Jubileo de las Cofradías, un regalo del Señor

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Jubileo de las Cofradías, un regalo del Señor

«Nos has hecho para ti, [Señor,] y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, 1,1.1) Estas palabras de san Agustín de Hipona abrieron la homilía del papa León XIV en la santa misa de inicio de su ministerio petrino. Así, desde el primer instante, el Santo Padre pone un acento profundamente espiritual a su pontificado, ya que en ellas se encierra una confesión de fe, una intuición que ha resonado con especial fuerza en el Jubileo de las Cofradías celebrado contemporáneamente en Roma: el deseo profundo del alma humana de encontrarse con Dios, de experimentar su amor, de vivir en unidad y de construir la paz.

Este Jubileo ha sido, en verdad, un regalo del Señor. Las calles de Roma, milenaria cuna de la fe cristiana, se han visto transformadas en un templo vivo, donde la devoción del pueblo ha desbordado los portentosos monumentos y las piedras antiguas para hacerse presente en rostros, gestos, cantos y oraciones. La gran procesión con imágenes traídas de varias naciones se ha erigido en el momento culminante de una peregrinación, que no ha sido únicamente física, sino sobre todo interior: un camino hacia el mismo Dios, conducido por la piedad popular, que tantas veces es una bella puerta de entrada a este misterio. En ese recorrido, se ha hecho visible con solemnidad del carácter internacional de la fe que nos congrega en la unidad. Cofradías de diversos lugares, con sus tradiciones propias, sus imágenes, sus colores y sus formas particulares de expresión, han caminado juntas como un solo Cuerpo, como una Iglesia. Y en medio de esta única melodía, España ha ofrecido un testimonio especialmente conmovedor con la presencia de un tríptico de belleza y de fe: Nuestro Padre Jesús Nazareno, de León, el Cristo agonizante del Cachorro, de Sevilla, y la Virgen de la Esperanza, de Málaga. Tres iconos que nos hicieron elevar la mirada y vivir en la presencia amorosa de Dios. Nuestro Padre Jesús Nazareno, con su paso sereno y doliente camino del Calvario, nos recordó el peso de la cruz que cada uno lleva y la fidelidad de Cristo, que no nos abandona en el sufrimiento. El Santísimo Cristo de la Expiración que, en su agonía, nos introduce en el misterio de la redención, desde lo más hondo del dolor humano, con un realismo que conmovió hasta al más indiferente. Y la Virgen de la Esperanza, mirando confiada, nos señala, desde el mismo monte Calvario, la certeza del triunfo de la Vida de Dios sobre la muerte y del Amor sobre todo dolor.

Esta presencia fue una vez más una forma de evangelización encarnada y de catequesis viva que llegó al corazón. Como recordó el papa León XIV en su primer discurso al Colegio Cardenalicio, la piedad popular no debe ser vista como un fenómeno secundario, sino como una de las claves de la misión pastoral de la Iglesia en nuestros días. En ella, resplandece el alma creyente del Pueblo de Dios, su modo natural de acercarse al misterio, de orar con el corazón y de expresar la fe que conduce a la conversión. Las hermandades y cofradías tienen, en este sentido, una tarea irrenunciable: ser comunidades de vida cristiana donde los acentos de la homilía inaugural del Santo Padre se hagan carne.

El primero de ellos, la unidad, está inscrito en el mismo nombre de las cofradías: hermandades, es decir, espacios donde la fraternidad cristiana es cultivada y celebrada como don y tarea. No hay cofradía sin comunión, sin reconciliación, sin caminar juntos. El segundo acento es el amor. La caridad no es para las cofradías una obra más, sino su misma identidad. Cada procesión y cada acto litúrgico, pero también cada encuentro formativo y cada gesto de ayuda concreta a los más pobres, son la expresión del mandamiento nuevo que nos dejó el Señor: “que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Jn 13,34). Y, finalmente, la paz. No como mera ausencia de conflictos, sino como presencia fecunda del Resucitado en medio de la comunidad de los creyentes. La paz que nace del Evangelio y que, como misión, las cofradías están llamadas a propagar para que alcance a cuantos viven con el alma inquieta.

El Jubileo de las Cofradías ha sido un soplo del Espíritu Santo sobre la Iglesia y un tiempo de gracia que nos ha recordado que no estamos solos, que la fe sólo puede ser vivida en comunidad, que la belleza expresada en la piedad popular puede ser camino de santidad y que, en palabras de san Agustín, nuestro corazón sólo descansa en Dios.

Que el inicio del pontificado de León XIV y esta experiencia jubilar signifiquen además el comienzo de una nueva primavera para las hermandades y cofradías, en las que unidad, amor y paz florezcan con renovado vigor para alegría de nuestro mundo.

+José Ángel Saiz Meneses

Arzobispo de Sevilla

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