“No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure”. Estas palabras de Jesús a los Apóstoles que acabamos de escuchar en el Evangelio reflejan la elección eterna en Cristo y la primacía de la gracia en la misión apostólica. Hoy, ante la nueva misión que inicio entre vosotros os invito a dar gracias a Dios por su llamada, por su elección, por la misión de la cual somos partícipes.
Quiero expresar mi saludo agradecido a todos cuantos me acompañáis en esta celebración. En primer lugar, al Sr. Nuncio de Su Santidad en España, con el ruego de que haga llegar al Santo Padre Francisco mi agradecimiento por la confianza depositada, y el testimonio de mi cordial comunión y adhesión a su persona y a su magisterio.
Saludo al Señor Cardenal Presidente de la Conferencia Episcopal Española y a los demás Cardenales aquí presentes, de modo especial al Cardenal don Carlos Amigo Vallejo, Arzobispo emérito de esta sede hispalense, tan querido y recordado. Igualmente saludo a los Arzobispos y Obispos presentes, signo visible de la comunión y colegialidad episcopal. Saludo con especial agradecimiento a Mons. Juan José Asenjo Pelegrina, predecesor inmediato en esta Archidiócesis, por su fraternal acogida, por sus amables palabras y sabios consejos, por su generosa tarea realizada a lo largo de más de 12 años, por haberse entregado hasta el final en su fecundo ministerio; saludo también a los obispos de la provincia Eclesiástica de Sevilla.
Un saludo a los miembros del Colegio de Consultores y del Cabildo metropolitano, a los vicarios episcopales, a los delegados episcopales y diocesanos, a todos los hermanos sacerdotes del clero secular y regular y a los diáconos; también a los seminaristas, a los miembros de Institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, al ordo virginum y a las comunidades de vida contemplativa. Saludo a todos los fieles laicos, a las familias, a los jóvenes, futuro de la Iglesia y de la sociedad; a los miembros de instituciones caritativas y sociales, de movimientos, asociaciones y diferentes realidades eclesiales; a los miembros de las hermandades y cofradías. Saludo a los aquí presentes y a los que participáis en la celebración a través de los medios de comunicación, a los ancianos, a los enfermos, a los que más sufren a causa de la pandemia y de la crisis económica.
También a los amigos que han venido de lejos, desde Terrassa y Barcelona, desde Sisante y Cuenca, o desde otros lugares de nuestra geografía. Saludo a mi querida familia, tan importante y tan presente a lo largo de mi vida. Un recuerdo desde lo más hondo de mi corazón para mis padres, Jesús y Concepción, que desde la casa del Padre se unen a nosotros.
Un saludo respetuoso y cordial a los Excelentísimos Señores: Sr. Alcalde de Sevilla y Corporación Municipal; Sr. Alcalde de Sisante; Sr. Teniente General Jefe de la Fuerza Terrestre; Sra. Consejera de Cultura y Patrimonio Histórico; Sr. Senador; Sr. Rector Magnífico de la Universidad de Sevilla; Sr. Delegado del Gobierno de la Junta de Andalucía; Sr. Presidente de la Audiencia Provincial de Sevilla; Sr. General Director de Enseñanza del Ejército del Aire; Junta de Gobierno de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla; Sr. Presidente del Consejo General de Hermandades y Cofradías de la ciudad de Sevilla, y a los Hermanos Mayores de las Hermandades y Cofradías de la archidiócesis; a todas las demás autoridades civiles, militares, judiciales y académicas de la Comunidad Autónoma de Andalucía, de la provincia y de la ciudad de Sevilla. Os ofrezco mi colaboración leal en todo lo que se refiera al bien común y a la paz social de nuestro pueblo, especialmente a los más necesitados, a los más golpeados en estos momentos a causa de la pandemia.
“No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure”. Inicio hoy mi ministerio episcopal con asombro y con profundo respeto. Como el profeta Jeremías, me siento pequeño e indigno. La confianza en el Señor, que da la gracia para llevar a cabo la misión encomendada, y la confianza en todos vosotros, en vuestra oración y colaboración, me dan la fuerza para iniciar este camino. Los caminos del Señor me han conducido hasta aquí para ser un eslabón más de la cadena apostólica, al servicio de esta querida Iglesia diocesana de Sevilla.
