En diferentes ocasiones me he referido a J.R.R. Tolkien y a su conocida obra El Señor de los Anillos, dirigiéndome a los jóvenes. En este inicio de un nuevo curso traigo a colación una frase memorable de Gandalf: “No nos atañe a nosotros dominar todas las mareas del mundo, sino hacer lo que está en nuestras manos por el bien de los días que nos ha tocado vivir, extirpando el mal en los campos que conocemos y dejando a los que vendrán después una tierra limpia para la labranza”. La cita tiene tanto más valor porque aparece en el tercer libro, El retorno del rey, cuando en apariencia el mal que anida en Mordor tiene todas las de ganar. Si hacemos un paralelismo con la realidad de hoy, vemos que los males e injusticias que aquejan a nuestra sociedad son muchos, incluso parecen cada vez mayores, y aquí ya hemos dado cuenta de algunos de ellos: olvido de Dios, relativismo moral, guerras, violencia, cultura del descarte contra los ancianos, los enfermos y los niños por nacer, pobreza, marginación, exclusión social, rechazo a los inmigrantes, desempleo, trata de personas, cosificación de la mujer, destrucción de la creación, desigualdades, banalización de la sexualidad, ideologías contrarias a la antropología verdadera, falta de un horizonte de futuro, etc. No podemos “dominar todas las mareas”, sin duda alguna. Pero tampoco podemos quedarnos de brazos cruzados, instalados en la queja estéril o, peor aún, desentendiéndonos de todo.
Cambiar el mundo entero es imposible, pero el mundo no cambiará nunca si renunciamos a introducir pequeños cambios en nuestros pequeños mundos, en nuestros entornos cercanos. Como explica la teoría del “efecto mariposa”, según la cual pequeñas acciones pueden desencadenar grandes cambios. No dudemos que pequeños gestos pueden acabar produciendo grandes cambios en el mundo si dejamos que sople a través de nosotros el viento del Espíritu. ¿O acaso podían imaginar aquellos doce apóstoles iletrados de Galilea que el mundo entero conocería la Resurrección del Señor y que de la fe en Cristo Jesús nacería una civilización como nunca antes había existido sobre la tierra? Basta con ser fieles al Señor, haciendo lo que está en nuestras manos, y Él hará el resto.
El compromiso social está en el ADN de la Iglesia, que desde sus inicios trata de imitar a su Señor, «Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó por el mundo haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él» (Hch 10, 38). No es un añadido, no es un extra, ni está reñido con la vida de oración y la espiritualidad. Al contrario, los cristianos encontramos en la oración y en el trato diario con el Señor, especialmente a través de los sacramentos, el amor para ayudar a los demás en sus situaciones concretas, y también la fuerza para perseverar cuando el primer impulso altruista se va desvaneciendo.
Comprometernos en mostrar el amor de Dios a los hombres, a través de obras concretas, es también una piedra de toque para saber si nuestra fe y nuestro apostolado son auténticos. Una fe sin obras de caridad concretas y sin un compromiso social explícito acaba volviéndose vacía, incapaz de atraer a otros. La Iglesia ofrece una enorme pluralidad de lugares para comprometernos con los más necesitados: promoción y capacitación de las personas más pobres y desfavorecidas, denuncia de las injusticias y sensibilización de la sociedad, comedores sociales, dispensarios, residencias, hospitales, hogares para niños, centros de ayuda a mujeres embarazadas en dificultades, casas de acogida para inmigrantes, pastoral penitenciaria, visitas a enfermos en sus domicilios, y un largo etc. Cada uno según su sensibilidad, sus talentos y sus posibilidades, y también desde sus propias comunidades de fe, puede elegir aquellas en las que se siente más llamado por el Señor. Lo propio de un cristiano es dejarse conmover por las necesidades de los demás, y ponerse a su servicio.
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