Homilía de Mons. José Ángel Saiz Meneses en la ordenación presbiteral de Manuel Camacho, Alberto Campos, Manuel Carrasco, Ángel López, Javier Llorente, Cristian Montes, Teodomiro Ortega, Lucasz Pysz y Andrés Urtasun. Catedral de Sevilla, 14 de junio de 2025. Lecturas: Is 6, 1-2ª. 3-8; Sal 22; Ef 4, 1-7.11-13; Lc 22, 14-20. 24.30.
- Hoy nos congregamos en esta santa Iglesia Catedral para una celebración que llena de gozo y esperanza a nuestra Iglesia diocesana: la ordenación presbiteral de nueve hermanos nuestros. Esta celebración es un signo luminoso de la fidelidad de Dios, que sigue llamando y suscitando pastores para su pueblo, y de la generosa respuesta de estos hijos de la Iglesia, que han escuchado la voz del Maestro y quieren seguirle como servidores de su Evangelio. El Señor, que ha iniciado en vosotros la obra buena, la llevará a término.
- Queridos hermanos y hermanas que participáis en esta celebración: Consejo Episcopal, Cabildo de la Catedral, Rectores y formadores de nuestros Seminarios, presbíteros, diáconos, seminaristas, miembros de la vida consagrada, miembros del laicado, hermanos todos en el Señor. Queridos Manuel Camacho, Alberto, Manuel Carrasco, Ángel, Javier, Cristian, Teodomiro, Lucasz y Andrés, que recibiréis la ordenación presbiteral. Saludo a vuestras familias, que os acompañan en un día tan señalado, las aquí presentes y las que siguen la celebración a través de los medios de comunicación.
- Las lecturas que hemos proclamado nos ofrecen un marco espiritual muy profundo para comprender el misterio que hoy celebramos. La primera, tomada del libro del profeta Isaías, nos introduce en la vivencia de la llamada profética. Isaías ve al Señor sentado en su trono, y su presencia lo desborda, lo sacude, lo purifica. El profeta no se presenta como un candidato ideal, sino como un hombre de labios impuros que habita en medio de un pueblo pecador. Solo después de ser tocado en sus labios por una ascua del altar, es capaz de responder: «Aquí estoy, mándame».
- Esta es también vuestra experiencia. Ninguno de vosotros ha llegado hasta aquí por sus propios méritos. Habéis sido llamados en vuestra fragilidad, en medio de vuestra historia concreta, y la Gracia os ha precedido. El ministerio no se funda en la perfección personal, sino en la elección gratuita de Dios y en la acción purificadora de su amor. No olvidéis nunca este principio: es Dios quien os ha llamado, es Él quien os capacita. Vuestra respuesta, como la del profeta, debe ser libre, generosa y decidida. Hoy, con vuestro compromiso, os entregáis para siempre al servicio del Señor y de su Iglesia.
- San Pablo, en su carta a los Efesios, nos recuerda la grandeza de nuestra vocación: hemos sido llamados «a una sola esperanza», a un solo Señor, a una sola fe, a un solo bautismo. Y añade: «a cada uno se le ha dado la gracia», y «Él ha constituido a unos, apóstoles, a otros, profetas, a otros, evangelistas, a otros, pastores y doctores, para el perfeccionamiento de los santos, en función de su ministerio, y para la edificación del cuerpo de Cristo». Esta diversidad no es fragmentación. Es la riqueza de una Iglesia viva que crece en la unidad. Vosotros seréis distintos en temperamento, formación, dones personales. Pero estáis llamados a vivir y a trabajar en comunión. No caigáis en la tentación del individualismo pastoral. No os encerréis en vuestros criterios. Sed hombres de Iglesia, sacerdotes que aman a su obispo, que colaboran con sus hermanos, que construyen comunidad. La unidad comienza por el corazón. Se cultiva con la oración compartida, con la obediencia vivida con alegría, con la fraternidad sacerdotal. Recordad que el escándalo de la división hiere el corazón del Señor. Y que la comunión es ya testimonio evangelizador.
