Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses en la Vigilia de Oración. Catedral de Sevilla. 26 de junio de 2025. Lecturas: Dt 15, 7-11; Sal 24 (23), 1-6; Lc 4, 16-21. Ante la IV Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo de Naciones Unidas
- Saludos.
- La preparación orante ante un evento internacional como la IV Conferencia de Financiación para el Desarrollo debe situarse, ante todo, bajo la luz de la Palabra de Dios. No se trata de un análisis técnico o económico, sino de una profunda tarea de discernimiento espiritual y profético sobre la justicia, la fraternidad y el destino de los pueblos. La Sagrada Escritura nos recuerda que el grito del pobre no es indiferente para Dios: “Nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso, yo te mando: ‘Abre tu mano a tu hermano, al indigente, al pobre de tu tierra’” (Dt 15,11). Este dato no es una justificación resignada del sufrimiento, sino una llamada permanente a la conversión del corazón y a la responsabilidad social. Por medio de esta vigilia de oración, la misma comunidad cristiana es interpelada a acoger la Palabra de Dios como fuente de conversión de las estructuras económicas y políticas injustas.
- La primera lectura que hemos escuchado, del libro del Deuteronomio (15,7-11), constituye el fundamento bíblico de una economía compasiva. La justicia del Reino de Dios no se limita a actos individuales de caridad; al contrario, exige estructuras sociales capaces de garantizar el bien común. El corazón endurecido y la mano cerrada son imágenes de una economía centrada en el egoísmo, en contraste con la apertura al otro y su consideración como hermano. En esta clave, el texto sagrado denuncia la idolatría del dinero y recuerda que toda posesión es relativa, pues “del Señor es la tierra y cuanto la llena” (Sal 24,1).
- En el Evangelio (Lc 4,16-21), Jesús proclama la llegada del Jubileo definitivo. El “año de gracia” del Señor es la irrupción de una economía nueva, fundada en la liberación, la curación y la restitución de la dignidad. El Mesías se declara Ungido y enviado “a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; 1a proclamar el año de gracia del Señor”, y su Palabra se erige en criterio para discernir las prácticas financieras y económicas. ¿Responden las estructuras actuales a esta lógica jubilar, o perpetúan la esclavitud moderna de la deuda? La cuestión de la deuda externa no puede ser reducida a una mera categoría económica. La Iglesia ha insistido repetidamente en que se trata, ante todo, de un problema moral, e incluso espiritual. La deuda se presenta como una cuestión éticamente escandalosa cuando su pago impide satisfacer necesidades humanas básicas, bloquea el acceso a servicios fundamentales y asfixia las posibilidades de desarrollo de generaciones enteras.
- El Concilio Vaticano II, en la constitución pastoral Gaudium et Spes ya advertía que el orden económico debía estar al servicio del hombre y no al contrario: el orden económico debe estar subordinado al orden moral (cf. GS 64). En esta línea, san Pablo VI en su encíclica Populorum Progressio (1967), denuncia que el subdesarrollo no es un simple retraso técnico, sino una injusticia institucionalizada (cf. n. 30). La riqueza acumulada, fruto a menudo de procesos históricos de explotación, contrasta escandalosamente con la miseria de regiones enteras de nuestro mundo. Por eso el desarrollo –entendido como promoción integral de la persona y de los pueblos– es “el nuevo nombre de la paz” (n. 76). San Juan Pablo II retoma esta enseñanza en la encíclica Sollicitudo Rei Socialis (1987), vinculando directamente el problema de la deuda con los mecanismos de dominación estructural. En un pasaje crucial afirma: “No se puede silenciar aquí el profundo vínculo que existe entre este problema y la cuestión del desarrollo de los pueblos” (SRS, 19).
- Las estructuras económicas que perpetúan la miseria no son moralmente neutras. Por el contrario, constituyen un auténtico “pecado social” (cf. exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia, 16), ya que niegan la fraternidad universal y la dignidad humana. Es en este contexto donde el Jubileo que estamos celebrando durante este año adquiere una fuerza profética: la condonación de la deuda, demandada por el papa Francisco en su bula de convocatoria es un gesto de caridad y un acto de justicia reparadora. Esta dimensión fue especialmente subrayada en la encíclica Centessimus Annus (1991), donde san Juan Pablo II invitaba a los cristianos a hacerse “voz de todos los pobres del mundo” reclamando una reforma urgente del sistema financiero internacional.
