Homilía de Monseñor José Ángel Saiz Meneses en la Misa de Acción de Gracias por la beatificación del P. José Torres Padilla. Catedral de Sevilla, 10-11-24. Lecturas: Jer 1, 4-5.17-19; Sal 22; Gal 2, 18-21; Mt 5, 1-12.
El Evangelio que hemos escuchado presenta el primer gran discurso que el Señor dirige junto al Lago de Galilea a la multitud que le seguía. Comienza la predicación de su Reino señalando hacia la expectativa, hacia el objetivo principal que alberga el corazón humano: alcanzar una felicidad plena y duradera. Él anuncia y promete la felicidad, ciertamente, pero la sitúa donde el hombre no podía imaginar: proclama felices, dichosos, bienaventurados, a los pobres de espíritu, los afligidos, los misericordiosos, los que tienen hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los perseguidos, los humildes y sencillos que confían siempre en Dios. Las Bienaventuranzas son el camino para llegar a la alegría, a la felicidad, y, en definitiva, a la santidad. La práctica de las bienaventuranzas nos introduce en el sentido profundo de la vida, que sólo es posible descubrir desde la fe, desde la confianza absoluta en el Señor. El mejor comentario a este Evangelio de las Bienaventuranzas lo encontramos en la vida de los santos. Así se cumple en la vida del P. José Torres Padilla.
Jesús exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia de Dios, en el amor del Padre celestial que conoce todas nuestras necesidades. Una confianza en la Providencia que no exime de la lucha, del sufrimiento, del trabajo, de las ocupaciones de una vida responsable, pero que libera de la ansiedad, del agobio, de la excesiva preocupación por las cuestiones materiales y también libra del miedo a las dificultades del presente y a la inquietud por el mañana. El Beato José Torres nació en San Sebastián de la Gomera, el 25 de agosto de 1811, siendo el tercero de cuatro hermanos. Fue bautizado pocos días después, el 31 de agosto. En el hogar familiar, el padre instruía a sus hijos sobre el camino a la salvación y la caridad con los necesitados. La madre encaminaba al pequeño José a no buscar otra cosa en la vida que cumplir la voluntad de Dios.
En el convento franciscano de los Santos Reyes de San Sebastián de la Gomera recibió su primera enseñanza escolar. Entre el 31 de marzo de 1821 y el 1 de abril fallecieron su madre y su padre. Su tía materna Paula Padilla Cabeza se hizo cargo de la educación y el cuidado de sus cuatro sobrinos. Recibió la confirmación el 3 de junio de 1827. En septiembre de ese mismo año fue a estudiar a San Cristóbal de La Laguna, en la isla de Tenerife. Continuó su formación en Valencia y Sevilla. El 27 de febrero de 1836 el cardenal Francisco Javier Cienfuegos Jovellanos le ordenó sacerdote, celebrando su primera misa el 8 de marzo. Ejerció su ministerio sacerdotal como profesor en el seminario conciliar de San Francisco Javier de Sanlúcar de Barrameda y en el seminario conciliar de San Isidoro y San Francisco Javier de Sevilla, adscrito a la parroquia de san Marcos, teólogo consultor del Concilio Vaticano I, canónigo de la Catedral de Sevilla y examinador sinodal.
Contemplamos a lo largo de su existencia una actitud de confianza serena, de fortaleza ante las pruebas, de paciencia en medio de las contrariedades. Su experiencia de la providencia de Dios le llevaba a reaccionar con sentido sobrenatural, a vencer las dificultades y a mantener una actitud de audacia, buscando en cada momento la voluntad de Dios. Así sucedió a la hora de superar los problemas para la fundación de la Compañía de la Cruz, cuando tuvo que afrontar junto a Santa Ángela muchas dificultades, y él le solía repetir: “Tú, quédate en tu nada que Dios lo hará todo”. En muchos momentos de su vida tuvo que sobreponerse a penalidades físicas y enfermedades y también a las más variadas incomprensiones. A pesar de todo, el amor y fidelidad a la Iglesia fueron siempre una constante en su trayectoria, así como la benevolencia con las personas que obstaculizaban el camino. El alimento de su confianza en Dios lo hallaba en la oración y la penitencia.
Nuestro Señor Jesucristo era el fundamento de su vida. Cristo era la roca, el cimiento que le daba consistencia y firmeza. La unión con Cristo le permitió superar las contrariedades e integrar su proyecto de vida desde una relación personal con el Señor. En los Apuntes íntimos de los Ejercicios Espirituales de julio de 1861 escribe: “Pedir constantemente a mi Señor la gracia de imitarle, y llevarle siempre en mi corazón, en mi alma y en todas las acciones”. Su existencia estuvo jalonada por el misterio de la cruz: nacido en una familia ejemplar, experimentó la cruda realidad de perder a sus padres a la edad de nueve años. Pero a lo largo del tiempo halló siempre la fuerza para cargar con la cruz desde su unión con Cristo, que se alimentaba en la oración. Su ideal era imitar al Maestro en su vida de sacrificio, pobreza y desprendimiento de todo lo terreno.