- El Evangelio que hemos escuchado, tomado de san Lucas, nos lleva al corazón de la identidad sacerdotal: el Cenáculo. Allí, en la última Cena, el Señor entrega su Cuerpo y su Sangre a los discípulos, instituyendo la Eucaristía y el sacerdocio ministerial. En ese contexto, mientras los discípulos discuten sobre quién de ellos es el más importante, Jesús les dice: «El mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve», y añade una frase que debe resonar siempre en el alma del sacerdote: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve».
- Queridos hermanos que vais a ser presbíteros: sed servidores. No busquéis los primeros puestos, ni los honores, ni los reconocimientos. Buscad servir. Esa es la gloria del sacerdote: lavar los pies, compartir el pan, consolar al que sufre, estar cerca de los pobres, anunciar la Palabra, perdonar en nombre de Cristo, guiar con mansedumbre al rebaño. El sacerdocio no es una promoción social, ni un espacio de privilegio, sino una entrega en radicalidad y totalidad.
- Nuestro modelo es Cristo. En el sacerdote todo ha de transparentar a Jesucristo. El pueblo fiel no espera de vosotros sabiduría mundana, ni estrategias humanas, ni carismas de liderazgo según el mundo. Espera que seáis hombres de Dios, que seáis transparencia de Cristo, Buen Pastor, que viváis centrados en Él. No os pongáis a vosotros mismos en el centro. No hagáis del ministerio un escenario para el lucimiento personal. Vivid con humildad, con sobriedad, con intensa y profunda oración. Que la Eucaristía sea el centro de vuestra jornada, que el sagrario sea vuestro lugar de descanso, que la Palabra de Dios sea vuestro alimento diario, que los pobres sean vuestros amigos, que el Evangelio sea vuestra pasión.
- Estad siempre alegres. El mundo está cansado de rostros tristes, de corazones apagados, de discursos sin alma. El sacerdote ha de ser un hombre alegre, con la alegría profunda que brota de saberse amado, elegido y enviado. Una alegría que no depende de los resultados, ni de los aplausos, ni de los reconocimientos, sino de la intimidad con el Señor. No se trata de una alegría superficial, sino pascual: una alegría marcada por la cruz, pero llena de esperanza. San Pablo VI decía que «el mundo necesita testigos más que maestros». Si sois testigos alegres, vuestra palabra tendrá una fuerza incontenible. Irradiad esperanza. En un mundo herido por el miedo, la división y la desesperanza, sed signos de la presencia del Resucitado.
- Queridos Manuel, Alberto, Manuel, Ángel, Javier, Cristian, Teodomiro, Lucasz y Andrés: Hoy la familia diocesana os acoge con gozo. Vuestras familias, que tanto han sembrado en vosotros, hoy recogen con alegría este fruto; vuestros formadores, vuestros párrocos, vuestras comunidades, os acompañan. El Señor está con vosotros; Él, que os llamó, os elige hoy a través de la imposición de las manos y la oración de consagración; Él será siempre vuestra fuerza. Encomendamos vuestro ministerio a María santísima, Virgen de los Reyes, Madre de los sacerdotes. Ella estuvo junto a la cruz de su Hijo, y nos enseña a permanecer fieles en la entrega. Que ella os lleve de su mano en el camino de configuración con Cristo. A vosotros, queridos fieles, os pido que recéis por estos nuevos sacerdotes, que los acojáis, que los acompañéis, que los ayudéis a ser santos. El sacerdocio es un don para la Iglesia, y cada nuevo presbítero es una bendición.
- Vosotros, queridos ordenandos, vivid con pasión vuestro sacerdocio, sed pastores con olor a oveja, sed hombres de Dios y del pueblo fiel, vivid centrados en Cristo, con espíritu de servicio, con alegría y esperanza, y siempre en comunión. Que un día, cuando lleguéis al ocaso de vuestra vida, podáis decir con san Pablo: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe” (II Tim 4, 7), y podáis entregar vuestro sacerdocio como ofrenda agradable al Señor. Así sea.
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