Llego a una diócesis con una historia fecunda y brillante, de profundas raíces cristianas, que ha dado inmensos frutos de fe y amor, de cultura, de arte, de solidaridad, a lo largo de los siglos. Esta catedral de Santa María de la Sede es una muestra de la belleza que eleva el espíritu y nos conduce al encuentro con Dios. Una Iglesia de grandes santos que han marcado la historia de la Iglesia y de la sociedad: las mártires santa Justa y santa Rufina, en el siglo III; los arzobispos san Leandro y san Isidoro, en el siglo VII; el rey Fernando III el Santo, en el siglo XIII; el beato Marcelo Spínola, en el siglo XIX; san Manuel González, la beata Victoria Díez, santa Ángela de la Cruz y santa María de la Purísima, en el siglo XX.
La misión de la Iglesia continúa a lo largo de la historia la misión misma de Cristo, que quiere conducir a todos los hombres a la fe, al amor y a la paz, de manera que descubran el camino para la plena participación en el misterio de Dios. La misión de los discípulos es colaboración con la de Cristo y no se fundamenta en las capacidades humanas sino en el poder del Señor resucitado presente en su Iglesia, y en la fuerza del Espíritu Santo. La misión comienza en la Pascua de resurrección y Pentecostés, y está en continuidad con la misión de Cristo de proclamar e instaurar el Reino de Dios. Esta misión se realiza mediante las tres funciones de Cristo, que él transmite a la Iglesia: su profetismo, su sacerdocio y su realeza: Predicación de la palabra, celebración de los misterios y servicio a la comunidad.
“Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.” Han transcurrido dos mil años, pero la tarea no está finalizada, y los miembros de la Iglesia somos enviados a continuar la misión para que todos los hombres lleguen a vivir plenamente como hijos de Dios.
Al iniciar el tercer milenio, san Juan Pablo II nos exhortó a “remar mar adentro” afrontando los desafíos del momento actual, recordando con gratitud el pasado, viviendo con pasión el presente y abriéndonos con confianza al futuro (cf. NMI 1). Unas palabras que conforman mi lema episcopal y con las que me siento plenamente identificado. El papa Benedicto XVI nos inculcó, a su vez, que no hay nada más bello que conocer a Cristo y comunicar a los demás la amistad con Él (cf. Homilía 24 de abril de 2005). Y el papa Francisco nos llama a ser Iglesia en salida, a una profunda transformación misionera de la Iglesia capaz de renovarlo todo (cf. EG 27).
No son pocos ni menores los desafíos del mundo actual. El desafío de una cultura dominante relativista en la que no caben valores absolutos ni juicios universales, ya que todo está en función de la percepción subjetiva de cada uno y de los intereses de los grandes grupos de poder. No es extraño que se acabe desembocando en una actitud egoísta, en comportamientos contrarios a los más débiles y a la vida misma, en la “cultura del descarte”; no es extraño que se llegue al empobrecimiento espiritual y a la pérdida de sentido.
El desafío de la crisis económica y del fenómeno migratorio. La crisis sanitaria de la COVID-19 ha desencadenado una crisis económica y social sin precedentes, que se suma a los flujos migratorios de naturaleza económica y también a causa de los conflictos bélicos. Situaciones gravísimas de pobreza material, y también nuevas pobrezas a causa de la soledad, la falta de afecto, de energías físicas, de sentido, la falta de fe, que es la pobreza más importante.
El desafío de la desvinculación y la liquidez, porque hemos pasado de una sociedad moderna que buscaba la solidez en los grandes principios, a una sociedad posmoderna líquida y voluble. Como consecuencia, la fragmentación de las vidas, la desconfianza, la precariedad de los vínculos humanos. También el nuevo desafío del enjambre digital, en que cada uno se construye su propio mundo, y acaba originándose una suma de individualidades aisladas que nunca llegan a ser un “nosotros”.
“Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure.” Qué podemos ofrecer nosotros, pobres y pequeños como somos. Nuestros contemporáneos necesitan llenar su vida de sentido, de paz, de amor, de Dios. A pesar de nuestra pequeñez, somos enviados por el Señor a anunciar la Buena Nueva, somos los testigos de Jesucristo en la sociedad del siglo XXI, llamados a dar una respuesta convencida y convincente ante esos desafíos.