- Benedicto XVI, en continuidad con sus predecesores, denunció también las lógicas deshumanizantes del sistema económico mundial. En su encíclica Caritas in Veritate (2009), advirtió que la lógica de maximización del beneficio y del cortoplacismo financiero ha dejado de lado la centralidad de la persona: “El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común” (n. 71). Asimismo, en sus mensajes a las reuniones del G-8, pidió expresamente la cancelación de la deuda de los países más pobres, como condición mínima para restituir la esperanza a pueblos enteros. El papa Francisco elevó el tono de esta denuncia en sus intervenciones. En la encíclica Fratelli Tutti (2020) declaró con contundencia que la política no debe someterse a la economía, y esta no debe someterse al paradigma eficientista de la tecnocracia. La deuda, cuando destruye vidas humanas, cuando impide el desarrollo sostenible y condena a la miseria a millones, no puede justificarse. El Papa no duda en afirmar que “esta economía mata” (cf. exhortación apostólica Evangelii Gaudium, 53) y que es necesario convertir las relaciones internacionales desde la lógica de la gratuidad, del don, del perdón de las deudas.
- Ante este panorama, la Iglesia no propone soluciones técnicas. Su voz se alza como una llamada a la conversión del corazón. La transformación de las estructuras empieza por la transformación de las conciencias, y esta conversión es esencialmente personal, pero también cultural y espiritual. En el Evangelio de san Lucas (4,16-21), la presentación de Jesús como Mesías no es un anuncio abstracto: el Hijo de Dios se encarna en la historia, en las relaciones humanas, en la economía, en la justicia social. Por eso, orar ante la IV Conferencia de Financiación para el Desarrollo es dejar que la Palabra de Dios atraviese nuestras seguridades y nos impulse a un nuevo estilo de vida.
- Orar, en este contexto, implica escuchar el clamor de los pobres. No se puede orar auténticamente sin abrir el corazón al sufrimiento de los pueblos pobres. La oración cristiana es siempre intercesora, compasiva. Como enseñaba san Gregorio Magno, “el corazón no puede estar unido a Dios si permanece insensible al hermano” (Moralia in Iob, lib. XXII). Por tanto, esta vigilia debe ser una súplica confiada a favor de los más olvidados, de aquellos que padecen las consecuencias de decisiones tomadas en lejanos despachos financieros. Orar implica también vivir la sobriedad evangélica. El compromiso espiritual exige una conversión del estilo de vida. En un mundo herido por la avaricia y el consumismo, los cristianos estamos llamados a vivir con sencillez, a compartir sus bienes, a promover formas de economía alternativa basadas en la caridad. Esta sobriedad no es moralismo, ni ideología: es seguimiento radical de Cristo pobre y crucificado.
- La oración, lejos de ser evasión, nos impulsa a la acción. Una espiritualidad auténtica conduce a la denuncia profética y al compromiso público, a exigir estructuras justas. El testimonio de tantos cristianos que han proclamado el amor con la entrega de su propia vida, muestra que la fe vivida en genera propuestas sociales valientes. Por eso, los cristianos estamos llamados a involucrarnos activamente en el diseño de políticas económicas, en movimientos ciudadanos, en iniciativas que promuevan una “conversión de las finanzas” en clave de fraternidad, buscando esa paz “desarmada y desarmante” a la que el papa León se refirió en sus primeras palabras como pontífice. La oración más profunda es aquella que descubre la presencia de Cristo en el necesitado (cf. Mt 25,31-46). Contemplar ese rostro exige una actitud de adoración, de silencio reverente, de entrega. La espiritualidad jubilar nos enseña que toda vida humana es tierra sagrada, y que cada gesto de justicia es un acto de culto verdadero a Dios, con un valor “eterno”: “lo que hicisteis a uno de estos… a mí me lo hicisteis”.
- La Iglesia propone una espiritualidad que integra contemplación y compromiso, oración y acción, fe y justicia. En preparación a la IV Conferencia de Financiación para el Desarrollo, esta espiritualidad se concreta en la súplica por una economía al servicio de la vida, en la exigencia ética de justicia global y en el testimonio concreto de comunidades cristianas que viven la comunión de bienes y la esperanza escatológica del Reino. La conversión a la que se nos llama no es sólo personal, sino social: es la transformación de un mundo en el que la deuda ya no sea una cadena, sino la ocasión de inaugurar una nueva fraternidad entre los pueblos, reflejo del corazón del Dios de la misericordia.
- María santísima, proclamada como Madre de los pobres en la tradición eclesial, es modelo y guía en este camino. Su cántico, el Magníficat (cf. Lc 1,46-55), es el manifiesto más profundo de la inversión evangélica de las estructuras de poder. Ella canta al Dios que “enaltece a los humildes”. En la oración confiada a María, Nuestra Señora de los Reyes, la comunidad eclesial que camina en Sevilla encuentra la fuerza para denunciar con voz profética, para anunciar y para actuar. Así sea.
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