Con la Misa de la tarde del jueves de la Semana Santa, la Iglesia comienza el Triduo pascual y evoca aquella Última Cena, «en la cual el Señor Jesús en la noche en que iba a ser entregado, habiendo amado hasta el extremo a los suyos que estaban en el mundo, ofreció a Dios Padre su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, y los entregó a los apóstoles para que los sumiesen, mandándoles que ellos y sus sucesores en el sacerdocio también los ofreciesen».
El obispo Álvarez preside la Misa en la Cena del Señor a las 17.30 en la Catedral, al finalizar la misma será la procesión del Santísimo hasta el Monumento.
En la celebración se pone el foco en tres acontecimientos que tienen su origen en la Última Cena: la institución de la Eucaristía, la institución del Orden Sacerdotal y el mandamiento del Señor sobre la caridad fraterna. Por eso la Iglesia celebra el Jueves Santo el día del Amor Fraterno.
También se recuerda el lavatorio de los pies, que manifiesta el servicio y el amor de Cristo, que ha venido “no a ser servido, sino a servir”.
Después de la misa, el Santísimo Sacramento queda reservado, en lo que llamamos Monumento, para su adoración en una capilla que invite a la oración y a la meditación.
La Semana Santa para los cristianos es el paso de la tristeza al gozo. Son días de vivir con sobriedad la pasión y la muerte de Jesús para luego celebrar, rebosantes de alegría, la gloria de la resurrección.
Este camino a la Pascua también se hace visible en las celebraciones de la Iglesia. La sobriedad de los templos durante el Triduo: Jueves, Viernes y Sábado Santo, cuando por la noche se celebrará la Vigilia pascual. Con ella se abandona la oscuridad, para vivir al día siguiente, el Domingo de Resurrección, que Cristo es la luz del mundo.