Ante la cultura dominante relativista y subjetivista ofrecemos la centralidad de la Persona de Jesucristo. Porque la esencia del cristianismo es Cristo y la vida cristiana comienza a partir de un encuentro con Él, porque Cristo es el centro de la vida y de la misión de la Iglesia. También ofrecemos una moral firme y clara que se fundamenta en el amor a Dios y al prójimo, en el respeto absoluto a la persona y a la vida humana, especialmente cuando esa vida es más débil e indefensa.
Ante la pérdida de sentido y el empobrecimiento espiritual, ofrecemos el sentido de la trascendencia, la seguridad de que el ser humano es capaz de encontrarse con Dios. En un mundo secularizado hemos de ayudar a nuestros coetáneos a alzar la mirada al cielo y elevar el nivel de sus horizontes vitales; hemos de recordar la verdad más profunda del ser humano: que Dios nos ha creado, nos mantiene en la existencia y nos llama a la unión con Él.
Ante la crisis económica y el fenómeno migratorio, hemos de ser solidarios con el sufrimiento humano y testigos de la misericordia de Dios. La actividad de la Iglesia tiene que ser una expresión del amor de Dios. El papa Francisco nos pide que vivamos como una Iglesia que sale al encuentro del pobre, del más débil; una Iglesia que se conmueve, que se compadece y se acerca, que afronta las situaciones y aplica los remedios adecuados, que cura las heridas y ofrece calidez al corazón, como Jesús.
Ante la desvinculación, la desconfianza y la liquidez de la vida, del mundo y del ser humano, es preciso que demos testimonio del ideal de vida cristiana, con una espiritualidad recia y profunda; con una formación sólida, síntesis entre fe, cultura y vida; con una acción apostólica eficaz que fermenta evangélicamente los corazones, los ambientes y las estructuras. Ante el enjambre digital, ofreceremos la experiencia de la amistad vivida en la comunidad cristiana.
Ser comunidad significa haber dado el paso del yo y del tú hasta el nosotros; significa compartir, hacer propias las situaciones de los otros. Tal como hemos escuchado en la segunda lectura, de la carta de san Pablo a los Romanos, la imagen del cuerpo expresa la solidaridad entre los miembros, la necesidad de que cada uno cumpla su misión específica, la colaboración dentro de la unidad buscando el bien común; porque la diversidad de los miembros y la variedad de las funciones no van en perjuicio de la unidad, como tampoco la unidad anula la pluralidad de los miembros y de sus funciones.
Vamos a seguir caminando juntos en la vida y en la misión de la Iglesia, en sinodalidad, poniendo en práctica la espiritualidad de la comunión. Queridos sacerdotes, diáconos, seminaristas, miembros de la vida consagrada, fieles laicos; parroquias, instituciones de Iglesia, movimientos, asociaciones, realidades eclesiales, hermandades y cofradías, Iglesia que peregrina en Sevilla. El Señor nos ha elegido y nos envía para que demos un fruto abundante y duradero. A pesar de las dificultades del momento presente, a pesar de nuestra pobreza y pequeñez. Nos inspira el testimonio martirial de las santas Justa y Rufina, y de la beata Victoria; nos inspira la inmensa tarea evangelizadora y catequizadora de los santos obispos Leandro e Isidoro; nos inspira la trascendencia histórica de la vida de san Fernando; nos inspira la labor pastoral y el amor a los pobres del beato Marcelo Spínola, la centralidad de la Eucaristía de san Manuel González así como el ejemplo de las santas Ángela de la Cruz y María de la Purísima en su entrega a los más necesitados. Nos inspira el ejemplo de tantos hermanos nuestros que nos han precedido a lo largo de la historia de nuestra diócesis en el signo de la fe, la esperanza y el amor.
Con tan grandes ejemplos, con la gracia de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo, seguiremos remando mar adentro, seguiremos echando las redes, confiando en el Señor y en los hermanos con los que compartimos el camino. María Santísima nos guía como Madre y Maestra. San José nos enseña a vivir con valentía creativa. En manos de María, Nuestra Señora de los Reyes, pongo nuestra vida y ministerio. A sus plantas me postro, como Sevilla, y le rindo homenaje y loor. Que así sea.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla