Hermandad del Cristo de Burgos. Parroquia de san Pedro.
450 años de la talla del Cristo.
Celebramos Solemne Función Principal de Instituto el cuarto domingo del Tiempo Ordinario. La liturgia de la palabra que hemos escuchado nos presenta a Jesús, que comienza su ministerio público proclamando el Evangelio por las tierras de Galilea. Cuando llega a Cafarnaúm, el sábado siguiente se acerca a la sinagoga, y los oyentes “se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad” (Marcos 1, 22). Da una gran impresión de fuerza y seguridad. El texto del Evangelio habla primero de la admiración de la gente viendo cómo transmite su enseñanza, después narra su primer milagro, consistente en la expulsión de un demonio. Finalmente, relata el estupor en que todos han quedado sumidos por la autoridad de su enseñanza y por el poder arrojar espíritus inmundos.
Los escribas y fariseos exponían los contenidos de la Sagrada Escritura y también comentaban e interpretaban los mandamientos, pero en la práctica se limitaban a repetir las enseñanzas de los maestros más importantes del pasado habían dictado con sus diversas opiniones, con lo cual su aportación solía ser repetitiva y fría. Jesús, en cambio, partía de la experiencia y de la vida, hablaba al corazón. Ofrece un mensaje diferente, profundo y lleno de sabiduría. Su palabra es directa al interior, penetra hasta lo más profundo y sitúa a la persona frente a Dios y frente a sí mismo. Un mensaje a la vez lleno de fuerza y de seguridad.
Pero sobre todo su autoridad es propia en cuanto que es el Hijo de Dios, el Santo de Dios, tal como confiesa el espíritu inmundo que es expulsado del poseso. Jesús enseña como quien tiene autoridad, porque es consciente de que en él culmina la Ley y los Profetas, porque Él es el Hijo a quien el Padre le ha entregado todas las cosas. Por eso perdona los pecados que sólo Dios puede perdonar, cura enfermos y resucita a los muertos, somete a los espíritus inmundos y puede perfeccionar la Ley. Novedad en la enseñanza y novedad en la autoridad, la novedad de Cristo que nos ofrece una vida nueva, que hace nuevas todas las cosas.
¿Qué es esto?, se preguntaron los habitantes de Cafarnaúm. Es Jesucristo, el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido para que tengamos vida, una vida abundante. Ante él hay que tomar partido, hay que dar una respuesta, que adoptar una decisión. Como recordaba el gran teólogo Romano Guardini, “el cristianismo no es, en última instancia, ni una doctrina de la verdad ni una interpretación de la vida. Es eso también, pero nada de eso constituye su esencia nuclear. Su esencia está constituida por Jesús de Nazaret, por su existencia, su obra y su destino concreto; es decir, por una personalidad histórica.» Y también afirmaba: «Jesús no es sólo el portador de un mensaje que exige una decisión, sino que es Él mismo quien provoca la decisión, una decisión impuesta a todo hombre, que penetra todas las vinculaciones terrenales y que no hay ningún poder que pueda ni contrastar ni detener. Es, en una palabra, la decisión por esencia».
La esencia del cristianismo es la persona de Cristo y la vida cristiana comienza a partir de un encuentro con él. En él tiene lugar la revelación plena y definitiva de Dios, por eso «no se empieza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».
El misterio pascual de su muerte en cruz y su resurrección está en el centro de la buena nueva. La muerte en la cruz no es un hecho aislado, es la culminación de su existencia, toda ella salvífica; es el gesto supremo de la intervención salvadora de Dios y del ofrecimiento de su gracia a la humanidad, es un acto de amor inmenso, es causa de nuestra vida. Podemos repetir con san Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,20). Pero la vida de Cristo, entregada por amor hasta la muerte, no acaba en la cruz. Resucitado por el Padre, llega hasta nosotros como principio y fundamento de nuestra propia resurrección. Desde Cristo resucitado se nos revela el futuro de plenitud que puede esperar el ser humano y la garantía última ante el fracaso, la injusticia y la muerte. Él es la esperanza de la humanidad.
El centro de su predicación es el Reino de Dios, que ha sido inaugurado en la tierra por él y que tiene en la Iglesia su germen y comienzo. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, a los que lo acogen con un corazón humilde, y los pecadores son invitados a convertirse y entrar en el banquete del Reino. Se trata de un cambio en el hombre, en su interior profundo, con unas consecuencias también exteriores y sociales. Un Reino de gozo, cuya ley es el amor y cuya carta magna son las Bienaventuranzas. Jesús comienza la predicación del Reino respondiendo a las inquietudes más profundas del corazón humano: la búsqueda de la felicidad. Esta búsqueda es el centro de la vida humana, y es justamente la felicidad, la plenitud, lo que Jesús anuncia y promete. Pero la coloca donde el hombre menos podía imaginar: no en el poseer, ni el dominar, ni el triunfar, sino en amar y ser amado.
Cristo se hace presente en la vida de todo hombre y se revela como Camino, Verdad y Vida, sacia su sed de felicidad y llena de sentido su vida. Ese encuentro transforma la existencia, la compromete y es el comienzo de una relación de amistad con él. Cristo, además, hace partícipe de la misión que el Padre le ha encomendado. La iniciativa es suya, es él quien llama y elige personalmente, y envía a los elegidos para que den un fruto abundante. La única forma de dar fruto es la unión con él, permaneciendo unidos como los sarmientos a la vid, y también vivir la unidad con los hermanos. Este camino de seguimiento, de intimidad, de envío al mundo, se ha de recorrer con confianza, con esperanza firme y sin temor, con la seguridad que da el saber que quien envía, está presente con nosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20).
Fijemos hoy la mirada, una vez más y hoy con intensidad especial, en el Santísimo Cristo de Burgos. Le pedimos que nos cambie el corazón, que nos ayude a madurar, a centrarnos en lo esencial, en seguir sus pasos, en dejarnos llenar de vida, porque él es la Vida que llena de sentido nuestra vida. Sabemos que nos cuesta, que no sabemos, que no podemos. Confiamos en su gracia, en su amor, en la intercesión poderosa de nuestra Madre de Dios de la Palma. Así sea.