, parroquias y comunidades eclesiales.
La gran mayoría lleva más de diez años con nosotros y se encuentra fuertemente arraigada en nuestro país. Incorporándose a nuestro esfuerzo, suman una aportación valiosa y necesaria de la que dependemos.
Pero este arraigo en nuestra sociedad y su contribución no siempre se corresponde con una equiparación socioeconómica como la obtenida por la población autóctona. Las personas migradas sufren mayores índices de desempleo o subempleo, acceden con más trabas a las políticas sociales y sufren mayor vulnerabilidad social.
Sin embargo, una mirada creyente permite acoger la valiosa contribución de las personas migradas a nuestra sociedad y a nuestra Iglesia:
- aportan su trabajo para el desarrollo de nuestro país.
- nos enriquecen como personas por su alegría, perseverancia, austeridad.
- nos refrescan la presencia de Dios despertando en nosotros el ansia de justicia, caridad y paz que hay en el corazón de todo ser humano.
Ellos favorecen al crecimiento de la comunidad: en el encuentro con ellos se nos da la oportunidad de crecer como Iglesia, de enriquecernos mutuamente.
La migración supone para la Iglesia un desafío particular: a cada ser humano que se ve obligado a dejar su patria en busca de un futuro mejor, el Señor lo confía al amor maternal de la Iglesia.
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