Era consciente de la presencia del Espíritu Santo en su vida como el Maestro interior que le enseñaba a penetrar en el misterio de Dios, de la historia, de la vida y del mundo; el Espíritu Santo que le proveía de la luz y la capacidad para enseñar las cosas de Dios, que le conducía interiormente para vivir como auténtico hijo de Dios; el Maestro que le enseñaba a orar, a entender las palabras de Jesús, que le llenaba de la fuerza necesaria para ser testigo de Cristo ante los hombres. Vivía un profundo amor y devoción a la Virgen María, como madre, como mediadora de todas las gracias, como intercesora por todos sus hijos, desde el cielo, junto a su Hijo Jesucristo. Alentaba a todos para que viviesen el amor y devoción a María. Rezaba diariamente el rosario y, cuando se desplazaba de un lugar a otro, iba recitando una y otra vez el Ave María.
El Beato José Torres fue un auténtico maestro y guía de almas. Su existencia irradiaba humildad, sobre todo en su relación con Dios. También era manso y humilde en la relación con los hermanos. Su recomendación a las Hermanas de la Cruz al respecto es ya un clásico: “No ser; no querer ser; pisotear el yo, enterrarlo si posible fuera”. Duro y exigente consigo mismo y a la vez paciente y comprensivo con los demás. Su vida estuvo muy dedicada a la formación, a la predicación y al acompañamiento espiritual. Los alumnos le apreciaban por sus conocimientos y pedagogía, y, sobre todo, por su coherencia de vida. Fue nombrado consultor pontificio de la Comisión de Disciplina Eclesiástica del Concilio Vaticano I, en el cual participó.
El Señor le había concedido vida de oración intensa, ciencia, experiencia y penetración psicológica para conocer el corazón humano. Dedicaba incontables horas al ministerio de la reconciliación. Fue confesor y director espiritual de muchas personas en diversos lugares de España, haciendo gala de una gran capacidad de escucha, dedicándoles tiempo y energías, sabiéndolas acompañar, en su circunstancia y su historia, por caminos de santidad, con extraordinaria prudencia. En Sevilla se le llamaba popularmente el «Santero» porque tenía fama de santidad y porque introducía por el camino de la santidad a las personas que dirigía. Entre las almas que acompañó espiritualmente destaca santa Ángela de la Cruz, canonizada por san Juan Pablo II en 2003, con la que colaboró en la fundación de las Hermanas de la Compañía de la Cruz.
Fue un verdadero Padre de los pobres, un modelo extraordinario de ministerio y vida sacerdotal también por su vivencia de la pobreza, que le llevó a despojarse de todo a favor de los pobres y los enfermos, “nuestros amos y señores”, como él los llamaba. No daba de lo que le sobraba, sino de lo necesario. Cuando cobraba su capellanía iba a las tiendas a pagar comestibles y ropas de personas necesitadas que estaban pendientes de pago. Procuró con amor de padre socorrerlos, aliviar sus sufrimientos y heridas. Compartía con santa Ángela el carisma de “hacerse pobre con los pobres para atraerlos a Cristo”. La contemplación de Cristo, que se ha hecho pobre para llenarnos de la riqueza de su salvación, le movía a vivir pobre como su Maestro. En su pobreza, en su humildad, en su debilidad, se manifestó la gracia y la fuerza de Cristo.
Vivía con todas las consecuencias su configuración con Jesucristo, las actitudes de Cristo Buen Pastor, la caridad pastoral cuya esencia es la donación total de la propia vida, la entrega hasta el extremo. Su caridad pastoral encontraba el alimento principal y la mejor expresión en la Eucaristía. La celebración de la Eucaristía era el fundamento y la cima de su vida sacerdotal, el misterio que llenaba su existencia, porque configurado a Cristo también le ofrecía su vida, que se iba transformando progresivamente. En la Eucaristía encontraba la fuerza que le llevaba a anunciar la Buena Nueva sin desfallecimiento, que le impulsaba a entregarse a los más pobres y necesitados sin reservas ni cálculos humanos.
La beatificación del Padre Torres proyecta una gran luz en la vida de nuestra archidiócesis, en la vida de la Iglesia y de la sociedad, por su ejemplo como persona, como cristiano y como sacerdote. Nos encomendamos a María Santísima, Virgen de los Reyes, Reina de los sacerdotes, a santa Ángela de la Cruz y santa María de la Purísima, y les pedimos que el ejemplo del Beato José Torres Padilla nos ayude para avanzar decididamente por el camino de la conversión y la santidad, de la humildad, de la oración, de la formación cristiana, del amor a los pobres y la transmisión de la fe a nuestros contemporáneos. Hoy pedimos también al Señor, por intercesión del nuevo Beato, la paz en el mundo, en tantos lugares en los que todavía hay guerra, violencia y destrucción; y pedimos por los fallecidos y damnificados a causa del temporal que ha azotado buena parte de España, especialmente Valencia. Nos ponemos en la situación de lo que el Padre Torres haría en circunstancias semejantes y actuamos con su mismo corazón sacerdotal. Así sea.
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